Abrí sin ni siquiera llamar a la puerta. Una mujer joven, de lacios cabellos rubios, me recibió en la entrada.

Buenas. Servicio técnico y hospitalario. ¿Puede mostrarme su tarjeta de identificación? -Preguntó fingiendo un tono amable y alegre.

Le mostré a desgana la tarjeta de identificación.

- Dígame dónde se encuentra ingresada Stephanie Lowrence -exigí sin mirarla.

- Habitación ciento cuatro. Segunda planta -contestó.

Me marché sin darle si quiera las gracias o dedicarle una mirada agradecida. Subí, escalón tras escalón. Odiaba los hospitales: olor a productos médicos, gente enferma, heridos, médicos, silencio. Me ponían los nervios de punta. Me daban ganas de hacerlos saltar a todos por los aires. Especialmente a las recepcionistas estúpidas.

Apoyé la mano derecha en el lector de huellas dactilares. Al reconocerme, el dispositivo emitió una luz verde y la puerta de cristal se abrió automáticamente, cerrándose con la misma facilidad una vez hube entrado a la habitación. Di un par de pasos y la vi, tumbada. Sin su maquillaje, su ropa cara, y con la mitad del pelo quemado, llena de heridas, Pressure perdía todo su encanto.

Me senté en la silla, a su lado. Ella miraba por la ventana.

- Te preguntaría si estás bien, pero realmente no me importa -comenté.

- Qué bonita forma de darme los buenos días, Aris. ¿Para qué has venido?

- Vas directa al grano, ¿no? Quiero que me respondas a un par de preguntas sobre lo sucedido hace dos días.

- Dispara -contestó.

- Imagino que sabrás que es toda una sorpresa para mi encontrarte en esta situación. ¿Te contuviste?

- Al principio sí. Luego, no. Más que contenerme, me despisté. Era lista -admitió.

- Entiendo. Pero está muerta; eso es lo que importa. Por lo menos has hecho bien tu trabajo.

No contestó. Se limitó a mirarme.

- ¿Diste información innecesaria?

- Le conté varias cosas antes de matarla. No creo que nunca nadie sepa lo que le dije

- ¿Te deshiciste de los sistemas de seguridad?

- Destruí las paredes y el suelo. Y, con ellos, los cables. A no ser que tuvieran cámaras ocultas o un generador de emergencia, no deberían haber visto nada de lo ocurrido.

Aquella no era la respuesta que esperaba. Quizás hubiera dado información confidencial al enemigo sin a penas haberse dado cuenta. Eso era malo para nosotros, sin duda. Aún así, antes o o después se iban a acabar dando cuenta. No le di mucha importancia, al final. Que se filtrase información era un daño colateral. Me puse en pie, acercándome a la ventana.

- ¿Cuándo estarás recuperada?

- Creen que dentro de una semana estaré en perfectas condiciones. De todas formas, me recomendaron que me diera unos días de reposo. Estaré fuera de juego dos semanas, me temo.

Apoyé un codo en la palma de una mano y un par de dedos en la comisura de los labios. Me quedé así un buen rato, pensando. Dos semanas, ¿no? Eso me daba tiempo de sobra para atender mis asuntos y, finalmente, reunirme con los Ases restantes.

- De momento eso es todo -anuncié, dando media vuelta y encaminándome hacia la salida de la habitación.

- Aris... -Musitó. Yo me detuve-. Nombré al Ángel de Lucifer.

Acaricié mi nuca y paré en seco. La idea de trocear su cuerpo en pedazos pequeños y sanguinolentos no se me antojó equívoca.

- Ya hablaremos más detenidamente de esto.

Aquella última declaración cambiaba algo las cosas. Un cambio minúsculo, pero igualmente molesto. ¿Por qué tenían que ser todos tan inútiles? Lo único que conseguían era complicarme las cosas.



