Capitulo 39

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Después de pasar días como una alma en pena, Lali había derramado su última lágrima, decidida a ocupar su mente con pensamientos más agradables. Para eso, había tenido que ser creativa y, al final, había resuelto que llevar una caja de confitura a la clínica la animaría tanto como cualquier otra cosa.

Los últimos días habían sido un auténtico infierno. No tenía a nadie con quien pudiese siquiera hablar, salvo a Davis, pero no estaba tan desesperada. Como venía sucediendo recientemente, Gastón nunca estaba en casa, pues disfrutaba de los últimos días de la sesión parlamentaria. Estaba completamente atontado con el ministro del Interior, Robert Peel, el hombre que había sacado adelante la emancipación católica en la Cámara de los Comunes. A la hora del desayuno, le había contado entusiasmado que algún día seguiría los pasos del político.

Gastón había encontrado sentido a su regreso a Londres, pero el de Lali había sido un completo desastre. Llevaba días intentando encontrar un modo de hablar con Peter, pero todos sus intentos habían sido en vano, empezando por el baile de clausura de Harris. Jamás olvidaría la mirada de repulsión de él al verla al otro lado del atestado salón, sólo comparable al desprecio con que había dado media vuelta y había abandonado la sala. Le había dolido muchísimo y se había visto obligada a soportar su humillación pública el resto de la velada, una velada en la que además había descubierto que era una indeseable entre los aristócratas londinenses. Todos la evitaban.

Salvo lady Pritchit, cuyo desdén había adquirido proporciones aterradoras. En cierto momento, se había apostado disimuladamente cerca de ella y, en voz muy alta, le había explicado a una amiga que lady Whitcomb culpaba a Lali de haber arruinado el futuro de lady Nina como duquesa. «Buscona extranjera», la había llamado. La amiga de lady Pritchit se había puesto coloradísima cuando la vieja bruja había añadido que una conducta que quizá fuese aceptable en zonas inferiores del continente sin la menor duda era inadmisible en Londres.

El té vespertino de la señora Clark había sido otra pesadilla, pensó, mientras llenaba metódicamente una caja de frascos de confitura. La agradable viuda había ido a verla personalmente para insistirle en que asistiera, tratando muy noblemente de aplacar parte de las habladurías que circulaban sobre ella. No quería ir, pero Gastón pensó que tal vez la dama pudiese ayudarla.

A pesar de su recelo, Lali había ido. Había estado de pie en el vestíbulo, jugando nerviosa con su bolsito mientras trataba de reunir el valor necesario para entrar en un gabinete repleto de señoras. Para su desgracia, él también estaba allí, acompañando a lady Paddington. La había mirado más allá de donde ella estaba, como si ni siquiera existiera. Mientras ella trataba desesperadamente de recuperar el habla, él se había despedido de su tía, luego había dado media vuelta y había salido del vestíbulo. Aún le miraba las anchas espaldas cuando lady Paddington la saludó con gran indecisión. Al menos no era el absoluto desdén que iba a encontrar en el rostro de todos los demás invitados.

Mientras seguía llenando la caja de tarros de confitura, recordó la fiesta de Harrison Green, a la que Gastón había insistido en que lo acompañase. ¡Dios santo, qué catástrofe! Salvo por el correctísimo lord Brackenridge, que le había cogido torpemente la mano y le había sugerido, víctima de la ebriedad, que ya se la consideraba «disponible», apenas había dicho una palabra en toda la noche. Todos la evitaban como si tuviera la peste, pero ella era perfectamente consciente de los cuchicheos que tenían lugar tras las manos enguantadas. En resumen, nadie toleraba su presencia.

Sobre todo Peter. Su inoportuno intento de hablar con él le había granjeado un cruel desprecio público. Por desgracia, lo había pillado por sorpresa, había llegado por la espalda y le había tocado un brazo. El había dado un brinco de casi tres metros antes de volverse bruscamente y ponerse pálido al verla. Todo el mundo en un radio de ocho metros lo vio y los cercó, esforzándose por oír lo que tenían que decirse el duque de Sutherland y la mujer que, según se rumoreaba, había causado la ruptura de su compromiso.

Todo o nada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora