Escamas

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¿Cómo se cuenta un cuento que no quiere ser contado?

Puede uno comenzar contando: había una vez en el lejano oriente; pero no, en el lejano oriente no, sería mejor situarlo en un lugar más cercano, mucho más cercano. Podría ser tal vez, en la enorme Ciudad de México; pero no, tampoco. Necesito algo todavía mucho más inmediato para mí. Tal vez en el bosque de árboles espinosos que hay frente a mi casa. Sí, exactamente en ése, porque es frondoso y hay muchos árboles y me gusta como se siente cuando uno está bajo la sombra de sus ramas protectoras, aunque estas ramas tengan demasiadas espinas y las espinas midan una pulgada o más y sean capaces de atravesar la suela gomosa de un zapato y herir el pie.

He ahí que frente a la ventana de mi casa, justo donde comienza el bosque, una niña vestida de rojo inició el camino a casa de su abuela.

No.

Definitivamente este cuento no va por buen camino. Está demasiado trillado.

Bien, entonces, déjenme contarles que ella no era exactamente una niña y que no traía vestido rojo. Era más bien una mujer de armoniosa figura y bellísimo rostro. Y lo rojo lo tenía en la piel, no en el vestido. Nuestra protagonista tenía unas cuantas escamas desde el centro del pecho hasta las rodillas. Eran escamas rojas, pequeñitas como lentejas, suaves y frescas al tacto.

Nuestro demonio vivía en la punta del árbol más alto, justo al lado de una de las espinas más grandes. Me veía entrar y salir a mi casa, pero me ignoraba completamente, porque los súcubos buscan robarle la vitalidad a los hombres, no a las mujeres, y yo y todas las que vivimos en esta casa somos mujeres.

Pues bien, un día, sin mayor aviso, un fantasma cualquiera llegó a la casa. Entró por la puerta de atrás y decidió quedarse a vivir en el pasillo que comunica a la sala con las habitaciones. Se escondía detrás de las puertas y sonreía cuando alguien pasaba frente a él. No era un fantasma malo, era más bien bueno. Tan bueno como el pan. Por eso no le gustaba asustar a nadie y se conformaba con la sonrisa que yo le dedicaba de tiempo en tiempo.

Un día, el demonio del árbol vio que un guapísimo caballero llegaba a la casa para visitarnos. Bajó del árbol y entró. ¡Y cuál no sería su sorpresa al encontrarse de frente con el fantasma! Inmediatamente perdió el interés en el caballero en cuestión. Era precisamente con ese fantasma con quien quería estar. Sin embargo, la tristeza la invadió. Los demonios como ella no pueden querer a nadie. Se dedican sólo a robar energía mediante engaños y tretas. ¿Cómo engañar a un fantasma? Seguro que él sabía lo que ella era. Sabía sobre sus escamas en la piel. Sabía de su costumbre de acechar a los hombres para tener relaciones sexuales y alimentarse de ellos. Esa primera vez no se dijeron nada. Ella dio media vuelta y se subió muy triste a su árbol. Hubiera querido ser cualquier otra, alguien más inofensivo... o, tal vez, alguien más libre.

Por su parte, nuestro fantasma estaba convencido de que aquella tendría que ser la mujer de sus sueños con ese cabello verde y esos ojos encantadores. No pasó mucho tiempo para que él subiera a visitarla a su casa. Desde ahí contemplaban pasar a la gente, le lanzaban piedritas o se imbuían en eternas conversaciones sin sentido. Ambos eran amantes del absurdo y se divertían parodiándose el uno al otro.

Un día, el fantasma se atrevió y le dio un beso. Ella cayó al suelo de golpe y se le incrustaron algunas piedritas en los glúteos, pero pensó que en el siguiente cambio de piel las cosas volverían a la normalidad. Rápidamente subió al árbol y torpemente le pidió que la volviera a besar. Era divertido ver cómo un súcubo, tan talentoso en esas artes, tartamudeaba e intentaba seducir del modo más torpe, más sin sentido. Él sonreía y su ego se inflaba pensando que era el único capaz de hacer temblar a un demonio. Y efectivamente, era el único.

Los besos se fueron sucediendo unos a otros hasta que él comenzó a intentar desnudarla. Pero ella no estaba dispuesta a dejar que un fantasma de humano se escandalizara con su brillante piel roja. Él intentó explicarle que no le importaba, que nada podría hacer que pensara que no era perfecta. Pero ella sabía que aquello no era cierto. Y, efectivamente, no lo era.

Cuando él puso cara de desconcierto en vez de cara de lujuria, ella se enojó tanto que a quien a él se le hubieran incrustado las piedritas en los glúteos hubiera sido a él, de haber tenido carne, porque finalmente, de que era fantasma, era fantasma; y de que ella lo había lanzado tormentosamente hasta el suelo, lo había lanzado.

Él se metió a la casa y se quedó contemplando al súcubo desde abajo. Todos los días, fielmente, le lanzaba una piedrita que la golpeaba, en un hombro, en las piernas, en la cabeza... hasta que llegó el día que su perseverancia rindió frutos y ella bajó a hablar con él.

Ahora bien, casi todos los adultos, cuando hacemos referencia a que una pareja está hablando, estamos diciendo que terminarán en la cama. Pero ellos no tenían cama y no la necesitaban. Así que cuando él miró sus escamas y las deseó con toda el alma y ella le mordió los músculos imaginarios, no estaban exactamente en un lecho de rosas, era más bien el aire suspendido justo arriba de mi casa; para ser exactos, el espacio que existe sobre la cocina.

Mientras él mordía su espalda y ella se estremecía como una ola reventando en la playa, fueron elevándose hasta que el cielo dejó de ser azul y comenzó a verse negro. Arriba, lejos de cualquier cosa que les recordara quiénes eran o qué hacían, comenzaron la danza del amor.

De vez en cuando ella entreabría los ojos y miraba su sonrisa, pensaba que todo estaba bien y se volvía a entregar en este nuevo abrazo en donde ella misma se estaba ofreciendo. Él la apretaba contra sí y la envolvía en él mismo. Justo en el momento en que la cintura de ella temblaba con el orgasmo más intenso que hubiera podido existir, un orgasmo guardado desde siempre porque siempre pensó que no lo necesitaba, su cuerpo entero se abrió en un espasmo y él fue absorbido en su totalidad.

Ella se abandonó a sí misma en un sueño profundo y fue descendiendo lentamente hasta quedar posada en la rama de mezquite que le servía de lecho.

Desde entonces, tanto entre los seres superiores como entre los inferiores de las casas vecinas, se ha corrido el rumor de que en mi casa hay una devoradora de fantasmas. Ahora ninguno quiere venirse a vivir para acá. No es que yo me queje. En realidad no necesito ninguna presencia en mi casa para sentirme bien, pero sí extraño un poco la sonrisa de él que era casi angelical. En cuanto a ella, haber absorbido a un fantasma entero la dejó un poquito más que satisfecha, así que es probable que no vuelva a despertar hasta después de que haya mudado de piel.

Cuentos sin sueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora