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El único comensal de Alloro's bebía un americano tras otro mientras escudriñaba el periódico y, cada cuánto, subrayaba alguna que otra cosa con un resaltador verde que aún tenía pegada una etiqueta con el precio. Habíamos pasado ya varias decenas de minutos de nuestra hora de comida, pero incluso Sarah estaba sentada detrás del mostrador con un librito de sopas de letras a medio resolver. Era un día de esos particulares en el restaurante, de los que solo se daban en ciertos días de inviernos muy fríos o veranos en extremo calurosos, en los que ni un alma se paraba por ahí ni a pesar de los descuentos en chocolate caliente, café y la calefacción.

Me removí en mi asiento, un banco de madera que por la posición empezaba a entumirme las piernas y le di una mordida más al sándwich entre mis manos, cortesía para todos los meseros de parte de John, el cocinero, que estaba tan aburrido como nosotros y si no se ponía a hacer algo iba a asesinar a alguien con su juego de cuchillos.

—¿Y cuánto tiempo llevas trabajando aquí?

Retiré mi atención de las moronitas apiladas en el borde del plato para levantar la cabeza y contemplar a Dani, que me observaba al otro lado de la barra con curiosidad a la par que con una cucharita se dedicaba a darle vueltas a su café. Llevaba trabajando como una semana en Alloro's y solo eso bastó para que me diera cuenta de que la chica era muy parlanchina. Tenía unos diecisiete y estaba por terminar la preparatoria, no sabía lidiar con el tedio y el aburrimiento de los días tranquilos, igual que el resto.

Suspiré, más a modo de despejar la mente que por hastío, antes de responderle.

—Unos... muchos meses, quizá ya pasa del año, la verdad no me acuerdo. —Me encogí de hombros—. Soy malísimo con las fechas y esas cosas, nunca sé en qué día vivo.

—¡Ay, te entiendo tanto! —chilló con una sonrisa de entendimiento y le dio un traguito a su café antes de continuar—. El otro día la profesora de matemáticas nos hizo un exámen y yo juraba que era para la otra semana, no estudié nada, y...

Sin dejar a un lado mi comida, reposé mi mentón en la palma de mi mano y me dediqué a escuchar toda su historia sobre su problema con los exámenes, que realmente no me interesaba, pero estaba bien para matar el silencio. Cualquier oportunidad que se ofreciera de salirme un rato de mi cabeza, yo iba a tomarla sin dudar.

No supe cuántos minutos llevábamos así cuando noté el zumbido del teléfono cosquilleando en mi muslo, a través de la bolsa del pantalón. Le pedí que me diera un segundo con un gesto y metí la mano en el bolsillo para buscarlo y leer con qué nombre se iluminaba la pantalla. Busqué a Sarah con la mirada y levanté el teléfono, en la pregunta silenciosa de si podía contestar o no; viendo las circunstancias, me dijo que como quisiera antes de volver a garabatear sobre su libro.

—¿Qué pasó, Dylan? Estoy en el trabajo.

Presioné los labios como una segunda disculpa por interrumpir a Dani, ella solo sonrió y negó con la cabeza. Al otro lado, pude adivinar que Dylan estaba fuera de casa por el sonido de los autos y la ciudad que me llegaban gracias a su micrófono.

—Es rápido... —aseguró, guardando silencio un segundo en lo que me imaginé era su tiempo para cruzar la calle—. Estuve pensando y creo que sé dónde podría estar Evan, o bueno, Susie se acordó de un lugar cuando le platiqué que no me contestaba el teléfono y no estaba en su casa.

—¿Le contaste a Susie?

—¡Claro que no! Solo le dije que no lo localizaba, Evan es mi amigo, me preocupa.

En realidad no supe por qué pregunté, cuando no me interesaban los detalles.

—Bueno, ¿y dónde? —Me levanté de la barra para caminar a la otra esquina del restaurante, con una necesidad creciente de no quedarme quieto.

Las páginas que dejamos en blanco Where stories live. Discover now