Capítulo I

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Una vez me dijeron que las personas realmente fuertes y seguras no necesitaban defender su posición ante los ataques de los injustos. Me decían que no podía acusar a las personas por lo que veía y que tampoco era correcto burlarme de ellas por ningún motivo.

Me decían muchas cosas, en realidad.

Años después, cuando empecé a crecer, olvidé por completo gran parte de esos consejos tan simples; mucho antes de que ella llegara. Incluso antes de que mi abuela, que con tanto esmero hubiera intentado otorgarme esa pequeña porción de su sabiduría, muriera. A veces me siento avergonzado. Es una pena que pudiera olvidar tantas cosas, y que aun así, otras permanezcan en mi memoria como una brasa que no deja de arder. No me siento orgulloso de no atesorar las palabras que con mucha razón y fundamento se me han dicho, pero aunque inconscientemente las puse en práctica por un período de mi breve inocencia, acabé olvidando el origen de tantos principios. Y me pregunto si es normal. Sigo preguntándome si a otro le hubiera pasado lo mismo, pero pensar en esto no ayuda a mitigar la culpa, incluso cuando observo las fotografías que me dicen que el pasado ya no importa.

Ella llegó un lunes por la mañana, cuando todos intentábamos concentrarnos en la asignación del día, cuyo nivel de dificultad no era tan elevado como el grado de concentración requerido; de esto último casi todos carecíamos, y no intentábamos cambiarlo ni mucho menos ocultarlo. Yo estaba observando la página en blanco que estaba frente a mí, en mi pupitre, y algún compañero a mi lado (ya no sé de quién se trataba) le daba golpes al asiento de al frente con un lápiz que ya no tenía punta. Recuerdo haber bostezado en el mismo instante en que la puerta se abría lentamente y las miradas de casi todos, dispuestos a distraerse con lo que fuera, se elevaban hacia el origen del sonido. Lo primero que yo noté fue el súbito silencio. Los pies dejaron de golpear las sillas ajenas, los lápices dejaron de tocar las mesas o rasgar el papel, algunos dejaron de murmurar o bostezar, y aunque no hubo un repentino cambio de humor, sí se produjo un pequeño despertar de nuestra infantil curiosidad, esa que se desperezaba cada vez que la puerta se abría en la mitad de una clase, o cuando había un ligero percance en la rutina escolar diaria. Eso nos hacía contener la respiración.

La maestra dio la bienvenida a la persona que había abierto la puerta. Esta parecía muy tímida, reacia a entrar de una vez por todas, de modo que la puerta entornada permaneció lo que pareció un buen rato ocultándola, aunque seguramente solo fueron unos cortos segundos de creciente interés. Miramos con confusión, y transcurrieron unos cuantos segundos antes de que la maestra insistiera y le hiciera ingresar por fin en la estancia. Tuvo que ir hacia ella y tomarla del brazo para ayudarla a moverse de su sitio. Entonces fue finalmente visible para todos nosotros.

Una chiquilla. Tenía mi edad, claro, pero era una chiquilla. Parecía más pequeña que todos los demás. Tenía pasos ligeros que apenas resonaban en el suelo de concreto pulido y unas piernas largas y delgadas como las de un cervatillo. Grandes ojos brillantes, casi utópicos, y una melena castaña oscura que se le esparcía por los brazos a modo de abrigo. Toda ella me recordaba a un cervatillo. La miré mientras la profesora la presentaba ante todos nosotros como la nueva estudiante del curso, y la estudié mientras caminaba lenta y cuidadosamente hacia el único asiento libre en el centro de la sala.

Eva, había dicho la profesora. Eva. Así se llamaba.

Todos empezaron a hablar en voz baja en el momento que ella tomó su sitio. El curso había empezado hacía unas semanas, por lo que no esperábamos a nadie nuevo, y esto sin duda nos dejó por un instante confundidos. Algunas miradas la acosaban, unas menos amables que otras, y las niñas no disimulaban su asombro y sus caras revelaban el dilema de si les convendría hablarle o ser indiferentes. No habían decidido si les agradaba. Normalmente, esa era una decisión que tomaban en los primeros tres segundos, pero Eva no había sonreído ni le dirigió la mirada a nadie en particular. Parecía inmersa en su propio mundo como para preocuparse del de los demás y, aunque lento y suave, llevaba un paso seguro. Eso pareció levantar sospechas en los demás niños. No se veía como alguien con una habilidad especial para hacerse querer en segundos (pronto descubrí que eso es prácticamente imposible), ni una sonrisa agradable a simple vista (también me di cuenta de que ella nunca la mostró ese primer día, sino mucho tiempo después).

