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―Entonces háblame de ti.

Me tomó un par de segundos entender por completo su pregunta, pues me encontraba muy abstraído en el aroma del café recién hecho que flotaba por todo el establecimiento. No era para menos, pues el mismo me provocaba ganas de vomitar. Me recordaba demasiado al que preparaba James todas las mañanas antes de irse a trabajar. Era una rutina verlo empinar su taza roja y contemplar, por encima de la cerámica, a mi madre o a Joanne mientras bebía. Entonces, al dejarla sobre la mesa, chasqueaba de manera repugnante su lengua al humedecer sus labios. «No hay nada como un buen café», murmuraba en seguida, sin obtener respuesta alguna.

Aquello siempre me hacía pensar que la bebida favorita de alguien hablaba mucho de ellos. La de James: café negro, soluble, sin azúcar. Nada más acertado para ese hombre amargo, simple y rancio.

Mich pidió un té de frutos rojos endulzado con miel.

―¿Qué quieres que te cuente? ―respondí no mucho después, contemplando embelesado la manera casi ritualista con la que comenzó a beber. Primero envolvió las manos alrededor de su tasa; se calentó las palmas y lo vi enderezarse en un segundo ante el satisfactorio escalofrío que aquello debió haberle provocado. Tuve que reprimir el mío y contener la asfixiante necesidad de saber si su cuerpo reaccionaría de la misma manera cuando le pasaban los dedos muy despacio por la espalda.

No volvió a hablar sino hasta que le dio un buen sorbo a su bebida. Me vi en la necesidad de apartar la mirada, observar por encima de su hombro a la ventana a sus espaldas y centrarme en el asfalto húmedo. No, obligación, porque, ¿con qué cara iba él, cerraba los ojos y suspiraba así nada más por un té? Si en él no tenía lugar la vergüenza, era necesario que lo hiciera en mí. El pensamiento me cosquilleó en las comisuras de la boca; fue difícil contener la sonrisa.

―Pues lo que quieras. ―Debió ver en mi expresión conflictuada que no era algo que nos fuese a llevar a ningún sitio, así que agregó―. Cómo, no sé, ¿qué carrera estudias o estudiaste?

Me sentí apenado de pronto. Mis ojos le dieron toda su atención a la mesa bajo nuestras manos, recorrí con la mirada las líneas de la madera hasta que noté pasar el calor en la cima de mis mejillas. Aquella pregunta me llevó de inmediato a nuestro primer encuentro, cuando utilizó la palabra ‘alumnos’, lo que a todas luces indicaba que él debía ser algún tipo de profesor.

Por lo general no me preocupaba de más responderle a mis compañeros en el trabajo o a cualquiera que por una u otra razón llegase a interesarse por eso, pero con Mich me sentí cohibido de una manera inusual en todos los aspectos. Destapé la botella de agua delante de mí y bebí un poco de la misma en mi desesperado intento por ganar tiempo. Solo esos segundos me bastaron para darme cuenta de que lo que noté revolviéndose en mi estómago fue, en realidad, miedo. Por supuesto no de él, sino a decepcionarlo y que me viera… diferente.

―No hice ninguna carrera. ―Me encogí de hombros, esperando que no se percatara de mi falsa indiferencia respecto al tema.

A pesar de mi creciente terror, me obligué a levantar la mirada en un intento de interpretar lo que sea que me fuese a encontrar en sus pupilas. Para mi sorpresa no hallé ni ahí ni en su expresión indicación alguna de decepción o algo parecido, sino confusión. Curiosidad.

―Perdón, creo que no te he preguntado esto, pero, ¿qué edad tienes?

Ni siquiera sé qué es lo que esperaba escuchar en respuesta, aunque sí que no era eso.

―Veintidós. ―Mi voz salió más dudosa de lo que yo hubiera deseado. Me percaté de la manera en que sus cejas se arquearon al tiempo que su boca modulaba un insonoro ‘oh’―. ¿Hay algo malo con eso?

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