VIII. La hora

4 1 2
                                    

El último día del año se presentó oscuro, literal y figuradamente hablando. No había sol, sino nubes que lo cubrían todo a su paso, y la gente seguía vistiendo como pequeñas cucarachas a las que cualquiera podría haber aplastado si encima teníamos en cuenta los ánimos a los que Tisífone acabó uniéndose con su armadura, para sorpresa de todos. Sobre todo, de los Jagger.

—Alguien tendrá que vigilar la procesión —contestó la furia al viejo cuando este se asomó por la entrada.

—Por supuesto —tartamudeó él, tenso.

—Y me gustaría saber el estado del detective Os —agregó, sin vergüenza, ni amabilidad—, si me lo permite.

—Por supuesto.

Al darle paso, Tisífone pensó que en ese momento hasta le habría dejado patear al resto de sus nietos si se lo hubiera pedido. Los niños rodeaban al detective tristes y fascinados por su figura atormentada, pero rápidamente cambiaron el rumbo de su entretenimiento al verla adentrarse a su hogar. Aunque la furia no les dio pie con bola y habló un poco más con Odal. De Pelf, en especial, pese a que este intentaba escabullirse cada vez que le dirigía una mirada al muchacho en el sillón de la abuela que doblaba ropa en el cuarto del fondo.

—Los chicos han colgado cárteles de búsqueda por toda la ciudad. No queremos perder la esperanza a pesar de lo que dice la policía.

—Entiendo.

—Pequeño detective —lo llamó cuando se vio incapaz de avanzar más en el salón—, ha venido... Eh... ¡Su amiga a verle! —se arriesgó, pero la furia dejó claras las cosas de inmediato. Si venía era por trabajo. Si quería hablar con el detective era porque la pillaba de paso y veía correcto presentar sus respetos, además de informarle de algo.

—Es importante —dejó en claro cuando Os le respondió con la cara llorosa que había mantenido oculta entre los brazos.

El viejo Jagger casi lo obligó a salir de su casa con la advertencia de que faltaba poco para el desfile con el que recorrerían cada milímetro de la ciudad. Algunos de los miembros de la comunidad ya estaban reunidos a lo largo de la calle Finalisaig junto a los vecinos supervivientes de la misma, así que Tisífone arrastró al detective a una de sus callejuelas para mostrarle las cosas rápidamente y con tranquilidad.

Como dictaba la ley, el LIVOOK MAG que encontró en casa de Gakuma fue sellado y entregado para su destrucción total. Primero en la sala más bien cerrada y honda de las vinculas, dónde las furias más experimentadas sumergían el tomo en un cubo de agua salada y después lo exponían al humo del incienso para debilitar su magia. Luego, en la misma, le frotaban monedas de cobre por cada una de sus cubiertas para disipar las energías negativas más poderosas y trasladarlo sin problemas a una de las salas iníciales y exponerlo a la luz de una ventana durante semanas, para finalmente lanzarlo a la hoguera hasta que quedasen las cenizas que más tarde obligaban a tragar a magos y brujas al borde la muerte o la catatonía.

No obstante, la furia había atentado contra su propio código, arrancado y guardado en su cinturón una de las páginas antes de darlo a sus superioras. Y Os se quedó petrificado cuando esta intentó enseñársela para que la estudiara.

El detective miró de un lado a otro. La gente era cada vez más.

—¿¡Cómo... se te ocurre!? —dijo por lo bajo—. ¡Devuelve eso inmediatamente! ¡Es peligroso!

—Más peligro puede haber si no le echa un ojo y me da un veredicto.

—¿¡Qué veredicto!? —Subió el tono de manera inapropiada y Tisífone le chistó como si fuera un peluso, lo que le empeoró su histeria—. ¡De qué hablas!, ¿eh? ¿¡Y tú te haces llamar furia!?

La hora de la furia (Los casos de Izan Gakuma 4)Where stories live. Discover now