Capitulo 7

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Bartolomé estaba sentado delante del fuego, con los pies encima de un taburete, cuando Lali entró en el gabinete con una bandeja de sopa medicinal. El tiempo inusualmente cálido se había tornado inusualmente frío, y Bartolomé no había dejado de quejarse desde que habían aparecido las primeras nubes grises. Tras cerrar la puerta con el pie, Lali se acercó a donde estaba sentado su tío y dejó la bandeja con ímpetu suficiente para derramar la sopa.

—No des portazos, niña. Me duele la cabeza —gruñó él.

Mientras le servía una taza de té, Lali no dijo nada.

—¿Qué pasa, aún estás enfadada por lo de Estefano? —suspiró él, y alargó el brazo para tomar el coñac, ignorando el té.

—Me lo prometiste, tío Bartolomé —le recordó ella con aspereza.

—Es un hombre adulto, Lali —protestó Bartolomé, irritado—. Si le apetece una cerveza, ¿quién soy yo para negársela?

—Dejando a un lado, de momento, que se podrían haber matado conduciendo un carro en semejante estado, sabes bien que Estefano no digiere el alcohol como otros hombres. ¡Ha tardado dos días enteros en recuperarse!

—No me des la lata con eso ahora —rezongó Bartolomé.

Lali suspiró con fuerza. Con su tío no se podía razonar. Supuso que debía estar agradecida porque, como él rara vez salía de su gabinete, no constituía una verdadera amenaza para la integridad de Estefano.

—Por favor, tómate la sopa, tío. El señor Goldthwaite me ha dado unas hierbas que te aliviarán el dolor —dijo ella, y se inclinó para coger un periódico viejo.

—¡Goldthwaite! No me gusta que ande husmeándote las faldas, ¿me oyes, niña?...

—El señor Goldthwaite sabe bien que sus afectos no son correspondidos —mintió Lali, recolocándole a su tío las almohadas detrás de la espalda. Al parecer, no había forma de convencer de eso al fastidioso Thadeus ni a la señora Peterman—. Pero es tan generoso con nosotros que no puedo pedirle que se mantenga alejado.

—Entonces, ¡lo haré yo! No puedo buscarte marido mientras ese pesado ande mariposeando a tu alrededor —refunfuñó Bartolomé, y sorbió ruidosamente la sopa de su cuenco.

Lali meneó la cabeza y se dirigió a la puerta.

—Cielo santo, ¿qué llevas puesto? —bramó él de pronto.

Ella se detuvo y se miró los pantalones y la gruesa camisa de lino que a Gastón se le habían quedado pequeños hacía muchos años.

—Pantalones —anunció ella reanudando su camino.

—¡Que me aspen, muchacha! ¡Ningún hombre querrá casarse contigo si vistes así! —le gritó él.

Pues sí, que lo aspen, pensó ella, mientras cerraba la puerta de golpe. Su insistencia en casarla (y realmente insistía) empezaba a hartarla. Se dirigió al vestíbulo y tomó del perchero un abrigo de lana. Todo la hartaba, reconoció al tiempo que se ponía el abrigo.

—¿Adónde vas esta mañana?

Lali miró a Gastón por encima del hombro mientras se encasquetaba un gorro de lana. Él salió cojeando al vestíbulo, se apoyó en la pared y se cruzó de brazos.

—Debo salvar lo que queda de las calabazas —murmuró ella.

—Que lo haga Estefano. No es necesario que te esfuerces tú.

—Gracias al acierto de tío Bartolomé a la hora de elegir compañero de taberna, Estefano lleva retraso en sus quehaceres. Y yo necesito estar un rato sola —dijo con sequedad mientras buscaba sus guantes.

Todo o nada Where stories live. Discover now