Capítulo uno

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El sonido del timbre de salida se escuchó en cada rincón de la universidad. Fue allí cuando desperté. Me escapé de mi mente por un momento para poder levantarme de mi asiento. Junté mis apuntes y libros, y los guardé dentro de mi mochila rápidamente. No veía la hora de salir de allí.

El profesor de derecho penal nos despidió a todos con una sonrisa que iba desde una oreja a otra, y un amable "Nos vemos la próxima clase". Yo le sonreí fingiendo entusiasmo, pero la verdad es que sus clases eran tediosas y ni si fuera el último humano en el planeta quisiera verlo. También sabía que el problema no era él. El problema era yo, que desde que inicié la carrera nunca me vi con un título de abogada. Defender a las personas no era lo mío, ni siquiera supe defenderme yo misma cuando fue necesario. Además, que las leyes me aburrían y mi mente se desconectaba cada vez que arrancaba cada clase. Por supuesto no hablemos del esfuerzo sobrehumano que hacía cada semestre para poder estudiar.

No era por hacer un desprecio a los abogados, pero sinceramente no me sentía parte de ellos. Ojalá todos en el mundo tengan la posibilidad de elegir lo que les gusta hacer, pero no fue mi caso.

Salí del lugar a la velocidad de la luz y comencé a caminar por las calles de la ciudad de Brownbear, o también conocida como "la ciudad de los lujos". Brownbear era la única ciudad cercana a la mía que tenía una universidad. Sus habitantes eran en su mayoría millonarios que quisieron alejarse de las principales ciudades por sus peligros y decidieron fundar Brownbear. Con el tiempo sus hijos fueron creciendo y al no querer irse de sus hogares para estudiar, fundaron la universidad Abney. La única universidad que hay dentro de doscientos kilómetros a la redonda y gracias a ello se hizo tan popular, ya que todas las personas de las ciudades cercanas nos tuvimos que inscribir en Abney. Algunos por decisión, y otros como yo, por obligación. El problema con la universidad era que estaba conformada solo por tres carreras; medicina, informática y como ya saben, abogacía. No había mucho para elegir.

Continué caminando hasta que encontré la parada del bus y me senté a esperarlo. Observé mi reloj, y me percaté de que quedaban unos minutos más de espera. Miré hacia el cielo, las estrellas eran la joya de la noche. Podía mirarlas por horas y estaba segura de que no me cansaría. Tan distantes una de otras, misteriosas y solitarias, pero a la vez, tan brillantes. Eran mi compañía cada noche de regreso a casa.

El bus llegó cinco minutos después. Me subí, pagué mi boleto y procedí a sentarme. Por mi suerte, no iba tan lleno y pude elegir un asiento para estar yo sola.

De regreso a casa me la pasé observando por la ventanilla, con la mente perdida como era de costumbre. Mi ciudad se llamaba Beamount y se encontraba a 42 km de Brownbear. Ciudades antagonistas, completamente opuestas. Una estaba repleta de personas de alta clase, autos lujos, diversidad de tiendas, hospitales con tecnologías avanzadas; mientras que Beamount...

Bueno, Beamount era una ciudad chica, de personas clase media como yo, con casas un poco viejas y casi nada para hacer un fin de semana. Lo único que destacaba de mi ciudad, era su hermoso parque en otoño. En esa época todo se vestía de colores amarillo y naranja, y caminar por allí era una de las pocas cosas que disfrutaba.

El colectivo se detuvo en mi parada, agarré mi mochila con fuerza y me levanté de mi asiento. Caminé por el largo pasillo del bus y finalmente me bajé. Junto a mí también se había bajado un grupo de chicos que siempre solía ver, pero con el cual nunca dirigí una palabra. Ellos se despidieron y cada uno siguió su camino. Yo respiré hondo y continué por el mío.

Como yo vivía a solo un par de calles de mi parada, no tardé en llegar a destino. Finalmente se terminaría mi día. Abrí la puerta y al momento me encontré con mi abuela, quien enseguida se acercó a abrazarme.

Hasta que sanesWhere stories live. Discover now