8. EL DISTRITO ROJO DE LUNA

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Xavier no volvió esa noche. Ni al día siguiente.

Alexis, muchos años después, recordaría ese momento a través de binoculares empañados. No por el paso del tiempo, no, sino porque los cuatro días que Xavier estuvo de misión, Alexis no hizo otra cosa más que darle vueltas a todo lo sucedido. Una y otra vez, reviviendo todo bajo mil lupas diferentes.

Al principio buscó la explicación rebuscada. Aquella que seguramente el enrevesado cerebro del bastardo había usado para dar lógica a sus visitas más o menos frecuentes —eso Alexis no lo sabía aún— a lugares de vida alegre. Quizás, pensó, se trataba de algún taimado plan para vengarse de él. Sí, puede que hubiera visto en aquella la forma perfecta de alejarse a sí mismo de los avances sexuales de los que había sido víctima por su parte. Pero aquello no tenía sentido, porque Xavier nunca huiría de esa manera tan ruin. O quizás sí, pero de hecho era algo obvio que Lobos no había pretendido revelar su sucio secretillo en aquella desafortunada cena.

Una y mil ideas volaron a toda velocidad por su mente, saturando sus circuitos y convirtiéndole en una persona más despistada de lo que por regla general ya era. Alexis se metió durante esos cuatro días en una rutina tan ajena a él como lo era el comer caracoles. Y fue precisamente el tercer día, mientras los chorros de agua templada de la ducha bañaban su cuerpo, que finalmente dio con la respuesta.

Era algo tan básico, tan previsible, que no lo había visto. Estaba ahí, en cada una de sus conversaciones serias, en todas y cada una de sus grandes peleas. Estaba en la estúpida camiseta que a Alexis se le ocurrió regalarle por su veintiún cumpleaños, de un espantoso color fucsia y con grandes letras negras que rezaban: "4ever Friends" con un inmenso lazo simbólico en la parte delantera. Alexis había sabido que aquella horrible prenda iba a ir directamente al fondo del armario, si ya no solo por el color, aquella frase cursi era un atentado para el orgullo del otro.

Nunca imaginó que Xavier, devolviéndole el favor, le regalase, meses después en su propio cumpleaños, una camiseta en el mismo tono fucsia con el logo de "Tengo un fetiche extraño por los anfibios y por Xavier Lobos".

Irónicamente, cuando dos días después Alexis salió orgulloso por la puerta de su casa, portando como no la consabida prenda, Xavier se la arrebató, sacó un encenderos y la quemó.

Era estúpido no haberlo visto antes. No percatarse de lo que en verdad sucedía. Xavier había vuelto a su antigua costumbre de cortar por lo sano cualquier tipo de relación social antes siquiera de que esta apareciese. Por eso no había ido en busca de sus antiguas amantes, frecuentando lugares que poco espacio dejaban a las relaciones más serias que aquellas que intercambiaban algunas horas de puro placer físico por, dependiendo del local, una bolsa más o menos llena de monedas. Xavier ya tenía a su familia. Había conseguido la descendencia que tanto había buscado y, por lo tanto, las relaciones amorosas eran algo que no necesitaba.

Imbécil.

Alexis quiso llorar en ese mismo instante. O quizás buscar a Xavier, arrastrarlo por los pelos hasta la casa y golpearle hasta que en su bonita pero obstinada cabeza entrase la verdad de una vez por todas: Alexis le quería.

Le quería como amigo. Aquel lazo profundo que a tan temprana edad se había tejido entre ambos y que había mantenido a Alexis años y años tras Xavier, en su obsesiva búsqueda para devolver a sus cabales a aquel que quiso, en un momento de locura, salir de la aldea para vengarse del traidor. Le quería como familia. Porque sí, Xavier era mucho más que un amigo. Era aquella persona con la que, desde hacía tiempo, Alexis quería pasar su vida. Sus días y sus noches. Los buenos momentos y los no tan buenos. Xavier era el padre de sus hijos, y si aquello no le convertía irreversiblemente en parte de su familia, no sabía qué lo haría.

Hermosos imprevistosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora