Epílogo

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Mes y medio después.

Campana sobre campana

y sobre campana una.

Asómate a la ventana,

verás el niño en la cuna.

Belén, campanas de Belén,

que los ángeles tocan,

¿qué nuevas me traéis?

La mendiga lanzó el bote de conservas al altavoz que había a la salida de Galerías Preciados. La nieve que se acumulaba sobre su superficie cayó sobre la acera.

—¡No quiero volver a oír hablar de ángeles ni de campanas! —gritó la mujer.

Su pelo estaba sucio, pero repeinado. La indumentaria que vestía era un curioso conjunto compuesto de andrajos, mezclados con ropa de marca desgastada. Algunas prendas las había robado, claramente, de algún tendal.

Recogió los billetes de cincuenta y cien euros que, hasta hace un rato, habían estado en el bote y los metió en el bolsillo. Cuando vio salir a una pareja muy peripuesta del complejo comercial, corrió a por su bote y lo agitó delante de la pareja.

—¿Una limosna navideña, señor? —preguntó.

La mujer tiró de su acompañante para acelerar el paso con un «no, gracias», pero el hombre se resistió al avance.

—Sí, claro —dijo—. Una chica tan bonita como tú, viviendo en las calles. ¡Qué desgracia!

—La vida me ha tratado mal, señor —respondió ella.

—Pero Jose, ¡vámonos, que llegamos tarde!, ¡no tenemos nada para darle!

—Sí, sí que tenemos —insistió el hombre, y le metió su billetera en el bote—. ¿Qué te parece si te vienes con nosotros a casa a comer?

El hombre parecía alterado, sus pupilas se encontraban dilatadas y sus mejillas estaban sonrosadas, y no tenía nada que ver con el frío.

La mendiga sonrió, había dado en el clavo. No siempre era fácil dar con mentes tan dúctiles. Sería fácil hacerse un hueco en su hogar mundano y acabar desplazando a su mujer. Aquel iba a ser su primer escalón para despegar de nuevo, de incognito, lejos del Mundo Velado, hasta que pudiera obtener su venganza y su premio.

—Sigan circulando, por favor —interrumpió un hombre de aspecto duro, vestido con una gabardina—. Ya me encargo yo de la señorita.

—Por supuesto, agente —concedió la mujer adinerada, creyendo que el desconocido era un oficial de la ley a pesar de ir de paisano.

Por supuesto, era cuestión de actitud, la mendiga lo sabía bien. El hombre destilaba autoridad, así que representaba a la autoridad.

La mujer tomó la cartera de su esposo del bote de la mendiga y lo hizo a andar a base de empellones, hasta le propinó una colleja. El hombre comenzó a excusarse ante ella, perjurando que no sabía por qué había hecho semejante tontería.

—Buena presa —dijo el desconocido. Su rostro parecía esculpido en granito, aderezado con dos ojos pequeños como perlas oscuras.

—Me lo ha espantado —comentó la mendiga, escogiendo las palabras con mucho cuidado mientras retrocedía, intentado dirimir si aquel hombre constituía o no un peligro potencial.

—Tranquila, señorita Ragún, no trabajo con la benemérita. Con ninguna de las dos beneméritas, ya me entiende.

—Le entiendo.

Los chicos de Luna y las perlas ensangrentadas (Beta completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora