III. El momento

3 1 0
                                    

Llevaba puesta la armadura al completo: peto, hombreras, guardabrazos, codales, brazales, musleras... Y aunque el yelmo le dejaba al descubierto los ojos, grises y rasgados, casi parecía que era ella la que iba a dar un paseo fuera de la Kapital. Pero, en realidad, era lo normal en una furia. Su indumentaria continuaba siendo la de hacía dos siglos para cualquier labor, tuviera la peligrosidad que tuviese. Del mismo modo que su tono conciso hacia los civiles.

—Permiso —dictó al abuelo y al muchacho cuando los tuvo delante, al tiempo que este último rebuscaba en su bolsillo la autorización del gobierno que su tío le había conseguido con el fin de que pudiese «investigar tranquilo, dentro de lo previsto». Aparte de informar debidamente a las mujeres de ello, como bien estaba comprobando.

En cuanto dos de sus dedos pellizcaron el papel, doblado y protegido con un lazo de lengua de megaterios, Os lo extendió respetuosamente hacia la palma semidesnuda y tendida de la furia, quien no se demoró en inspeccionar la firma de Bamsky a la luz del día. Después se lo devolvió y se hizo a un lado en movimientos demasiado automáticos para que el detective procediera con lo suyo. Él, no Jagger, aclaró, del que esperaba no oír ningún comentario durante el registro.

El anciano sonrió con aceptación mientras se retorcía sus manos callosas in situ. La furia le sacaba seis cabezas y tenía la fuerza y destreza suficiente para impedírselo de forma non grata.

—Únicamente, los de Basia Jagger y Offrey Sinapellido —agregó, también—. Fila dos, número uno a la derecha. Fila tres, número dos. En ese orden. ¿Entendido?

—Sí, señora —aprobó el detective, puede que demasiado respetuoso, pues al contrario de lo que sabía de ellas, a la furia se le escapó un resoplido que podía ir del hastío a la risa.

—Adelante. Tiene veinte minutos.

—¿Con...? —Tuvo miedo de sonar descortés, sin embargo, supuso que estaba en el derecho de querer hacer su trabajo bien—. ¿Con cada uno?

—Con ambos.

No le pasó inadvertido el repentino tic en la cara feliz del anciano, pero decidió ignorarlo y asentir, en vista de las circunstancias. Se dio la vuelta y recorrió el camino entre la basura acumulada de la calle y el costado derecho de los recipientes de piedra, cubiertos por una fina tela decorada con freesias de color blanco, con las que los hombres grises se aseguraban su regreso como camareros al atontar estas los sentidos de los guls.

«La primera», se advirtió al coger la tela con la punta de los dedos. Esperaba no destrozar las flores, a pesar de estar cosidas a la susodicha, así que la alzó con cuidado, a la par que se mordía el labio inferior al ver la semejanza del sarcófago con su dueño; una costumbre que él siempre tildaba de perturbadora en privado, y que ahora que la tenía delante y no en artículos, lo creía más inquietante de lo que había previsto.

«Que no se te arrugue el entrecejo; su padre está ahí».

Descubrió a la mujer tallada en piedra; dobló con delicadeza la tela sobre las esquinas visibles de la camilla funeraria, y regresó al lado que le tocaba ya con la llave de rosca sacada de uno de los apretados bolsillos de su pantalón, y de su estuche de piel de titanoboa. La introdujo en la ranura redondeada, y al apretar y girarla, la llave se expandió lentamente a través de otro agujero hasta convertirse en una barra rígida que dejó al descubierto el cadáver de Basia, desnuda y envuelta en carne de daeodon de los pies a la cabeza. Os se tapó con el puño la tos que fue a escapársele de la boca. Por suerte, los gusanos empezarían a nacer cuando él no estuviera presente, aunque pensar en ello le era igual de repugnante.

«Sé profesional», se enfureció consigo mismo. Cuando era el detective, no podía ser también el... No le gustaba llamarse pijo, pero de esa manera le nombraba a veces una de las camareras del club tras hacer su pedido —casi siempre una tostada con trocitos de caparazón de glyptodon y huevas de libélula por encima—, entre susurros burlescos a sus compañeros de turno.

Sin necesidad de meter más de medio cuerpo, el detective comenzó a desenrollar, de izquierda a derecha, las primeras tiras de daeodon hasta destapar uno de los brazos. Su padre ya le había informado que Basia estaba demasiado delgada para su metro setenta y cinco, y que por ello las heridas del asesino la habían casi convertido en víctima de un hechizo.

—Dicen que ya han destruido todo rastro mágico, pero... Estoy desesperado, supongo, porque después de lo ocurrido, busqué información en aquella biblioteca y me quedé horrorizado por algunos de los hechizos más vendidos en el mercado negro antes de lo de Hungus —le explicó, realmente indispuesto o eso mostraban sus arrugas en la frente y las esquinas de los párpados—. Hechizos capaces de paralizar a alguien o de despellejar, picar o destrozar la piel y carne del contrincante... La magia provocando estragos desde siempre. Y nosotros... —Os recordó como negaba con la cabeza al decir: —¡Me alegro de que no vinieran los encantamientos en sí!

Prosiguió con el trabajo. De momento, no observaba ninguno de los detalles que Odal Jagger le había descrito en su despacho. La piel estaba tiesa y fría. No obstante, la única carne destrozada allí era la del animal. Desenvolvió más, esta vez de la cadera. De nuevo, nada de lo que alarmarse. Se sentía un pervertido por toquetear partes inconvenientes, pese a que sabía de sobra las implicaciones de hacerle el favor a su tío Bamsky. Aunque todo estaba indicando que...

Dirigió una mirada escéptica a Odal. Se acobardó al comprobar que él no la había apartado en ningún momento, ansioso, totalmente convencido de su versión de la historia, pensó Os, mientras palpaba por primera vez la otra cara del cuerpo de Basia. Por mirar en otros sitios, se le ocurrió.

Ese movimiento suyo le hizo apartar las manos en seco.

«¿Pero qué...?».

Las regresó a la parte trasera de los muslos, que más que de mujer parecían de Dodo, y las volvió a sacar. Suavemente, inclinó el cadáver hacia sí para ver lo que se le había estado pasando... No eran trozos de daedon escurridos ahí por su propia grasa dulce, sino señales curadas por una mano humana, probablemente durante la autopsia, dedujo el detective, que formaban un patrón en casi cada milímetro de la hija de Jagger.

«¡Un círculo mágico!», le gritó telepáticamente la voz de Odal, cuando se volteó a mirarle, con los ojos abiertos de par en par. Él, de impacto. Su cliente, de puro y doloroso alivio. Y la furia, a la que ignoraban de pronto, de extrema suspicacia.

La hora de la furia (Los casos de Izan Gakuma 4)Where stories live. Discover now