1: EL PINÁCULO DEL PECADO

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EL PINÁCULO DEL PECADO

Capítulo I: El resplandor

Mi hermana brilla desde que tengo memoria, brilla fuerte y claro. Tiene uno de esos brillos que, de a momentos, encandila, que envuelve toda la sala y se escapa por las ranuras. Brilla tanto que no te permite visualizar nada más; se vuelve el único ángulo de visión y, a pesar de saber que tanto mirar al Sol te puede dejar ciego, nadie puede dejar de hacerlo. Por supuesto que no deja a tropezones a quienes apenas se la cruzan, pero a mí, a mí que vivía en los mismos metrajes, me dejó ciega. Me obligó a ver más allá de su resplandor.

No fui inmune.

Se supone que durante los primeros años de vida los vemos a nuestros padres como superhéroes, adoramos cada cosa que hacen y deseamos imitarlos en todo; luego hay un desencanto digno de la adolescencia, en donde ves a ese héroe desarmarse frente a ti, les puedes ver las grietas con claridad. Eso jamás me pasó con mis padres, pero sí lo experimentaba con mi hermana, era ella a quien adoraba, con quien quería compartir cada momento de mi vida y crecer a su par.

Y, como la vida es de lo más cliché, por supuesto que yo era la sombra. Y eso era casi un paralelismo psicocósmico, porque mi hermana era rubia, y sus ojos eran color verde agua, y su lugar favorito era la playa, le gustaba acariciar la arena y broncearse bajo el sol. Yo era castaña, mis ojos a veces eran verdes y también me gustaba la playa, pero junto a las plantas y a partir del anochecer. Eso era lo peor de todo, que, aunque quería ser su par, no lo lograba; era como si tuviésemos que ser opuestas para lograr existir en conjunto.

Y, entre la noche y el día, mis padres, que no eran las personas más profundas del universo, siempre elegían el día, la luz solar y las nubes reducidas.

Pero daba igual, daba igual que yo fuese su opuesto y supiera que permanecería mi vida entera viviendo en la insuficiencia. Daba igual porque era mi mejor amiga, era asombrosa y se tomaba el tiempo de hacerme sentir que yo también lo era. Ahí estaba la magia pero, consciente de que no debía ser real, me costaba entender dónde se escondía el truco, o al menos nunca me quise detener demasiado a analizar.

Mi hermana se tomaba el tiempo de leerse mi libro favorito de la semana y de hacer anotaciones a un lado de las mías; luego yo me pasaba toda la noche leyéndolas bajo las sábanas, para comentarlas con ella durante el desayuno. También me incluía cuando iban a casa sus amigas a visitarla, me dejaba estar en la ronda de chismes con ellas y dormir a su lado en el sobre de dormir. Y, lo más importante, me defendía de todos, de sus compañeros que opinaban sobre mí y nuestras tías que se aferraban a mi ser para criticar durante las festividades.

Cuando esto se desbordó y nuestras tías dejaron de acompañarnos, todo estaba bien. Claro que éramos los mismos de todos los días durante la navidad: mi padre, mi madre, mi hermana y yo. No nos vestíamos de forma especial, ni preparábamos un banquete con galletitas, y nuestros padres se acostaban a dormir antes de que el reloj marcara las doce, pero estábamos juntas. En año nuevo nos escondíamos bajo la mesa del comedor para atraer el amor y nos poníamos alguna prenda graciosa para bailar toda la noche, frente a la televisión que permanecía estática en el canal de música.

Creí que siempre nos tendríamos la una a la otra...

ÓsculoWhere stories live. Discover now