La Caja

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Esta noche, a diferencia de muchas noches, el infinito flujo del espacio exterior no se sentía frío. En su eternidad, vagando por las docenas de miles de estrellas, podía vérsele a ella. Una dantesca burbuja de aire, de proporciones bíblicas, que en su interior cargaba a Osoris. La brillante ciudad ermitaña, cuyo único propósito era moverse sin rumbo a través del universo. Su descripción nata sólo podía ser esa: la de una bola de nieve volando en el vacío, llevando adentro a la gran urbe.

Entrar ahí era imposible en esencia, y sus ciudadanos sólo eran sus ciudadanos porque allí es donde habían nacido. Y tal como lo habían hecho, también sería allí donde fallecerían. Una, y otra, y otra vez. Igual que le había ocurrido a sus ancestros y a los ancestros de sus ancestros. Para la prole ignorante de la galaxia, este pedazo de mundo que vagaba y vagaba, no era una cosa real. Jamás la habían visto y jamás lo harían, ni aunque se enterasen de su existencia.

Estelas de arena gris caían del cielo. Brillaban con fuerza vil, como gritándole al mundo que debían ser vistas. Que era su derecho. Bajo ellas, oculta en aquel cúpula de aire seco, se observaba la metrópoli que nadie conseguía encontrar. Largas palmeras de plástico adornaban lo que sólo podía describirse como el más sombrío de los escenarios. Eran gigantescas, tanto que algunas sobrepasaban los enormes rascacielos que les precedían. Muchas, por no decir la mayoría, tenían hojas fluorescentes que resplandecían en un rosa chillón.

Los edificios se veían como gigantes nórdicos, tallados en un gris repugnante, casi negruzco, oxidado como el pavimento lúgubre que acechaba bajo ellos. El color vibrante del celeste neón azotaba las ventanas, emergiendo desde los interiores de los departamentos y los negocios que se esparcían por el área. Parecía hallarse en un estado de navidad constante, siempre rocambolesco, en una fiesta de luces pastel. Era una ciudad insípida en su corazón, pero deliciosa en su apariencia.

De entre las largas carreteras de Osoris, envuelto en fuego azul, un viejo carrito volador descendía a paso lento. Su conductor era un autómata oxidado que en la cabeza llevaba un largo sombrero de bambú. Los faros violetas de su rostro, que imitaban lo que los humanos llamamos ojos, se dedicaban a parpadear de manera incesante, brusca, llenos de resentimiento. Sujetaba el volante con una mano, con la otra se apretaba el abdomen.

Su nombre de pila era DD-Asol. En Osoris, todos los androides tenían dos nombres. El que recibían al nacer, y el que les era brindado por su etherbox. A ese último se le llamaba el "nombre secundado", y era común que los autómatas lo prefirieran al real. En el caso de DD, su secundado era Douglas, y era el que prefería que fuese usado en conversación. Nadie estaba forzado, sin embargo, a hacer caso a dichas preferencias. En Osoris, nadie estaba obligado a hacer nada.

Por esta razón la ley siempre había sido un concepto extraño para sus habitantes. Todo problema solía resolverse como estaban por hacerlo los actuales perseguidores del robot. Dos autómatas cuyas siluetas eran apenas visibles en la infinita oscuridad del escenario. Se movían desde lejos, en una camioneta 4x4 voladora de color negro.

Llevaban repetidores de ozono entre sus metálicas falanges. Armas de aire comprimido, última tecnología. Sus disparos eran tan precisos y letales que, con cada uno, habían conseguido destrozar un pedacito distinto del aeromóvil. Hacía poco acababan de dañar el tanque de gasolina, una de las varias razones por las que el vehículo descendía, en llamas, con su conductor aún dentro. A Douglas no le interesaba la nave, sin embargo. Era robada. Le importaba más lo que había en la boca de su propio estómago.

La caja. Tenía que proteger la caja. Nada en esta vida importaba más que la caja. No sólo era él, todos aquí pensaban lo mismo. Para ellos, la caja, la etherbox, era lo único que le daba sentido a la vida. Sin ella, no tenían nada. No había felicidad, no había tristeza, no había rabia. Sólo había vacío. Uno amargo, uno tan amargo que la muerte era preferible a verse envuelto en sus fauces. En Osoris, la muerte era preferible a todo lo que causara la más mínima incomodidad. Porque en Osoris la muerte no importaba.

OsorisWhere stories live. Discover now