El camino de vuelta se hizo eterno. La limusina aparcó frente a mi opulenta mansión. Abrí la puerta y ordené al chófer que la guardara en el garaje sin dirigir a penas una mirada hacia él. Me encaminé directamente escaleras arriba, hacia mi despacho. Tenía que terminar de recoger todos los documentos y archivos antes de irme.

Una pila de papeles iba y otra venía. Coloqué los archivadores en orden y bien los libros. En un momento todo estaba en su sitio. Salí del despacho y cerré la puerta con llave. Luego la tiré al aire y explotó, causando una detonación de la intensidad de un petardo de feria. En resumen: a penas hizo ruido y ni siquiera apareció humo. Ya encargaría una puerta nueva a la vuelta.

Las maletas estaban hechas desde la noche anterior. Demonio precavido vale por dos. Ordené a una doncella que bajara con cuidado las maletas a la entrada y el chófer cargó con ellas. No me molesté en cerrar la puerta. Con que no entraran al despacho me era suficiente. La puerta estaba reforzada con aluminio y un sistema de seguridad basado en ácido y choques eléctricos; estaba preparado para eliminar a cualquier intruso. Además, llevaba una copia de toda la información en un chip que siempre, en cualquier caso, llevaba encima. Algunos me llamarán extremista. Yo sólo defiendo lo que es mío con uñas y dientes.

Dejamos atrás la Capital. El viaje lo tendría que realizar en avión. Aunque en el Gobierno existían los aeropuertos, nadie podía salir del país a no ser que tuviera un permiso especial el cual, por su puesto, nunca se concedía. Yo, sin embargo, no necesitaba ese permiso. Simplemente tenía que embarcar en uno de los aviones privados del Gobierno y volar hacia mi destino. Era tan sencillo como eso.

Cerré los ojos y me recosté en el cómodo asiento de la limusina. No iba a dormir, ni mucho menos. A penas me quedaban veinte minutos de viaje. Simplemente quería evaluar la situación y pensar en el futuro. Estaba deseando que hicieran su movimiento. Aunque la partida no había hecho más que empezar, ya se estaba poniendo interesante.

Paramos, finalmente, frente al hangar. Aquel territorio, dentro del término municipal de la Capital, no era pisado más que por un puñado de personas. El puñado eran ellos. Yo, por su puesto, era la mano que los sostenía. Se trataba de un lugar árido y yermo, a penas sin vida. Aquella era la imagen que se extendía por todo el territorio del Gobierno después de la Tercera Guerra Mundial. La verdad es que hubo muchas pérdidas y fue un momento duro para el mundo en general. Pero a mí eso no me importaba lo más mínimo. Lo que importaba es que para mí fue totalmente perfecto. Me vino como anillo al dedo, y me alegro de que así fuera.

Bajé cuando el chófer abrió la puerta. Justo como quería: no me hizo esperar innecesariamente a la intemperie, había sacado ya las maletas. Sin mediar ni media palabra avanzamos hasta el hangar. Las puertas se abrieron y en cuestión de minutos, después de hacer todas las revisiones y mantenimiento necesario, embarqué.

Los asientos eran cómodos y espaciosos. Y, lo mejor era que, excepto por una azafata y los dos pilotos, estaba completamente solo. Justo como a mí me gustaba, sí.

Despegamos. Cerré los ojos nuevamente. Cuando el avión se estabilizó miré por la ventanilla. La Capital se alejaba y, poco a poco, dejaron de distinguirse los sombríos edificios. Aparte la mirada y saqué cinco cartas de póker de mi bolsillo; el As de Tréboles, el de Corazones, el de Diamantes, el de Picas, el Joker. Escribí en el reverso de las cinco nombres distintos. Comencé un pequeño juego en solitario y las barajé con tranquilidad. Al parar cogí una carta al azar, sin mirar. El As de Tréboles. En el dorso de esta yacía escrito "Hoax". Guardé todas las cosas menos esa. La lancé al aire y estalló, al igual que la llave; me encantaba que las cosas salieran bien.  

El Ángel de Lucifer [Completada]Where stories live. Discover now