35 | Final

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Cuando Mich regresó a casa de la preparatoria ya pasaba del mediodía, y el sol de las doce se encontraba cargado de la fuerza suficiente para derretir la nieve acumulada junto a las aceras de las casas o los jardines. Tan pronto cruzó la puerta debió percatarse de que empleé las horas libres para deshacerme de cualquier rastro de suciedad que pudiera estar en mi cuerpo con un baño, o que la ropa que llevaba puesta fue la única que hallé en su armario y que no me quedaba tan enorme que parecía que nadaba en ella; todo lo contrario a sus prendas deportivas, que debían ser una talla más grande hasta para él. De haberse tratado de cualquier otro día o circunstancia, lo más seguro es que no me hubiese tomado las libertades que esa mañana sí, no obstante, era una situación extraordinaria: toda mi ropa, sin excepción, estaba manchada de sangre en mayor o menor medida, y no creía que existiese poder humano o jabón con fórmula tan buena que fuera capaz de desprender eso de sus fibras. Aunque me hubiera gustado no hacerlo, tuve que acabar tirándola a la basura.

En un inicio pensé que esperaríamos antes de ir a ver a Evan, que él querría descansar un momento, comer algo, calentarse; pero me dijo que no. Al parecer, le resultaba un plan mucho mejor el aprovechar ir en ese momento y así no solo quitarnos eso de encima temprano, sino detenernos en algún sitio a comprar algo de comida que llevar a casa y que ninguno de los dos tuviera que desgastarse cocinando. No estaba muy lejana la hora del almuerzo, de todos modos. Me pareció, de hecho, un plan maravilloso, comenzando porque sí prefería andar en aquel barrio en momentos tempranos del día, para no dar pie a que se fuera sin querer el tiempo y acabar estando aún ahí cuando llegara la caída del sol.

Le avisé con un grito a Jo que volvíamos pronto, antes de cerrar la puerta y dirigirme al auto, donde Mich ya me esperaba. A pesar del clima helado del invierno, que ese año no estaba teniendo mucha compasión, los rayos de sol que se me regaron por los brazos y la cara a través del cristal me hicieron sentir muy a gusto.

Muy por el contrario a la conversación que sostuvimos por la mañana, o incluso la noche anterior, la que tuvo lugar en su auto estuvo cargada de una energía diferente, más amena y tranquila. Acorde a lo que siempre fueron entre nosotros. Más relajado y sencillo. Me habló sobre su día con un ánimo alegre, con una familiaridad cálida, igual que una rutina que me gustaba y hacía sentir como que era parte de algo más grande que yo mismo. De dos. Al pensarlo, me percaté de que era justo eso lo que echaba más puntos a la balanza decisiva entre si debía o no quedarme ahí. Al final, ¿cuántas otras oportunidades iba a darme la vida de encontrar a otro hombre como él? Que me diera tanto sin pedirme nada a cambio, y al que deseara darle lo poco o mucho que tuviera en mis manos para ofrecer, que era yo mismo y ya; aceptar tan gustoso una existencia tan inestable como la mía.

Casi pude acariciar con las puntas de los dedos la posibilidad de esa vida, que bien podría no llegar nunca a ser sencilla, y de todos modos resultar cómoda, linda. Hasta feliz. Incluso en ese pueblo en el que una de cien personas conocidas valía la pena el esfuerzo; donde detrás de cada puerta yacía un secreto bien guardado que la gente prefería llevarse a la tumba antes que aceptar la culpa. Entre la maraña de callejones oscuros en los que casi siempre solo podía vislumbrar sombras y peligros, también habitaban tardes de invierno en el que la nieve se volvía agua en el pavimento y la luz creaba arcoíris al filtrarse por el parabrisas.

Mientras atravesábamos la ciudad me permití fantasear con que tal vez incluso ahí, en cuyos adoquines y ladrillos durante veintidós años solo reconocí dolor, con el tiempo aprendería a delinear las formas de la felicidad absoluta. Al margen de los demás. Me encontraba apartado de tenerlo todo por una pared muy fina. ¿Qué me hacía falta? Despertarme cada día con Mich enredado entre mis brazos y las sábanas, levantarme temprano para preparar el desayuno y pelear los dos por saber quién estaría a cargo de la cena. Quizá en un futuro hasta hallaría un trabajo mejor, me convertiría en algo más que un mesero, y me pondría a tono con el hombre que él era. Tan mío y tan distinto a mí.

Las páginas que dejamos en blanco Where stories live. Discover now