Capítulo cinco

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A pesar de que por la tarde la tormenta pareció calmarse, por la noche regresó y con más furia que nunca. Se escuchaban truenos y el cielo se aclaraba cada cinco minutos gracias al resplandor de los relámpagos. Las gotas de luvia caían violentamente sobre la tierra y la oscuridad asechaba la ciudad. Definitivamente era una noche digna de ser un capítulo de algún libro de Stephen King.

Las agujas del reloj marcaron las doce y mi abuela, tras tomarse su té de tilo de todas las noches, decidió irse a dormir. Mientras yo tenía la mirada fija en la pantalla blanca de mi computadora, ella se acercó y me regaló un dulce beso en mi mejilla. Esbocé una pequeña sonrisa y desapareció de mi vista al adentrarse a su habitación. Yo continué observando la pantalla, con mis manos inmóviles sobre el teclado. Pensaba y pensaba, y no podía terminar de definir qué estaba más en blanco, si mi mente o aquella hoja de Word. Ya eran cientos las veces que me encontré en la misma situación, y no entendía por qué lo seguía intentando. Frustrada, dejé caer mi cabeza sobre el teclado presionando algunas teclas al azar y suspiré. Me sentía agotada, no podía entender cómo antes mis manos bailaban sobre el teclado y ahora solo permanecen estáticas. Mi cabeza imaginaba escenarios en cada momento del día, miles de mundos y vidas que me hubiesen gustado vivir. Ahora mi mente siempre está en blanco, como si algo dentro de mi cabeza se hubiese desconectado.

Un trueno ensordecedor me sobresaltó. Me levanté de mi silla y caminé hacia la puerta de la habitación de mi abuela que se encontraba entreabierta. Escuché unos leves ronquidos, lo que me confirmó que se encontraba dormida. Terminé de cerrar su puerta y corrí en pantuflas hacia el lavadero. El frío me abrazó al entrar y provocó que me estremeciera. Los ojos de la perra se encontraron con los míos y comenzó a mover su cola con alegría. Yo esbocé una sonrisa y me acerqué a ella quien estaba recostada en las mantas. Me senté a su lado y comencé a acariciarla. Ella se acomodó hasta apoyar su cabeza sobre mis piernas y desde allí me observaba. Su mirada mostraba gratitud. No era nada lujoso, el lugar era pequeño y frío, pero tenía un techo y estaba a salvo. Ella sabía que estaba a salvo.

—Debe ser duro sentir que tu única compañía es la soledad—comenté en voz baja, y como si ella pudiera entenderme, levantó su cabeza y me miró atenta—. Te entiendo, yo también lo siento a veces. Aunque no siempre fue así ¿sabes? —un escalofrío recorrió mi cuerpo y volví a estremecerme. El animal se acurrucó conmigo—. En un momento estuve rodeada de personas, pero de a poco fueron alejándose de mí. Siempre me cuestioné si había sido mi culpa o culpa de la vida que no me ponía enfrente a las personas adecuadas—finalicé.

Al principio la soledad me atormentaba, pero al final terminé descubriendo que, aunque me encontraba rodeada de personas siempre fue una parte de mi vida. Muchas veces me sentía sola porque no encajaba, como si fuese una pieza defectuosa de un rompecabezas, no era mi lugar. Pero muchas veces, ellos me hicieron sentir así.

Allí estaba, a medianoche hablando con una perra como si pudiera entender alguna palabra de lo que decía. Pero por alguna razón, me sentía acompañada y entendida, como nunca antes. Bastaba solo fijarme en su mirada para sentir que ella sí quería estar para mí. Sus ojos no dejaron de observarme ni un segundo. Ojos color sol, mirada dulce como la... miel.

Una sonrisa apareció en mi rostro.

—¿Te gustaría llamarte Honey? —pregunté.

Ella comenzó a mover su cola con emoción y se levantó de su lugar dando pequeños brincos. Se abalanzó sobre mí y empecé a sentir lengüetazos en mi rostro. Yo solté una pequeña carcajada y la abracé.

No sabía qué tan real era la frase "si los nombras te encariñas", pero todos merecíamos tener un nombre. Yo sentía que Honey había sido un nombre creado para ella. Así que, Honey sería.

Hasta que sanesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora