Capítulo VIII: El Anciano y el Caballo

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Llevaban, aproximadamente, unos cuarenta minutos de viaje. La pequeña compañía de nuestros tres protagonistas y otras diez personas marchaban ya por el mismo bosque que habían atravesado el día anterior, pero esta vez en dirección a Jerme. En la retaguardia del grupo, el Capitán, cuyo nombre era Darren, conversaba alegremente con una soldado mientras llevaba las riendas de un caballo que cargaba con las provisiones del grupo.
En realidad, sólo estarían de paso por Jerme, pues se detendrían finalmente en Nerus, pueblo natal de Eyra. La noche anterior, ella, Goen y Buri habían dado algunas vueltas por Hestia. Hacia la medianoche, completamente agotados, buscaron una posada y pasaron allí la noche. De hecho, por el cansancio, Goen ni siquiera recordaba qué habían pedido para cenar.
Aquella madrugada, habiendo desayunado a las apuradas, salieron incluso antes que el rey en dirección a Jerme.

–Entonces, ¿cómo es el plan? –preguntó alguien detrás de él. Se trataba de un soldado de Anhur con una expresión permanente de distraído.
–¿De verdad no prestaste atención? –contestó, indignado, su compañero. Goen lo reconoció por la voz. Se trataba de un chico pelirrojo y con pecas y con cara de pocos amigos.
–Sólo me importaba saber en qué grupo me iba a tocar –replicó despreocupado. Eyra, Buri y Goen se anotaron en cuanto pudieron en el grupo delantero; pues sabían que de esa forma evitarían ser seleccionados al azar, y entonces de ir muy probablemente al numeroso grupo que se encargue de asistir a la familia real. El grupo de la retaguardia tampoco estaba tan mal, pero a Goen no le gustaba demasiado la idea de retrasar un par de horas su llegada a Jerme.
–Pasaremos por Jerme –suspiró la segunda persona–, nos quedaremos durante la noche en Nerus, luego cruzaremos el Cauce de Bor, en dirección a Descanso de Bor y finalmente llegaremos a Panoptes.

Para cuando el muchacho explicaba qué harían una vez llegados a Panoptes, Goen ya había dejado de prestar atención. La incómoda sensación de ser atraído hacia las entrañas del bosque había vuelto, y se incrementaba a medida que avanzaban.
Las aves, por su parte, habían dejado de trinar, y las trece personas en la compañía sentían cómo el silencio que se había apoderado del lugar los presionaba en la oscura sombra de las hojas del bosque. A cada lado del pavimentado camino, sólo se extendían la penumbra de los árboles, pero nada más. Goen comenzaba a inquietarse.

El relincho del caballo rompió el silencio. Dejando caer las provisiones tras de sí, el animal salió encabritado en dirección al bosque, perdiéndose en la oscuridad.
Goen, sin pensárselo dos veces, corrió detrás de él; y pocos segundos después se encontraba siguiendo a paso ligero y ágil un camino de ramas rotas y provisiones regadas como migajas de pan en un cuento. De haber podido oír a Eyra y a Buri, los hubiera esperado. En lugar de eso, siguió adelante, adentrándose por segunda vez en las profundidades de aquel curioso bosque.
No tardó demasiado en llegar a una gran hondonada. En esa depresión sólo crecía un árbol de proporciones exageradas. A un lado del árbol, una gran piedra emergía del césped, elevándose unos dos metros por encima del suelo.

–Tiempo sin vernos, hermano –un anciano vestido con ropas harapientas y con barba y cabello largos y blancos, lo observaba, sentado desde las alturas.

–¿Quién eres? ¿Nos conocemos? –preguntó Goen, llevando su mano a la empuñadura de la espada. El curioso personaje no le quitaba la vista de encima, y sus ojos tenían un color tan rojo como el de la sangre.

–No te estaba hablando a ti, pequeño humano –dijo con asco, como si el mero hecho de hablarle le produjera repulsión. Sin embargo, no le quitaba la mirada de encima, parecía evidente que le estaba hablando a él. Sólo dejó de observar a Goen para mirar a una pequeña rata de campo que jugueteaba en su brazo correteando y dando vueltas.

–Soy el único aquí –respondió Goen luego de determinar que el anciano no era una amenaza, quitando la mano de la empuñadura–. Por lo tanto, debes estar hablándome a mí.

–Me pregunto por qué Mua hizo a los mortales tan ciegos –resopló el anciano. Goen oyó un súbito chillido.

Aterrorizado y volviendo su mano a la empuñadura, observó cómo la rata parecía arrugarse y encogerse sobre sí misma, como una cantimplora de piel a la cual le extraen toda el agua sin dejar que el aire infle el vacío recipiente. Finalmente, el pobre animal cayó de la mano del anciano, rebotó en la gran roca y cayó con un golpe seco ante los pies de Goen, quien pudo jurar que vio cómo una arruga en el rostro del viejo se borraba lentamente.

–Mucho mejor –murmuró el anciano– ¿Qué has estado haciendo durante todos estos años? ¿Qué, acaso te han comido la lengua los ratones? –preguntó el anciano riéndose incluso antes de decir la broma.

–¿A quién le hablas? –preguntó Goen.

–¡Haz una reverencia antes de hablarme, ser inferior! –bramó el anciano con una voz repentinamente oscura. Aquello provocó que Goen desenvainara su espada.

Sin embargo, un ruido desvió su atención. Primero oyó unas ramas quebrándose y luego algo que parecía estar rodando hondonada abajo.

–¡Buri! ¿Estás...? –Eyra notó a Goen– ¡Goen! ¿Qué, estás sordo, que no oyes, por un demonio?

Goen volteó hacia la piedra, pero el anciano había desaparecido. Eyra, luego de ayudar a Buri a levantarse, se dirigió hacia Goen. Antes de siquiera darse cuenta, Goen estaba en el suelo y un dolor cálido le enrojecía la mejilla izquierda.

–Es como cuidar de dos niños, maldición –escupió Eyra–. Un imbécil sale corriendo en dirección a quién-sabe-donde, y el otro –le lanzó una mirada asesina a Buri, que caminaba hacia ellos con ramas en el cabello y algunos raspones– que lo sigue como si de repente fuese la mejor idea del mundo...

Eyra dejó de hablar repentinamente. Desde detrás de la roca, salía el caballo; tan tranquilo como si nada hubiese pasado. Los tres se miraron en silencio durante unos segundos hasta que finalmente el sonido de un cuerno irrumpió entre el silencio de la hondonada.

–Ese es Darren –dijo Eyra tendiéndole una mano a Goen–. Buri, toma esas riendas y volvamos al camino.

Volvieron en silencio y con una calma extrañamente particular. Desde que desapareció el anciano, Goen notaba como si el ambiente hubiese estado tenso y repentinamente se hubiese calmado. Incluso el caballo obedecía pacíficamente mientras Buri lo guiaba.

–Stonewill, Hill, Smithson –los recibió el capitán–. Qué bueno que hayan encontrado al caballo. También hemos recuperado gran parte de las provisiones –observó mientras dos guardias volvían a acomodar las alforjas del caballo–. ¿Están todos bien, podemos continuar con el viaje?

Constelación: Skart (Acto I. La península)Where stories live. Discover now