El roce

24 1 0
                                    

Abro la puerta de la casa y aparece Ana. La saludo con un beso. Llegas tú. Sonríes con cara de asombro al verme. También te saludo con un beso. Querría devolver el tiempo una y otra vez para besarte, volverte a besar, rozar tu cara, que tu barba me raspe la piel hasta irritarme. Y, quizás en algún momento, me atreva a admitir que tu mano, en vez de estrechar la mía, se va al talle donde me tomas por la cintura.

Ese fue un simple saludo. ¿Por qué pensar que puede ser algo más? Después de todo yo no debo significar mucho para ti: la hermanita de tu esposa. ¿Qué podría yo hacerte sentir? Y más todavía, ¿para qué querría yo que sintieras algo por mí? Los castillos no pueden construirse sobre cenizas. Esperar los fines de semana para verte, cuando vengan a visitar a mamá, es lo único a lo que puedo aspirar, aunque tus ojos y tus manos prometan cosas que no puedo tener.

A veces, cuando Ana no anda cerca, he escuchado que te quejas. Resientes vivir con ella. Eres toda una víctima. Pero yo te he visto de cerca. La miras como si fuera un ángel, como si tu vida dependiera de que ella te siga queriendo. Y la manera en que la tocas... como si tuvieras miedo de que fuera una ilusión. La tocas como me tocas a mí.

Todavía me estremece el recuerdo de aquella tarde en la iglesia. Durante toda la misa, estuvimos rozándonos suavemente. Al levantarnos para recibir la bendición, pusiste tu mano en mi muslo.

Y aquella otra noche, después de la cena, me tomaste de la mano como si me quisieras llevar contigo. ¡Tuve tanto miedo de no querer soltarte! Tal vez ni te diste cuenta.

¿Qué dirían Ana y mamá si supieran lo que me haces sentir?

De pronto parece sencillo. Soy un tanto coqueta aquí y, otro poco, allá. Algunos hombres me ignoran, pero otros caen. Es fácil prever lo que quieren y saber, más o menos, cuándo lo van a pedir, para toparse con mi desdén y rechazo. Es un ejercicio sencillo, fácil y gratificante.

Tú eres diferente a los demás. Te has tardado demasiado, quizás por miedo a que Ana se entere, o por respeto a mamá. Con los demás, los movimientos son simples: les coqueteo, se fascinan, me lo piden, les contesto que no. Sin problemas.

Contigo no funciona así. Te coqueteo, me coqueteas, insisto, me contestas. Y más ya no puedo, porque caería en lo obvio y, frente a ellas, sería un suicidio. Entonces empiezas a orbitarme lentamente. Observas lo que como, lo que hago, lo que bebo... como si estuvieras enamorado. Pero no lo estás, yo sé que no lo estás. Los hombres como tú no se enamoran. Tú mismo me lo confesaste, me dijiste que en realidad nunca habías sentido más que la pasión y el deseo por las mujeres que has tenido.

Cuando estamos solos, te gusta contarme tus aventuras, reflexionar sobre lo efímero del amor, escucharme hablar sobre mis andanzas y mis novios.

Pero no te decides a pedirme nada. Y, así, no puedo negarte nada. Unos minutos me tratas como si fuera una niña, acariciando delicadamente mi cabello, y otros te las ingenias para abrazarme, rozando mi pecho con tu mano; como si sólo mi cuerpo te importara, como si no fuera cierto que te pasaste toda la tarde escuchando hasta el más pequeño e insulso de mis comentarios, riéndote conmigo, memorizándome, sonriéndome, y acariciando suavemente el dorso de la mano derecha de Ana.

Y si un día vienes y me besas de lleno en la boca sin preguntar, sin pedir permiso, mirándome a los ojos, paralizándome los movimientos con tu cuerpo, bebiéndome, comiéndome, metiendo tus manos bajo mi blusa, buscando el cierre del pantalón, y yo sin poder decir nada porque me tienes la boca ocupada con tu boca, y lo que siento me nubla la vista; y si todo pasa antes de que yo consiga decir algo, ¿qué esperabas que hiciera? ¿qué le iba a decir a Ana? ¿qué le iba a decir a mamá?

No sabes las ganas que tenía de hundir mis uñas en la piel de tu rostro cuando te me quitaste de encima; ni lo difícil que fue caminar con las piernas todavía temblorosas hasta el cuarto de mamá, a pesar del reposo que mi cuerpo imploraba; la rabia con la que apretaba los dientes cuando regresé y te encontré silbando al vestirte, dándome la espalda, sabiendo que yo ya no importaba, que de virgen me convertí en tuya, que no puedo protestar, que no tuve oportunidad de hablar.

Tú, mirando cualquier otra cosa, sin miedo, sin remordimientos, te ves tan lejos de mí como si no nos separaran kilómetros de tierra seca; y el bastón labrado que mi mamá guardaba sobre el armario, ese que a mano hizo mi abuelo para mi padre, llena mis manos de dolor al crujir tu nuca, en ese precioso instante en el que todo vuelve a su lugar.

Cuentos sin sueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora