II. El arrojo

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El detective Os recogió del suelo un trozo de papel en el que aparecía una mujer gritando. Una viñeta rota de los típicos tebeos de revista que les gustan a los críos, dedujo, a pesar de que él seguía siendo uno para varios de los ciudadanos que lo contrataban de cuando en cuando. Como en aquella ocasión.

—¡Pequeño detective! —lo llamó un anciano rechoncho y bigotudo mientras corría hacia él con varios grupos de niños persiguiéndolo.

Su cliente. Uno de los vendedores ambulantes que vivían en la calle Finalisaig mucho antes del caso que la había dejado casi abandonada en unas fechas tan importantes.

—¡No sabía que había llegado! —siguió gritando este, aun a dos palmos del joven detective—. ¡Le habríamos dado de comer!

—No, no se preocupe —le interrumpió Os, intentando sonar amable pese a que aquello era trabajo y no podía darse el lujo de sonreír.

Se guardó el papel en el bolsillo de sus pantalones con corte recto.

—He comido en el MUSICE de antemano —continuó—. ¿Dónde...? —«En serio, Çamisebi», se regañó antes de soltarlo, con los ojos guiñados de disimulada vergüenza: —¿Dónde me había dicho que vivían?

El hombre se detuvo, sin tomárselo nada a pecho. Los niños le imitaron.

—Aquella de allí —señaló, al tiempo que acariciaba las cabecitas de los mocosos. Pero todas las casas eran tan parecidas que Os no supo de cuál hablaba, así que dejó el asunto cortésmente por perdido. —Mis nietos le han visto desde la ventana del comedor —agregó— y... ¡Ya nos ve!

El detective apretó los labios en una fina línea. Sí, sí que les veía. Veía las enormes ojeras de color púrpura bajo los ojos recubiertos de lágrimas contenidas del abuelo, y también lo perturbadoramente quieta que tenía este su enorme sonrisa de dientes imperfectos, propios de un vendedor de hojas de mascar que consume mucho de su producto; como si se le hubiese quedado así después del incidente macabro. Y a Os no le extrañaba en absoluto. Según sus palabras, Odal Jagger —«¡como la bebida!», había bromeado él durante su reunión— intentó ayudar al lunático que terminó acabando, entre otros vecinos, con la vida de su hija y su nuero. Y ahora ellos eran dos de los cadáveres que pronto iban a ser enviados a los guls, a los que era mejor no hacer esperar mucho. La cúpula no los protegía de seres que sí habían nacido en este mundo, y por ello había tenido tanta prisa en contratarlo, incluso explicándole rumores tan absurdos, a ojos de Os, como que la cúpula estaba perdiendo fuelle tras más de veinte años en activo. O que en verdad no existía tal cosa y no era más que una ilusión. ¡Obligaron a brujas y magos, al fin y al cabo! Brujas y magos que todavía merodeaban por la Kapital para hacer de las suyas, como demostró el caso de la biblioteca sangrienta, o para venderse hasta su temprano arresto en el mercado negro, del que casi todos fingían ignorancia. Por no hablar del famoso Izan Gakuma.

—¿Usted qué piensa, pequeño detective? —le preguntó Jagger mientras pasaban por delante de una iglesia abandonada—. ¿Cree que es verdad? Yo, después de lo de mi hija, me creo cualquier cosa —se contestó antes de que Os pudiese replicar nada (cosa que no deseaba hacer, por educación).

El detective desvió la mirada. Recordó que había sido cerca de aquella antigualla dónde habían hallado los restos del hombre gris que empezó a trabajar para el excéntrico de Gakuma. Bajo las órdenes de los altos cargos, el personal del GREÏHOME lo había trasladado a sus instalaciones para extraerle la información que les faltaba del caso. Quizá hasta la ubicación del asesino, si tenían suerte. Aunque estando ya en el último día de las fiestas del agradecimiento, la prensa matutina hacía sospechar que era tarde para obtener un resultado. Lo cual podría ser cierto debido al mal estado en el que se encontraba el servidor, por lo que sabía de amigos funcionarios.

—Creo que esta horrible matanza ha levantado ampollas en los ciudadanos del oeste —concluyó, con la vista en las piedras lisas del suelo—. Viejos resentimientos por, precisamente eso, utilizar lo que se castiga... Aun cuando fue a favor del pueblo.

»Me imagino que por sus testimonios, la gente debe creer que la cúpula era una trampa en vez de una seguridad, sin ni siquiera contar que se ha identificado y advertido muchas veces que el detective Gakuma es el agresor principal y que su historia de fondo no debe implicar que esto esté mezclado con la magia —apuntó con un dedo hacia el cielo verdoso del mediodía—. Un trauma severo puede provocar la creación de falsos recuerdos, e incluso alucinaciones. Los profesionales médicos del HOSPITAL KAPITAL y Cleon Bamscky se los advirtió antes de que insistiera en presentarse en mi despacho.

»Ósea —intentó rectificar con un rubor intenso en las mejillas al percatarse de la profunda oscuridad en los ojos de su cliente—, lo lamento, quiero decir que...

Este se echó a reír.

—¡Veo que, a pesar de ser tan joven, tiene una opinión bastante fuerte al respecto!

«Tengo dieciocho años», quiso enfurruñarse, pero el hombre siguió charlando sin darle la oportunidad de que se le escapase, lo que agradeció.

—Sin embargo, sí le puedo dar yo también mi opinión —dijo, tan animado que daba miedo más que calidez—, creo que no debería guiarse tanto por la lógica que quiere mantener su tío. —Os tragó saliva, de repente, incómodo. —A fin de cuentas —continuó el vendedor—, esta pequeña calle sabe lo que vivió en sus carnes. Y cuando usted inspeccione lo que esconden nuestros cadáveres, también empezará a dudar de todo lo que nos han dicho durante tanto tiempo, de lo que nos quieren hacer creer como si fuéramos bobos. Me gusta pensar que nos terminará ayudando de forma voluntaria a destapar la verdad que quieren hacer pasar por locura al mundo —asintió para sí mismo—, aun si es este mismo el que le ha obligado a tomar este caso para hacernos callar de una vez.

Çamisebi tuvo la tentación de apretar los puños de ira, de culpabilidad. No obstante, Jagger señaló hacia el lugar donde las piedras se convertían en tierra de sopetón como si se lo oliese, a pesar de darle la espalda al joven.

—Porque de algún modo lo creo justo, señorito Os, ¡y mire! —exclamó—. ¡De hecho la verdad está ahí delante!

«Cierto», observó el detective de reojo, con el resquemor todavía en el espíritu. Había doce sarcófagos divididos en tres filas, y una furia los custodiaba imponente.

La hora de la furia (Los casos de Izan Gakuma 4)Where stories live. Discover now