Espinas

16 1 0
                                    

Mi gato es blanco. Cuando está contento salta por toda la casa como caperucita por el bosque; cuando busca caricias se acerca mansamente y enrolla su cuerpo en espiral. Mi gato es mío, muy mío. Por eso, porque es mío, el árbol más violento, el que lidera al bosquecillo que tengo frente a mi casa, lo secuestró y cobró caro su rescate.

Ese árbol me odia tanto como lo odio yo. Sus espinas miden cerca de una pulgada y una de ellas atravesó a mi gato, entrando y saliendo como si intentara bordar una herida sobre el blanco lienzo de terciopelo.

Debido a que en mi casa no hay príncipes que rescaten con sus espadas, ni reyes con ejércitos que libren batallas, los únicos instrumentos a mi alcance son los que una damisela atrapada en una torre puede tener: cinceles, gurbias, caladoras manuales, lijas... y las que una cocinera necesita: afilados cuchillos, tenedores, licuadora, etc. Ninguno de estos utensilios es adecuado para bajar a un gato de un árbol asesino. Pero el gato tenía que ser liberado, no era cuestión de dejarlo allá arriba, mientras los de abajo llorábamos por él (en realidad nadie lloraba, todavía).

Con mucha paciencia corté la punta de todas las espinas que encontré, en un intento ingenuo de desarmar al enemigo, y subí. El golpe de una espina que se me incrustó en el cráneo me devolvió al suelo. La mancha roja en mis dedos evidenció la ruptura de la piel, pero el gato estaba arriba y había que hacer algo, cualquier cosa, aunque las gotas de sangre corrieran por el cuello. Volví a subir, esta vez con lentitud y destreza. Las espinas rompieron, con lentitud y firmeza, mi blusa, mi pantalón, más piel.

Recargada en una rama que me hería la espalda, podía ver cómo el gato estaba cosido al árbol. Habría sido fácil soltarlo, de no haber sido porque él mismo se había enrollado usando la rama como centro. Ya no sólo eran las espinas clavándoseme, sino las dentelladas desesperadas de mi preciosa bolita de pelos que protestaba si yo lo movía. No había remedio, había que cortar la rama entera.

En esos momentos es cuando a uno le es útil saber trabajar la madera y tener herramientas... o así creía. Mi sierra manual se rompió cuando me faltaba medio centímetro para terminar de cortar la rama. El resto del corte se hizo con vil cuchillo de cocina, con ese que se usa para cortar res, puerco... ramas. Cuando el corte fue completo y parecía que el gato comenzaría a bajar, resultó que el muñón de árbol estaba atorado entre los brazos superiores. Por lo tanto hubo que detener al gato con una mano, mientras con el otro brazo jalaba la madera. Finalmente mi gatito estuvo libre... sólo quedaron dos huecos por donde se veía su tierna carne, el de entrada y el de salida. A mí me quedaron múltiples rasguños, astillas clavadas y moretones en los brazos, en la espalda, en los hombros, en el cráneo.

A partir de entonces, el gato se ha vuelto más cariñoso conmigo, me sigue a todas partes como si yo fuera el cazador de su cuento, como si juntos le hubiéramos abierto la panza al lobo para llenársela de piedras. La verdad es que el lobo sigue ahí, nos acecha con sus múltiples hocicos, nos llama con sus uñas, nos requiere en sus abrazos. Nosotros lo vemos desde la ventana y no sabemos si morirnos de miedo o de orgullo.

**************************


¡Gracias por leerme! Si te gustó, no olvides votar; y si puedes deja un comentario.

Cuentos sin sueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora