Huida.

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Capítulo I

«...y el alma presintiendo,
intuyendo el veneno que viaja escondido en la sangre.
Y frente a eso, la vida extrema todos sus recursos,
grita, arremete, se revela hasta donde puede».
-Fernando Rabih.

La música resonaba a todo volumen en mis oídos. Gracias a mis auriculares, no tenía que escuchar a Brenda, quien se empecinaba a hablarme mientras procedíamos con nuestra huida. No era la primera vez que ocurría, en realidad, ya había pasado en otras oportunidades. Mis descuidos, mis sentimientos... Un sin fin de factores, que no podría ni siquiera enumerar, hacían que no permaneciéramos mucho tiempo en un determinado lugar.

Era difícil mantener mi postura, sabiendo que no debía, no podía, no me convenía sentir. Con sólo controlar mis emociones no bastaba. También tenía que cubrir mi cuerpo.

¿Por qué?

Bueno, la respuesta a esa pregunta es fácil.
Soy una puerta que conecta al Infierno. Algo tan simple como el roce con mi piel, puede transportar a la desafortunada persona que me toque a sus más terribles y peores pesadillas.

Sí. Esa era mi vida.

Suspiré hondo al ver el paisaje que se avecinaba. Las pocas casas que quedaban tras de nosotras se hacían pequeñas y se esfumaban de mi vista al seguirlas por el espejo retrovisor. Sin dudas, nos aproximábamos al destino que la vida nos había asignado. Mientras duró el viaje, traje a mi memoria todo lo que dejábamos atrás.

Esa mañana lo presentí. Me levanté con un nudo en el estómago. Debí saber que algo iba a suceder. Pero no me di cuenta; tal vez no quise entender las señales que me indicaban que iba a ser descubierta.

Eran las cinco de la mañana cuando mi despertador sonó. Todo estaba en calma. Era un silencio que dolía. Podía palpar con mi corazón el hiriente sonido del silencio. Me puse en pie y caminé hasta la ventana. El día era tan oscuro, que no pude distinguir absolutamente nada afuera. Hasta el cielo me advertía las infortunadas horas que iba a pasar.

-Casi llegamos hija -dijo Brenda, tocando mi hombro que estaba cubierto por una gruesa tela que me tapaba por completo.

La miré sin expresión. Ya hace mucho no la llamaba madre. Ni siquiera sentía cariño por ella. Para mí solo era la persona que me dio la oportunidad de vivir... de vivir esta miserable vida.

Volví la mirada hacia delante, con la esperanza de poder seguir sumida en mis pensamientos, sin ser interrumpida nuevamente.

Ese día fui al colegio temprano, tenía un examen importante antes de dar comienzo a las vacaciones de invierno. Llegué al instituto y me senté a repasar brevemente la lección de francés. Las calificaciones eran cruciales para mí. Tenía que asegurarme de entrar a una universidad en el exterior. Necesitaba empezar de cero. Sin nada de atavíos, sin que controlaran mi existencia.

Necesitaba huir.

Mis compañeros comenzaron a llegar poco a poco. No tenía problemas de comunicación, por el contrario, me llevaba bien con todos. De alguna manera estaban acostumbrados a verme totalmente cubierta. Y no me molestaban sus bromas cuando alguno me llamaba «momia». Al principio dolía, pero supongo que fui adaptándome, como ellos a mí. Ya que era el tercer año que cursaba con ellos. Y nadie sabía de mis «hermosas» cualidades.

Era raro para algunos todavía, que en vez de saludar con un beso, como se acostumbra, diera mi mano para estrechar y, más extraño, que llevara guantes siempre conmigo. Fuera frío o calor, mis extremidades se encontraban protegidas.

Ángeles se sentó a mi lado y me observó expectante.

-Hoy estás más abrigada que de costumbre -susurró con un tono burlón.

AikaWhere stories live. Discover now