Mi destino

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Capítulo XVIII

«No tenía destino alguno sobre la tierra. Lo había comprendido».
—Winter Forest.

Quedé helada al sentir sus cálidos labios en los míos. Simei los movía con tierna suavidad. Cerré mis ojos y me dejé llevar fundiéndome con su delicado aliento.

Fue el mejor momento de mi vida. Éramos solamente él y yo. Era una sensación inexplicable, podía sentir mi corazón latiendo en mi pecho a mil por hora. Era como flotar sobre nubes de algodón… Y no estoy exagerando.

Era la primera vez que sentía algo por alguien… Era la primera vez que sentía… amor.

—Nunca había sentido esto por alguien —susurró en mis labios—. Pero sea lo que sea, me gusta y mucho.

Sabía que él no podía mentir. No lo hacía y me encantaba la idea que fuera absolutamente sincero conmigo.

—Yo tampoco —dije, separándome tímidamente—. Es algo único. Aunque suene cursi.

—Lo sé —respondió sonriendo—. Esta vez puedo disfrutarlo más.

—¿Esta vez? —inquerí confundida.

—No es la primera vez que nuestros labios se encuentran.

—No estoy entendiendo —fruncí el ceño confundida.

—Una vez, de las varias que estuviste inconsciente, te di agua de boca a boca.

Ahora recordaba esa conversación con Ana: «Simei te daba agua, pero no de la manera normal, ya que no podías hacerlo sola».

De un salto, me levanté de la cama y le miré perpleja, pero seria.

—¿Antes ya me habías tocado?

Asintió sonriendo.

—Pero… ¿Por qué mentiste? —añadió.

—¿Qué?

—Tu piel… —señaló mi cuerpo—. Está completamente sana.

Observé su cara de reproche y no supe qué hacer, ni qué decir.

¿Cómo iba a excusarme? No tenía sentido hacerlo. Él sabía que había mentido.

—¿Abusaron de ti en alguna oportunidad? ¿Por eso mentiste para que nadie te toque?

Simei me seguía interrogando y yo no podía hacer otra cosa más que mantener mi mirada pegada al suelo.

—Aika…

—Simei, mi vida no fue una fantástica historia. Yo no soy…

—¿No eres…?

—No soy… —pensé en qué decir mientras alargaba el silencio—. Una chica que saca a la luz su historia. No fue fácil, no lo es y no lo va a ser nunca.

—Está bien. —Calló algo intranquilo, pero no objetó. Se acercó nuevamente a mí y me besó.

* * * * *

Los meses fueron pasando.

Había comenzado el verano y salíamos a tomar aire al bosque con Febe, quien ya estaba finalizando su octavo mes de embarazo. Se quejaba constantemente de las patadas de su bebé. Simei cuidaba muy bien de ella y su estado era el de una hermosa mamá primeriza, sin ninguna complicación.

¿Luzbel? Él no había vuelto a aparecer. Solamente que, cada vez que estábamos por quedarnos sin comida, aparecían mágicamente en algún lugar de la casa comestibles para nuestra supervivencia. Todo iba perfecto, iba encaminado y bien para mí. Hasta me había acostumbrado a estar casi todo el día sin mis guantes que me protegían. Ya que a Simei podía tocarlo con libertad y a Febe solo la tocaba por encima de su ropa; era muy prudente.

Una agradable noche, en que todos dormíamos plácidamente, un suave murmullo me despertó en medio de la oscuridad de la madrugada. Por un momento creí haber estado soñando. Pero no fue así. Al abrir los ojos encontré a Febe tendida en el suelo de mi habitación. Asustada, salté de la cama y me acerqué a ella.

—Me duele mucho —dijo con lágrimas en los ojos.

—Tranquila. Respira rápido, eso funciona —respondí al recordar un programa de partos que había visto hace mucho en la TV—. Voy a buscar a Simei —hablé dejándola sola. Sabía que si gritaba frente a ella iba a alterarla y realmente no quería eso.

Cuando entré a la recámara de Simei, le encontré tendido cómodamente en su cama. Corrí y lo toqué por encima de las sábanas.

—Simei, Febe está por dar a luz —dije torpemente, pero con ímpetu.

Él, adormilado aún, me miró con un ojo abierto y otro cerrado. Se levantó y comenzó a caminar despacio como si no se diera cuenta de la gravedad de la situación. Para ese entonces, yo ya estaba esperándole en la puerta de su alcoba.

—¡Vamos, apresúrate! —exclamé, volviéndome para tomarle del brazo.

Pero al tocarle, ocurrió algo tan inesperado, que me quedé mirándole aterradoramente desconcertada y perpleja.

Justo cuando había encontrado el amor, cuando por fin podía sentir las caricias de alguien… justo en ese momento, mi vida se hizo añicos. En un instante, todo me fue arrebatado. No podía hacer otra cosa, solo ver con desesperación convulsionar a mi amado Simei. Él estaba teniendo visiones. Grité, lloré y maldije tantas veces, que perdí la cuenta. Le toqué una y otra vez, pero solo fue un reflejo por tratar de ayudarle. Aun así, todo fue inútil, su cuerpo se sacudía más y más. Hasta que finalmente, esos ojos café, suplicantes por ayuda, se apagaron para siempre.

Temblorosa y completamente aturdida, me arrodillé a un lado de su cuerpo y lloré desconsoladamente.

—¡Aika! —escuché a lo lejos—. ¡Aika!

Pero me encontraba perdida; ajena a lo que me rodeaba; presa de mi sufrimiento; ensimismada en mis recuerdos… absorta en mis pensamientos…

Mi mundo ya no era el mismo. Todo lo que había construido hacía meses, todo se había esfumado.

—¡Aika! ¡Mi bebé!

Aquellos gritos, aquellas palabras, me devolvieron a la realidad; fue entonces que reaccioné. Febe estaba por dar a luz.

Corrí a mi habitación, viendo al entrar un enorme charco rojo. Febe perdía mucha sangre. Con el alma destrozada y apenas pudiendo articular palabra, fui a mi armario, busqué mis guantes y me los coloqué, mientras oía el llanto de Febe. Me arrojé a sus pies y abrí sus piernas.

—Voy a recibir a tu bebé —dije entre sollozos.

—¡¿En dónde diablos está Simei?! ¡Tiene que ayudarme! —gritó con dolor—. ¡Simei!

—¡Él no va a venir! —exclamé tajante.

Ella no entendió el porqué, pero no puso más resistencia.

El trabajo de parto fue tan duro, que se desangró antes de poder conocer a su bebé. Fue así que cuando puse a la pequeña niña en su pecho, ella ya no respiraba.

Febe se había ido.

Miré compungida al ser indefenso que lloraba en el seno de su madre y con inmenso dolor en mi alma, la tomé en mis brazos y la envolví en una sábana. Me levanté con una idea fija en mi cabeza…

Estaba resuelta a huir de ese lugar.

Pero una infame silueta me esperaba apoyada en el marco de la puerta. Observó mi regazo con una triunfante y malévola sonrisa.

—Ella no tiene culpa de nada, ¡no voy a matarla! —grité entre lágrimas.

—Mi querida Aika —dijo tranquilo—. Ella no va a morir… Ella es tu reemplazo.

AikaWhere stories live. Discover now