Una cita desastrosa

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Siempre consideré a mi hermano el más inteligente del planeta

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Siempre consideré a mi hermano el más inteligente del planeta. Por eso cuando me pidió invertir en su proyecto informático, lo hice sin dudarlo.

Y quebré. Épicamente.

Así que ahora mis finanzas exhiben una grieta más larga que la Fosa de Bartlett y estoy desesperada por algo de dinero. De otro modo, jamás haría esto.

Resulta que hace una semana emparejé a mi mejor amiga con un extraño en línea. No me juzguen; el perfil se veía decente y aburrido, lo ideal para ella. Es profesor de Literatura, amante de los gatos, sus hobbies son leer e ir a la ópera. ¿Me van a decir que no es perfecto para una chica que, por sus gustos, sería más feliz viviendo en el Londres de la Regencia?

Logré que Sheila perdiese una apuesta conmigo y que, como pago, lo invitara a salir.

Pero llegaron mis problemas financieros y cuando ella llamó dispuesta a pagarme las deudas si la sustituía en su cita, no pude rechazarla.

Y ahora estoy aquí, caminando detrás de la maitre del mejor restaurante de la ciudad, para encontrarme con Daniel.

Él ya está sentado, sonriendo detrás de unas gafas cuadradas. La raya al lado en su pelo es impecable y la barba de dos días reafirma su estilo intelectual. Su traje me intimida un poco. Mi vestido blanco es sencillo y no me esforcé con el maquillaje y el peinado.

Los primeros minutos pasan con lo que llamo "la charla de los nervios": salud, trabajos, el clima... Quiero que la cita sea agradable para él, que es una víctima inocente del antirromanticismo de Sheila, pero no quiero que se emocione demasiado; de acá salimos siendo solo amigos.

—Oh, olvidé preguntarte cómo están tus gatos. —Levanto la vista del menú que nuestro mesero acaba de entregarme y procuro que mis cejas no se frunzan en confusión.

—Eeerr... Ahí, ya sabes...

—Sí, es difícil cuando se enferman. —Asiente con convicción. ¿Qué demonios le dijo Sheila? Ella no tiene animales.

—Ya encontré un veterinario —digo porque lo veo deprimiéndose—. Tengo esperanzas.

—¡Genial! ¿Cómo se llama? Tal vez lo conozca.

El menú sale volando de mi mano.

—¡Yo lo recojo! —exclamo con más entusiasmo del que debería. Si la depresión viene, que nos lleve con todo y cena; no vuelvo a hablar sobre la mejoría de esos gatos imaginarios.

De regreso, me decido por un tema menos peligroso:

—¿Así que te gusta la ópera? ¿Cuál es tu favorita?

—Eemm... —Se pasa una mano por el pelo repeinado y sonríe, encantador—. Es que me gustan todas. Es difícil preferir una única.

—Oh, vamos, debe haber alguna que nunca te pierdas.

—Bueno... Supongo que Giselle.

—¿Hay una ópera de Giselle? Creía que era solo un ballet.

La llegada del mesero impide que me responda.

—Un arroz imperial...

—¡Espera! —Miro a Daniel confusa. Creía que habíamos acordado saltarnos los entrantes—. No quieres pedir eso; tiene carne.

—Ah. —Sigo sin entender.

—Tráiganos dos risottos de setas veganos y de postre, helado de especias, por favor. 

Mientras el mesero toma nota y rellena de vino nuestras copas, recuerdo fugazmente que decía ser vegano en su perfil. Lo que no entiendo es en qué momento yo me volví vegana también.

—Nunca has probado arroz imperial, ¿verdad? —Me sonríe.

—Tiene un nombre interesante.

—Ya lo creo... Por cierto, es increíble conocer a alguien como tú. —Enarco una ceja, pero me limito a darle un sorbo a mi copa. Ya aprendí con lo de los gatos a estar calladita—. Cuando dijiste que eres vegana involuntaria casi no me lo creo. ¿La alergia a todas las carnes es de nacimiento o la fuiste adquiriendo mientras crecías?

Por no escupir el vino me atraganto. Por el caño se va la poca clase que tengo y termino tosiendo como una tísica, casi de rodillas, con Daniel golpeándome la espalda y el restaurante en pleno revolucionándose en mi ayuda. Me traen agua, servilletas, un inhalador y casi llaman a una ambulancia.

Acabo más roja que las rosas del centro de mesa, con el pelo enmarañado y una mancha de vino en mi vestido. Sé que mi maquillaje se ha corrido y ahora mismo soy más mapache que humana.

Daniel debe adivinar mi incomodidad, porque pide la cuenta y nos vamos enseguida.

Caminamos en silencio un par de cuadras. 

Esto ha sido un desastre. Quería darle una cita agradable y en vez de eso... Ajgh, es que entre que lo he engañado desde el inicio y las mentiras ridículas de Sheila, el pobre no ha disfrutado nada. ¡Ni siquiera cenó! Solo ha estado preocupándose por mí y sin razón.

No merece esto.

Me detengo y respiro profundo antes de empezar:

—Daniel, hay algo que deberías saber... La chica que te escribió hace una semana no era yo; fue mi mejor amiga, obligada por mí. Hoy me convenció de cambiar lugares con ella. No me llamo Sheila, sino Rebeca. No soy restauradora, ni tengo gatos, ni soy alérgica a las carnes. De hecho, soy muy carnívora. Soy periodista para una revista deportiva, viajo mucho y mis hobbies favoritos incluyen el peligro de acabar con todos los huesos rotos... Perdóname.

Me atrevo a mirarlo y para mi sorpresa está sonriendo. Mucho.

Me mira como si fuese un niño y yo, el regalo más grande bajo el árbol de Navidad.

—Eerr... ¿Estás bien?

Lo veo quitarse las gafas y mandarlas a volar. Despeina su cabello hasta eliminar la raya y junta las manos suplicantes hacia mí.

—¿Me creerías si digo que acabas de arreglar mi noche?

—¿Qué?

—Yo también mentí, Rebeca. En realidad soy realizador de documentales. No voy a la ópera. Odio los gatos y tampoco soy vegano. Hago deportes extremos y veo anime, no leo novelas. Solo puse esas cosas porque creí que así sería más fácil conocer a alguien.

Me echo a reír y él me imita. No puedo creer que la noche diera este giro.

Finalmente, cuando nuestras risas cesan, él me ofrece una mano.

—Hola, me llamo Daniel. Quisiera invitarte a cenar. No será elegante, pero sí sincero. Creo que eres justo la persona que quería conocer.

Mi mano se encuentra con la suya y en ese instante siento que a partir de ahora todo mejorará.

Antología: Joyas de Chick Lit Where stories live. Discover now