Abrigo

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Todo empezó con un cosquilleo leve en el labio inferior. Era tan sutil la sensación que casi se podía ignorar. Un rato después, el cosquilleo había crecido un poco; pero no era cosa de alarmarse, finalmente podría ser algún tipo de alergia, como las que ella siempre había sufrido. Porque, ¿qué otra cosa podría ser?

La luz de un nuevo día le presentó la cruda realidad, el cosquilleo se había extendido por los labios y había conquistado la punta de la lengua. Esta vez no intentó tranquilizarse. Quizás fuera algún tipo de intoxicación... pero la boca no se veía hinchada. Decidió ir con el médico, quién, después de examinarla con gravedad y lentitud, le diagnosticó una rarísima enfermedad casi mortal que sólo se curaría si ella accedía a tener relaciones con él. Podría haberse reído a carcajadas en su cara de no haber estado tan mortificada por las cosquillitas que ahora sentía también en la palma de la mano. Así que sólo atinó a salir del consultorio con aire de enfado y se fue directo a su casa, a su cama, bajo las cobijas que la aislaban de cualquier estímulo exterior.

Durmió, pero cuando despertó, la inquietante sensación ya le abarcaba los brazos completos, el rostro, la lengua y las plantas de los pies. Si hubiera sido comezón habría podido tallarse la piel con algo, pero no era comezón, era un cosquilleo similar a cientos de patitas caminando por su cuerpo, como si ella entera estuviera hecha de azúcar y las hormigas se le hubieran subido. Como si todos estos años de haberse sentido mujer llena de lodo no contaran, y ahora fuera una especie de caramelo infestado con bichitos. No quiso salir de su aislamiento, ni siquiera avisó en la oficina que no iría a trabajar... ya tendría tiempo después para dar explicaciones. El tiempo avanzaba y la sensación crecía. Llegó incluso a considerar seriamente la proposición del médico. Pero no se resignaba a que no hubiera otra salida.

Finalmente emergió de entre las cobijas, buscándose en la piel el lugar de dónde venía la sensación. Le parecía que en el fondo, debajo de los poros, tal vez sí se hubieran metido algún animal que en este mismo instante caminaban dentro de su cuerpo. Todo era cuestión de ir a la cocina y utilizar el pelador.

La piel cedía con mucha más facilidad de la que ella hubiera pensado. Y sí... ahí estaban ríos de hormiguitas. ¿Cómo se le habían metido? No tardó mucho en quitárselas todas. Ahora sí, se sentía mucho mejor. Ya no había sensaciones raras en su cuerpo... o ¿sí? Ya en ese mismo ánimo, se acordó de todas las veces que había sentido que estaba llena de lodo, que sus entrañas tenían esa tierra podrida que la convertía en mala persona, en una mujer densa y complicada a la que nadie quería. ¿Sería posible encontrar el lodo y sacarlo de su cuerpo? Ella sabía dónde estaba porque hacía mucho que lo sentía, pesado, espeso, justo sobre su estómago. Con dificultad fue abriéndose paso entre la carne. Su cuerpo, cada vez más lento para responder, había comenzado a temblar de frío. La visión comenzó a fallarle. Respirar tampoco era sencillo. Sin embargo, aquello que había sospechado resultó cierto. En la caja torácica, justo en medio de su pecho, alcanzó a ver lodo acumulado. No vio mucho más. La luz desapareció.

Cuando finalmente la encontraron, gritaron con horror. ¿Quién podría haberle hecho eso a una mujer indefensa? Nunca comprendieron nada. Los titulares de los

periódicos anunciaron que la secretaria de una prestigiosa firma de abogados

había sido torturada y asesinada. El perpetrador, que no

había dejado huellas, la había desollado viva, de algún modo había untado

azúcar en sus músculos y después había abierto un agujero en medio de sus

pulmones, llenándolo de lodo. La sociedad entera estaba escandalizada. 

Cuentos sin sueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora