A Goddes Fall

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La noche tenebrosa hacía relucir mucho más las estrellas fugaces que rondaban el cielo. Pero su negro manto tembló ante la presencia de aquella estrella que caía con fuerza a la tierra. Dejando una estela de fuego a su paso, chocó con estrépito contra el templo, destrozando el techo.

El templo de la diosa Bastet era reguardado por sus sacerdotes día y noche, fieles y feroces por ella. El faraón la tuvo descuidada, ellos seguían pensando que algún día ella volvería para tomar su lugar en el reino... y no se equivocaron. Porque al ver a la diosa llegar a ellos, vieron respondidas todas sus plegarias.

Era hermosa, de pies a cabeza, cabello como fuego, ojos como gato, piel de leche, presencia temeraria... cuerpo de niña. Tal vez algo mayor de trece años, pero la diosa ostentaba belleza pura y oscuridad deslumbrante. Había caído frente a su estatua representativa, de capa negra y con una lanza metálica en la mano.

Al instante los sacerdotes cayeron rindiéndole homenaje, casi rompiéndose la cara en el suelo, soltando lo que sea que tuvieran en las manos. La diosa se levantó del suelo y miró a los hombres a sus pies... en su interior la pequeña temblaba de miedo, no sabía en dónde estaba ni cómo había llegado a tal lugar, no era su hogar, su hogar estaba a miles de años luz de aquel sitio, quizá mucho más.

Su mirar era salvaje y altivo y los sacerdotes no dudaron un solo segundo sobre su proceder o identidad y al instante en que los gatos sagrados del templo comenzaron a acercársele, las dudas se disiparon por completo.

- Oh, gran diosa Bastet. Nuestro templo ha estado en espera de tu llegada. Predicha por los antiguos has posado tu pequeño cuerpo inmortal en nuestra morada para ti.

- ¿Ustedes – dijo ella tratando de no dudar – ustedes saben quién soy y cómo han de tratarme?

- Por supuesto, joven diosa. En tan solo un momento tus aposentos estarán listos para que duermas.

- Estoy... estoy en cuerpo infantil – dijo la pequeña intentando ser más lista que los hombres ante sus ojos – Protegedme bien y os daré riquezas, paz y victoria.

- Nada más, mi joven señora. Nada más pedimos a cambio de nuestro servicio.

Dejó que los hombres la protegieran, por quince años estuvo escondida en el templo de Pibéset, hasta que el faraón Sesonq la hizo su protegida volviendo a la ciudad su lugar de habitación. Pero la joven diosa no solo fue el centro de adoración de los egipcios, también fue la razón por la que Egipto se convirtió en una potencia mundial. A pesar de verse como una niña, cada vez que el faraón estaba en guerra, llamaba a la diosa Bastet. Entonces ella era vestida con su capa y armada con su lanza y partía al campo de batalla en su carro de guerra, el que traía grabado a sus gatos sagrados. El peor error del enemigo era subestimarla y burlarse.

- ¡Miren! ¡El faraón está tan desesperado que manda a una niña a hacer el trabajo de su ejército! ¡Anda pequeña, ven aquí para mostrarte lo que es un verdadero hombre! – este era el campeón del enemigo, un persa.

La diosa miró con desprecio al guerrero. No estaban a más de diez metros de distancia, así que la mirada de ella era recibida por los enemigos del faraón, como una provocación.

- Nadie me llama pequeña. – dijo ella – ¡Cerdo! ¡Mira atento el poder de mi lanza y sufre humillación!

- ¿Crees que puedes darme?

Ella fijó su mirada al pecho descubierto del guerrero 

– ¡Te reto a dar...

Lanzó su ataque

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