Con cierta incomodidad, todos continuaron en lo suyo. De vez en cuando algunos, yo entre ellos, fisgoneaban en dirección a la nueva alumna que no sabía qué hacer y había sacado su cuaderno nuevo para no desencajar, obteniendo el mismo resultado que al tapar el sol con un dedo. De cualquier modo, todos sabíamos que estaba confundida. Nadie acababa de explicarle de qué iba la actividad, y la maestra tardó demasiado en recordar que cruzar el umbral no nos hacía automáticamente conscientes de los deberes.

Rápidamente perdí el interés en la novedad. Sabía que de ese modo los minutos no pasarían más lento, sino que me haría perder el tiempo que tenía para organizar mis ideas. Así que me concentré, o intenté hacerlo. Aquello no resultó exactamente bien, pero el timbre que ponía fin a la clase se hizo oír por toda la escuela y dejé de pensar en ello.

Uno a uno, nos dirigimos al escritorio de la profesora para entregar la asignación. Me rezagué un poco para recoger mis cosas, así que salí casi al último, lo suficientemente atrasado para escuchar la vocecita desconocida que murmuraba algunas palabras ininteligibles intentando hablar tan bajo como le era posible. Reduje el paso hasta que me fue imposible permanecer ahí. No pude descifrar sus palabras; sin embargo, su voz era algo que me había gustado oír esos últimos momentos.

El día transcurrió sin percances. La niña nueva no se dejó ver durante el recreo, pero volví a verla al regresar al salón. Estaba en el mismo lugar que antes, con el cuaderno frente a ella, y los brazos cruzados sobre su pecho. Muchos habían hecho algún comentario en el patio. Era rara, nadie la había escuchado hablar, excepto yo. Escuché que se había escondido en el baño durante diez minutos después de desayunar sola en el comedor.

—Estás en mi sitio —le dijo un niño. Me volví, y observé en silencio como se desarrollaba la escena. Sabía que no era su sitio. Samuel se sentaba siempre al fondo, pero era un muchacho que se aburría fácilmente y que le gustaba hacer revuelo, así que no me sorprendió. Todos miraban, la niña nueva no alzó la mirada hasta que él volvió a repetirle que estaba sentada en su puesto. Por supuesto, nadie dijo que él mentía. En ese momento nadie recordó lo odioso que él podía resultar, sino que prefirieron vengarse de la indiferencia de Eva, que no había intentado hacerse amiga de nadie.

Él era cruel por naturaleza y le gustaba llamar la atención. Esas cosas le divertían y se le daban bien: ser escuchado, tener poder sobre otros. Yo no habría podido adivinar que su crueldad se convertiría en un virus, en una enfermedad contagiosa, pero algunos se dieron cuenta de que no era tan malo, que se sentía bien tener la atención de otros y que se rieran de sus bromas, por muy pesadas que fueran. Mucho menos podría haber sabido que yo pillaría ese virus más tarde.

La cosa es que en ese momento no me pareció nada del otro mundo, ni lo fue por un buen tiempo. A mí me habían molestado una vez, pero eran solo gajes del noviciado. Era algo que se superaba fácilmente en dos días si lo resistías, y ella parecía estarlo llevando muy bien excepto por una cosa.

—Lárgate, estás en mi silla —dijo una vez más, y cerró de golpe el cuaderno de Eva, haciendo que ella lo mirara finalmente. Él sonrió.

Ella recogió sus cosas parsimoniosamente y en silencio se puso de pie, sin levantar la mirada, temblando. Los demás niños se reían; no supe en qué momento habían decidido que ella no les gustaba. Probablemente se trataba del hecho de no querer hablar con nadie; entonces me pareció igual, no tenía un interés especial en nuevos amigos, así que me encogí de hombros y me senté mirando hacia adelante, ignorando el nuevo método de diversión de los demás.

Intentó sentarse en otro lugar, adelante, pero se lo impidieron con otro gesto desdeñoso, esta vez una niña rubia. Le señalaron y le dijeron que se fuera a otro sitio. Ese estaba ocupado. Una y otra vez, lo mismo. La profesora nunca llegaba tarde, pero los minutos se extendieron, y yo sonreía de vez en cuando al ver el rostro divertido de mis compañeros. Me reía, como ellos, porque no era capaz mirar a Eva a la cara, con toda la confusión en su boca y toda la resignación en sus ojos.

Cuando el orden llegó, el chico que había sido el precursor de aquel desastre se pronunció con un tono falsamente conciliador:

—Puedes quedarte con el asiento, ya no lo quiero.

Y yo me reí.

Ese fue su primer día. El día que vi a Eva por vez primera.

EvaWhere stories live. Discover now