¡Estoy encerrado!

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 No podía dejar de mirarla, ¿qué me pasaba?

Aquel día me dí cuenta de que genuinamente era incapaz de prestar atención en las clases de lengua. En mi defensa, he de culpar a mi novata profesora. Pero es normal, al fin y al cabo, era su primer año dando clases. De hecho, apenas me sacaba un par de años.

Sin embargo, el problema no eran las explicaciones. No era lo que yo escuchaba lo que me impedía prestar atención, sino lo que veía.

Mi profesora de lengua estaba buenísima.

Menos mal, que no estaba tan buena como la de inglés o la profesora de prácticas.

Era una mujer rubia y bajita. Sus ojos claros de largas pestañas estaban enmarcados por unas gafas doradas que estaba convencido de haber visto antes en alguna porno. Su cuerpo conformaba la perfecta imagen de un reloj de arena. Una cintura estrechísima y un vientre perfectamente ovalado me hacían girar la cabeza siempre. Además, después de años de gimnasio tenía las piernas más gruesas que he visto en mi vida... Parecían tan jugosas que llegué a hacerme heridas por tener que morderme la lengua para controlarme.

Claro, eso no impidía que en todas las clases le lanzará baterías de preguntas para explicar en el encerado, siempre lograba que se girase. ¡Cuánto agradecia mi posición en la primera fila! Tan cerca y a la vez tan lejos...

Por supuesto, para aprovecharme yo le hacía un montón de preguntas, demasiadas. Por ello, creo que ella me tenía cierto resentimiento. Parecía una mujer muy rencorosa.

Siempre cogía la tiza con dos deditos, las uñas pintadas de rosa pastel. A veces, mordía la punta de la tiza con los dientes, pensativa. En esos momentos, yo más que pensativo estaba sencillamente cachondo.

Cada vez que se daba la vuelta para escribir en la pizarra y se ponía de puntillas...

Y es que, a veces me daba la sensación de que cada día traía a clase unos vaqueros más prietos que el día anterior. Vaqueros de campana que permitían ver esos tersos tobillos que desaparecían en unas viejas converse. Tan solo imaginar el interior de esas olorosas zapatillas me hacía inclinarme en la silla compulsivamente.

Esto no podía seguir así. Era un tío muy orgulloso y me honraba con mis impecables notas. Para mi, sacar una puntuación por debajo del nueve en un examen era como una humillación, y yo no toleraba ninguna humillación. Sin embargo, esta obsesión iba a afectar a mi rendimiento tarde o temprano...

Con todo, había algo, o más bien alguien, que lograba desviar mi atención de mi profesora de lengua: mi compañera de al lado.

Esa sonrisa de metal con brackets de color azul, esos tobillos estrechos y piernas largas, esos ojos verdes tan grandes, ese pecho que rebotaba con cada risa, esas manos suaves con las uñas azuladas... Que duro era tratar de concentrarse, colega.

Además, la tía tenía la costumbre de poner los pies encima de la mesa, con esas botas negras que no transpiraban en lo más mínimo. No me caía bien, pero yo a ella le caía aún peor. No obstante, daría un brazo por hundir la napia dentro de una de sus botas.

Entonces, el último día antes de vacaciones, ocurrió lo inevitable, mi profesora de lengua me entregó un examen corregido cuya puntuación era un cero tan redondo que parecía trazado con un compás. Se me cayó el alma a los pies. Necesitaba aprobar aquella asignatura, ¡por mi orgullo! Haría lo que fuera... Así que me armé de valor, y le pedí a mi profesora que se quedase en clase después de última hora para que pudiese hablar con ella. ¿Cómo iba a convencerla para que me diera otra oportunidad?

Me arregle antes de acudir a hablar con ella. No por nada, solo quería dar buena imagen... Una que incitara la empatía. Pique la puerta apretando los dientes.

–Pasa, listo –se escuchó al otro lado de la puerta. Era una voz suave y dulce, pero despiadada.

Cuando entre me la encontré sentada en el escritorio. La clase estaba vacía, en silencio, solo se escuchaba el oscilar de su pie al borde de la mesa. Llevaba los cordones desatados. Es más, mi profesora se había puesto los vaqueros más prietos que he visto jamás, con la goma negra del tanga a la vista por los costados. Y sobre su estrechísimo top, se había puesto una ligera prenda de rejilla.

Aquel día hacía muchísimo calor, utilizando mi examen suspendido, se abanicaba su esbelto cuello un poco sudado.

Me sonrió con sus finos labios a través de aquellas gafas doradas cuando me senté en una silla junto al escritorio, notablemente más bajita que la mesa.

–Con que necesitas aprobar la asignatura, ¿eh?

–Si, lo necesito de verdad. Puedo hacerte un trabajo de cinco mil palabras si hace falta. Estoy dispuesto a cualquier...

–¿Y cómo es posible que suspendieras? –dijo, interrumpiendome–. Con todo lo que preguntas en clase...

Podía escuchar mis propios latidos.

–Lo sé, es que...

–No será –volvió a interrumpirme, cuando más desesperado estaba–. ¿qué te distraes más de lo que deberías?

De pronto dejó caer la zapatilla que llevaba desatada sobre mi mesa. Su calcetín color rosa pastel tenía manchas húmedas en la zona del puente y los deditos.

–Eres un aprovechado y mi deber como tu profesora es educarte, guapo –dijo acariciandome una mejilla con su esbelto pie–. Estas vacaciones te voy a enseñar cómo se siente que se aprovechen de ti.

El dolor que sentí en mi orgullo cuando empecé a temblar me perforó las sienes.

De pronto, la puerta de la clase se cerró con llave desde fuera, y la tía buena de mi profesora ensanchó esa sonrisa tan cachonda.

Hizo danzar aquel pie medio húmedo frente a mi nariz, trate de contener la respiración, ¡pero ya era tarde! 

Mi cruel profesoraWhere stories live. Discover now