Capítulo 4

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4.- Te convertiste en una de mis fichas.


Cerré la puerta de mi dormitorio con fuerza. Seguro que el portazo se había oído hasta en el despacho de Crawl. Crawl. No debía acordarme de él. Si revivía aquel momento cometería alguna locura.

Aquel no iba a ser un buen día. El hecho de tener que ir a hacer uno de los estúpidos, pero bien remunerados, encargos de Aris me desestabilizaba aún más. A parte de que no soportaba a aquel hombre, me estaba haciendo permanecer despierto, atrapado en la realidad, más tiempo del que yo quería y, quizás, más de el que podía soportar.

Entré a la cocina, buscando algo de comer antes de irme. Lo miré todo de arriba abajo. Sí, como siempre, los platos estaban metidos a presión en el lavavajillas y la puerta de este sin cerrar. Tenía un montón de cosas tiradas por todas partes y, por si fuera poco, la nevera abierta de par en par. Así, a simple vista, calculé que por lo menos tres o cuatro cosas se habían echado a perder. No me paré a ordenar la cocina; se me había pasado el hambre.

Abandoné, de nuevo, mi casa. Pasé del ascensor para encaminarme escaleras abajo hasta el sótano que hacía las veces de garaje. Nada más entrar los sensores de movimiento instalados por el lugar me detectaron y las luces se enchufaron automáticamente.

Cuando abrí la puerta del conductor de mi deportivo sin marca ni matrícula alguna ya deberían ser casi las cinco y media. Entre unas cosas y otras el tiempo había ido pasando más rápido de lo que creía. Como Aris vivía en la otra punta de la ciudad, en las afueras, me iba a llevar más o menos cuarenta y cinco minutos llegar hasta allí. Tenía casi el tiempo justo de pasar a por un paquete de tabaco y hablar un poco con el chico de cabellos oscuros que trabaja en el bar. Pronuncié, con un tono más firme de lo que esperaba, la palabra "arranca" y el coche arrancó. En seguida lo conduje hasta la puerta de acero que marcaba la salida del sótano, una rampa ascendente que daba a la parte delantera del Edificio Alfa.

En cuando la puerta estuvo abierta del todo pisé el acelerador como si la vida me fuese en ello. Mandé con un comando de voz que se atase el cinturón de seguridad y salí como una bala hacia el bosque negro.

Pegué un frenazo ante la inmensa puerta oscura hecha de titanio, como los barrotes que rodeaban la Urbanización, que se encargaba de marcar las distancias entre el mundo de los privilegiados y de los que no tenían tanta suerte.

Contesté al Custodio que se encargaba de regular el tráfico desde el interior de la Urbanización con un tono gélido, señalando que era el Capitán de la División Técnica, y éste en seguida se retiró a abrir la gran puerta de titanio. Los Custodios, sea cual sea el papel que estuviesen desempeñando, llevaban el mismo traje. Todos iguales. Unas botas negras hasta la rodilla, unos pantalones negros que en muchos casos les vienen grandes o pequeños y una chaqueta del mismo tono de negro que tenía el símbolo del Gobierno; aquel clavel envuelto en un aro de fuego.

Después de bastantes carreteras, semáforos, señales de tráfico y transeúntes que me asesinaban con la mirada, aparqué unos metros más allá de la puerta del bar.

Bajé del coche sin pararme a mirar a nada ni nadie en especial y el vehículo se apagó solo. Lo que tenía que ver yo allí lo tenía demasiado visto: gente tirada por el suelo, vagabundos y otras personas con pinta de todo menos de ser amigables, así como peleas, palizas, golpes y sangre sin control por parte de los Custodios; suciedad por las calles, fachadas y asfalto destrozado, completamente dejado; ausencia de parques y zonas verdes, completamente convertidas en ruinas y escombros. Así era el Gobierno fuera de las maravillas de la Urbanización Central. Era realmente lamentable. ¿Cómo había permitido el mundo, o por lo menos aquella parte del mundo, terminar de aquella forma?

El Ángel de Lucifer [Completada]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora