Prólogo | Algodón de azúcar

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Cuando tenía catorce años, mis padres por fin cedieron a llevarme a un evento de la empresa. Fue después de mis ochocientas súplicas, pero algo es algo.

No es que me gustaran esos eventos, la verdad es que la mayoría son aburridísimos. Si hasta los adultos se duermen durante esas presentaciones, ¿qué esperaban de mí?

Cabeceé y me desperté solamente porque casi me caigo de la silla, abrí los ojos cuando sentí la mirada de mi padre juzgándome y oye, yo entiendo, era un evento de Craw Energy, es como su bebé, quiere a su compañía más que a mí, pero es que al menos podrían ponerle musiquita a las malditas diapositivas.

Me pasé el resto del evento cerca de la mesa de dulces comiéndome todos los algodones de azúcar color azul que había.

Bueno, casi todos.

Estaba por tomar el último cuando alguien más lo hizo. El tono del algodón en su mano se parecía bastante al de sus ojos, que me miraban curioso.

—Oye, yo iba a comerme eso.

—Creo que ya comiste suficientes, ¿no crees?

—Te ves muy joven para ser doctor, y muy tonto para que me importe tu opinión. Dame eso.

—¿Por qué? Yo lo tomé primero.

—¡Sabías que yo lo quería!

—¿Entonces tengo cara de adivino?

Su risa, fue la primera vez que la escuché. Qué cosa tan horrorosa, pero al menos se distrajo lo suficiente para que pudiera quitarle el algodón y salir corriendo.

Pensé que lo había perdido porque no fue tras de mí, supe que me había equivocado cuando me lo topé de frente y no me dio tiempo de frenar, me estrellé contra él y caímos juntos al suelo, nosotros, y uno de los carteles del nuevo proyecto terminó en la piscina a un lado de nosotros.

Dos cosas malas:

1. Mi algodón de azúcar se había disuelto en el agua.

2. Mi padre venía furioso hacia mí.

—Carter—me llamó entre dientes, siempre disimulaba terriblemente su enojo, pero ahora tenía que hacerlo porque todos sus invitados estaban viendo— Por favor, levántate.

No, en serio no me había dado cuenta que estaba sobre él.

Estábamos dando una maldita demostración del kamasutra a medio evento corporativo.

Antes de levantarme le eché una mirada rápida, así me di cuenta que tenía las mejillas tan rojas que parecía que iba a explotar y evitaba verme a la cara.

Me tomó desprevenido al empujarme para quitarme de encima, pero perdí el balance y terminé en la piscina, los invitados explotaron en risas. 

Supongo que cuando tuve que escurrirme (ja, ¿entienden?) en medio de toda esa gente, dejando charquitos con cada paso fue cuando empecé a odiarlo aunque no tenía idea de quién era. De todas formas, conocer su nombre tampoco hizo que me agradara más, gritaba prepotente y egocétrico en todos los idiomas. Y como siempre, tenía razón.

Aspen Kesington.

Ojalá no hubiera tenido que verlo nunca más, pero para mi suerte (gracias universo, no sé que te hice, yo jamás te he tratado de esta manera), a pesar de lo enorme que es Nueva York, la compañía de su familia se mudó al edificio de enfrente un año después de la muerte de mi algodón de azúcar aquel día.

Así que diario debo luchar con las voces en mi cabeza que me gritan que lo lance frente a un taxi.

Tal vez un día lo haga, quién sabe. Me gusta ser impredecible.


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El robo perfectoWhere stories live. Discover now