Beatrix Verlaine

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Soy Beatrix Verlaine y me siento una mujer perdida... pero no siempre ha sido así. De los pocos recuerdos que mi mente resguarda de mi infancia, recuerdo con nitidez que tenía sueños. Era una niña feliz que pasaba horas soñando despierta, imaginando ser una aclamada cantante.

Mi difunto padre era un apasionado de la música de las orquestas sinfónicas. Se vestía con su traje de sastre negro y partía de nuestro hogar, dejándonos solas a mi madre y a mí, para asistir junto con sus colegas de trabajo al teatro y disfrutar de aquella música que tanto amaba. En mi séptimo cumpleaños, apagadas las velas, mi padre me invitó a acompañarlo y, encantada, acepté.

El teatro era una majestuosa y elegante construcción; quedé fascinada por las butacas rojas, que se convirtieron en mi color favorito. Cuando se abrió el telón, me decepcionó no ver ningún instrumento en el escenario, pero la música llenó el aire.

—Papi, ¿y los instrumentos? —pregunté a mi padre, que estaba a mi lado.

—Están en el foso de la orquesta —me respondió sin apartar la vista del escenario.

Simulé comprender y, al igual que él, dirigí mi mirada hacia el escenario. Toda desilusión se desvaneció al escuchar a aquella mujer cantar en el centro del escenario. Su voz era poderosa, profunda y suave a la vez. Me sumergí en un trance, hipnotizada por su canto, como un marinero atraído por el canto de una sirena en la distancia. Admiraba tanto a aquella cantante que ansiaba emularla por completo.

Comencé a tomar clases de canto y a aprender diferentes idiomas: inglés, francés, alemán, portugués, chino y mandarín. Sin embargo, todos mis esfuerzos fueron en vano cuando entré en la adolescencia y las hormonas se apoderaron de mi cuerpo, resultando en un embarazo no deseado y un aborto clandestino. Aquel acontecimiento innombrable dejó en mí un sentimiento oscuro, escondido en un rincón de mi ser. A raíz de ello, mis padres decidieron que sería mejor para mí estudiar en el extranjero, en Inglaterra. Gracias a mi fluidez en inglés, me adapté fácilmente a mi nuevo entorno social y conocí a mi futuro esposo, Oliver Dupont, un escritor culto diez años mayor que yo. Nos enamoramos rápidamente y, a los dos meses, nos casamos. Fue una locura total, pero yo lo amo. Admiro cómo él me ama y él también valora mi amor por él. Aunque los medios de comunicación hayan sido crueles conmigo, etiquetando como una mujer mantenida, como "la esposa de Oliver Dupont", ellos no saben que soy la autora de la mayoría de las tramas, sinópsis y desarrollo de personajes de las novelas de Oliver, y que un porcentaje de las ganancias se dirige a mi propia cuenta bancaria...

Era un miércoles lluvioso. Me encontraba sentada en el sofá de mi dormitorio, recién bañada y con un cigarrillo en mano, observando a Oliver mientras se ajustaba la corbata.

—Apaga el cigarrillo —me ordenó Oliver—. Sabes que no me gusta el olor.

—¿Por qué? Tú también fumas —le repliqué.

Antología: Joyas de Chick Lit Where stories live. Discover now