Capitulo 24

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A Lali todo le parecía un sueño. Él le quitó despacio los guantes, le besó los brazos desnudos, la muñeca, luego el cuello y los labios hasta dejarla sin aliento y hacerle perder la razón. Cuando el coche se detuvo, no le dio tiempo a pensar; la sacó en brazos de él, a toda prisa, y le pidió al cochero que aparcara en la parte de atrás. Envolviéndola en los pliegues de su gabán, Peter se dirigió a la puerta principal. La casa a la que la había llevado estaba oscura; la soltó sólo para sacar una llave de debajo de las baldosas, luego le pidió que entrara de prisa y cerró la puerta cuando los dos estuvieron dentro.

En el oscuro vestíbulo, Peter buscó a tientas una luz al tiempo que su respiración se hacía cada vez más irregular. La recorrió un escalofrío de pánico cuando se encendió la luz de la única vela. Los ojos de él la buscaron en la oscuridad y, al encontrarla, sonrió tranquilizadoramente. Sin mediar palabra, le tendió la mano. De pronto aterrada, ella se lo quedó mirando y, por un instante, temió cambiar de opinión. No, necesitaba aquello. Dubitativa, posó su mano en la de él.

—Lali..., si has cambiado de opinión, no pasa nada —le dijo él, tranquilo.

Sorprendida de sí misma, Lali sonrió y negó con la cabeza.

—No puedo. Créeme. Lo he intentado —le susurró, sincera.

Él se la quedó mirando un instante, recorriendo su cuerpo con los ojos. Luego, cogiéndola fuerte de la mano, empezó a caminar, muy despacio, hacia una escalera de caracol que conducía a la oscuridad de la planta superior. La mente de Lali iba más aprisa que sus pies, y las protestas de su conciencia se enfrentaban a la fuerte necesidad de estar con él.

Peter trató de tranquilizarla hablándole de la casa, contándole que rara vez estaba abierta y que la familia no se ponía de acuerdo sobre qué hacer con ella a largo plazo. Avanzaron por el oscuro pasillo de la primera planta, pasaron dos o tres puertas, le pareció a ella, hasta que llegaron a una donde él se detuvo. La abrió, entró y la arrastró dentro.

Ella podía haberle pedido que la llevara a casa, entonces, antes de que fuese demasiado tarde. Peter dejó la palmatoria en una mesa y se volvió hacia ella. Otro temblor le sacudió el cuerpo; el miedo se estaba apoderando de su deseo; el miedo a lo desconocido, a aquel anhelo lascivo y a sus consecuencias.

—Tiemblas. ¿Estás segura de esto? —le preguntó él con voz suave.

Le dio un brinco el corazón. Un millar de noes se le ahogaron en la garganta, víctimas del deseo que había sentido desde la primera vez que se habían visto, en Rosewood.

—Ay, Peter —exclamó—. Sólo quiero saber..., es decir, debo saber... Soy consciente de que esto te va a sonar muy raro, muy inmoral, pero no es algo que pueda explicar, de verdad, es algo que llevo ahí —dijo, señalándose el abdomen y el pecho con la mano trémula— y no logro deshacerme de ello, por más que lo intento. Cada vez que te miro, lo noto.

De pronto, él le metió la mano por debajo de la capa y le acarició despacio la superficie plana del abdomen.

Le ardía la piel donde él la tocaba y volvían a encendérsele las llamas del vientre.

—Imagino que a lo mejor estoy enferma, pero no recuerdo haber sentido nunca nada parecido...

Se interrumpió bruscamente cuando él deslizó la mano por encima de las costillas hacia el lateral del pecho. Le metió la otra mano por debajo de la capa, le rodeó la cintura y la atrajo hacia su pecho.

—No creo que sea una enfermedad, pero se me ocurre que podría tratarse de una indigestión, aunque no es muy probable, porque apenas he comido hoy —parloteó.

—No creo que sea una indigestión —murmuró él esbozando una sonrisa. Le acarició el cuello con los labios, provocándole otra serie de escalofríos—. Sé lo que te aqueja, ángel..., es este deseo increíble que tratamos de negar. Si me dejas, yo lo arreglo. —Le mordisqueó el lóbulo de la oreja, metiéndose el pendiente en la boca.

Todo o nada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora