Judith

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Judith:

¿Por qué duele tanto cuando el amor se acaba? Te veo sentada junto a la cama, ausente completamente. Abres ese maldito libro y sus líneas se te abren como el túnel que te transporta a otros mundos. Te secuestra la voz de otro y te lleva a vivir aventuras que yo no comparto. Devoras las letras como si pudieras almacenarlas, sin digerirlas, sin escaparte.

Quisiera abrazarte y gritarte que no te me vayas, pero no te estás yendo. Quisiera abrazarme a tu pecho y recobrar mi calma al ritmo de tu corazón, pero no puedo porque tus manos ya no me alivian, ni tu piel me conmueve, ni tus ojos me hechizan.

¡Qué dolor tan intenso saber que no te amo!, Me voy; pero sabe, mujer, que te adoré y que estoy tan desecho como tú.

Cuídate mucho, Juan


Judith dobló lentamente la carta que había encontrado sobre la cama. En el closet y los cajones faltaban sus cosas. No había un zapato que fuera de él. Su cepillo de dientes no estaba en el baño. Revisó todo detenidamente. No había dejado más rastro que la carta. Y en ese momento lo supo: Juan no volvería.

Se tiró en la cama, miró el techo unos minutos. Bostezó largamente y pensó en lo agradable que sería poder dormir. Pero no cerró los ojos. Pasaron alrededor de diez minutos, mientras reunía la energía suficiente para incorporarse. O tal vez sí los cerró, porque el reloj había caminado demasiado rápido. Los diez minutos se habían estirado hasta convertirse en hora y media. El Sol estaba a punto de ponerse.

Con el estómago revuelto, abandonó la cama y se dirigió al baño. Ni siquiera pudo vomitar. El corazón le latía rápido y su garganta parecía cerrada. Se bañó lentamente. Al salir, se miró en el espejo. Observó sus ojos, su cabello, su boca. Las palabras del libro la atormentaban, giraban en su cabeza: El Sol brilla sobre la gente. La Luna se escapa furtivamente de la noche.

Bruscamente giró para volcar su estómago en el retrete. Jadeando, se dirigió a la cocina para tomar un vaso de agua. Miró el redondo reloj negro que la vigilaba desde la pared. Como si toda la furia de su alma se hubiera transformado en movimiento, fue a la recámara, se puso el uniforme, se peinó, introdujo la carta en su bolso y salió corriendo a tomar un taxi. Ahora ya estaba oscuro.

Cuando llegó al hospital, un doctor mayor se acercó, la besó en la mejilla y le preguntó cómo estaba. Aspiró hondo y creyó decir que bien. Con gesto de preocupación y dolor, ambos intercambiaron opiniones. Judith preguntó muchas cosas, pero no todas tenían respuesta.

Fue al módulo de información, donde tres enfermeras rápidamente la rodearon. Una de ellas preguntó si había pasado algo.

-Nada todavía- se oyó a sí misma contestar. Las escuchó intentando consolarla, sin prestar mucha atención a sus frases bienintencionadas. La jefa de enfermeras se acercó y, en tono preocupado, la regañó por haberse puesto el uniforme. Se disculpó diciendo que no se le había ocurrido que podría no traerlo.

-Bueno, vete ya- le dijo la enfermera, observando cómo se balanceaba desesperadamente, al ritmo de las palabras que su mente recitaba. Dio media vuelta. Estaba a punto de irse, pero recordó algo. Volteó para ver las caras de angustia de sus compañeras y susurró:

-Juan acaba de dejarme- Las mujeres entrecerraron sus ojos, soltaron un suave gemido de asombro y una de ellas le dijo:

-¡Qué bueno!- Por toda respuesta, torció levemente la boca. Nadie nota cómo avanza la Luna, invisible como plateada bocanada de aire; inasible, se esconde. Las sombras volantes nos avisan que se ha escapado.

Cuentos sin sueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora