Capítulo 17

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El pináculo metálico despuntaba contra el atardecer y, desde su cumbre, la madre sagrada oteaba las de sus ángeles custodios. La blancura de las paredes del templo aún desafiaba a la noche creciente. Aquella era la corona de marfil neogótica de la calle Goya.

«Allí donde nace un niño es el hogar de los ángeles», eso había dicho su hermana. La referencia era clara: la Basílica de la Concepción de Nuestra Señora, lugar donde ambos hermanos se habían bautizado y cursado su catequesis. Su madre tenía buenas relaciones con el párroco y allí acudían a misa los paramundanos más influyentes. Su madre les inculcaba el formar parte del tejido paramundano y social para mantener el buen nombre y la influencia de los Vicálvaro. Podría parecer algo aburrido, como muchas de las obligaciones que Isabel Vicálvaro ponía sobre los hombros de sus hijos, pero Miranda y Guzmán sentían reverencia por ese lugar, por lo inmaculado de sus paredes, por la majestuosidad de su interior, por sus cuatro ángeles de la guardia. Es gracioso pensar que, años después, Gus tenía, no ángeles, sino demonios guardianes. Y no tres, sino cuatro, pero eso tenía remedio.

Antes de cruzar la entrada para feligreses, Gus acarició la columna de la arcada. Aún pudo distinguir la «G» de Guzmán sutilmente delineada entre dos junturas, apenas imperceptibles. La había grabado cuando era chaval, usando una chapa de refresco. De aquella, él también quería formar parte de algo hermoso e importante.

Hubo un tiempo que él y su hermana ejercían de monaguillos en el lugar y aprovechaban su labor para investigar los rincones del templo. Una vez, descubrieron que podían colarse en la torre, usando su oscurantismo para pasar a través de los barrotes de la verja.

Subían siempre que podían y se imaginaban jugando con los ángeles. Allí fantaseaban que estaban en el cielo y que conocían a su padre, ese padre del que su madre nunca hablaba excepto para recordarles que había fallecido.

¿Cuántas veces se habían acostado en los bancos de la nave central a admirar las columnas de color alabastro, buscando detalles en los motivos religiosos del retablo tallado bajo la amorosa mirada de la virgen que en él habitaba?, no lo recordaba ya. Cuando no había oficio, era un lugar de paz y de reflexión, donde ambos estaban lejos del alcance de su madre. Esta les dejaba tranquilos porque se suponía que, frecuentando la iglesia, estaban haciendo lo que se esperaba de ellos.

Gus entró despacio mientras, a sus espaldas, el sol se ponía. Volvió a ser aquel pequeño monaguillo que contemplaba, acongojado, los infinitos arcos apuntados y los impresionantes vitrales. Estos, al ponerse el sol, habían dejado de refulgir. A aquella hora, no se veía a nadie y no faltaba mucho para que la basílica cerrara sus puertas. Mejor así.

Se encaminó directo hacia una vieja amiga, la virgen de la Concepción, la emperatriz del retablo. Con su sonrisa parecía decirle: «Sé valiente, Guzmán». Es una pena que Gus no creyera en ella, pero le gustaba pensar que ella sí creía en él.

—¿Crees que nos echaba de menos? —dijo Miranda. Gus se giró y la vio sentada en la primera bancada, en un extremo. Su hermana sabía ocultarse en el miasma casi mejor que él.

—Sería la única —respondió Gus, lanzándole una mirada acerada.

—Eso es injusto. —Ella se levantó y caminó hacia él, pero se quedó a unos pasos de distancia—. Fuiste tú el que nos abandonó.

—No sabes ni la mitad. Tampoco te has molestado en preguntar. Podías haber contactado conmigo antes.

—Madre dijo que...

—Déjame adivinar, que era perjudicial para la imagen de la Familia. Madre tenía sus prioridades muy claras.

—No le dejaste más remedio.

Los chicos de Luna y las perlas ensangrentadas (Beta completa)Where stories live. Discover now