Angelo se percató de que su madre lo veía —sintió su mirada—, y los ojos grises de ambos —los de él más claros— se encontraron, pero sólo por un segundo, pues él se volvió rápido, antes de que su madre pudiese sonreírle.

Él aún no la perdonaba.

Dos meses atrás, ella lo había abofeteado por tirar dos veces su plato al suelo y él aún no la perdonaba. Hanna se preguntó si él lo haría, algún día.

Anneliese entró corriendo a su recámara y, luego de un breve instante, salió nuevamente corriendo, pero está vez llevaba entre los brazos un conejo blanco, de felpa, casi tan grande como ella.

—Ang-- —decía, cuando pisó una pata de su juguete.

Cayó sobre el dinosaurio de su hermano, que estaba ya casi completo, destrozándolo.

—¡Annie! —y a él le importó un comino—. ¿Estás bien?

Se puso de pie, de un salto, y la ayudó a levantarse.

El día anterior, recordó Hanna, ella había aspirado la alfombra cerca de su juguete y él le había dicho, con toda la indecencia que un niño de cinco años, tan adorable, podía: "No toques mi dinosaurio".

Annie sacudió su conejo mientras Angelo le revisaba las rodillas a ella.

Hanna sonrió. Ya sabía cómo iba a perdonarla su hijo: a Annie le encantaban los conejos.

—Estoy bien —la niña se arrodilló y sentó a su conejo al lado de ella—. Te ayudo a armarlo —quiso arreglar el juguete de su hermano.

—No. Ya me aburrió —él hizo a un lado los huesos de plástico, aún medio ensamblados, con el pie descalzo.

En la habitación principal, la ducha se detuvo. Hanna esperó un poco y fue a su habitación. Encontró a Raffaele sentado sobre la cama; las luces estaban apagadas, con excepción de las que provenían del cuarto de baño. Se había rasurado y cortado los cabellos él mismo, por lo que su corte era disparejo.

—¿Quieres que te empareje el cabello? —se ofreció ella.

Sin barba, él lucía aún más... flaco.

Raffaele asintió, en silencio. Hanna cogió unas tijeras y la máquina, y mientras le acomodaba una toalla sobre los hombros, vio una cantidad insuperable de caspa. No le dio asco. Le dio lástima: cuando lo conoció él era un hombre tan fuerte, seguro y guapo, tan... feliz. Él transmitía energía por cada poro y, su hermosa risa, te hacía reír.

—Hanna —él dijo su nombre por primera vez en... años.

—¿Sí?

—¿Puedes comprarme el boleto?

El boleto. No un boleto. EL boleto. Hanna miró su rostro, de mejillas hundidas, a través del espejo. Pensó en que él no aguantaría otro viaje. Ese cuerpo, demacrado y hecho trizas, no iba a soportar otra... visita.

—Sí —se escuchó decir. Pero no tenía ninguna intención de dejarlo ir a ningún sitio. No iba a dejarlo morir, aunque para eso tuviera que... dejarlo.

Amaba tanto a ese hombre —le debía tanto— que sería capaz de morir, en su lugar, o de padecer su sufrimiento —lo cual era peor que la muerte, ya lo veía ella, y aun así, ¡lo haría con gusto!—.

—¿Para cuándo lo quieres?

—Para este sábado.

—El sábado —aceptó, comenzando a cortar sus cabellos.

Ambrosía ©Where stories live. Discover now