Capítulo X. Hostilidad

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El mensaje llega al alba. Lawan siente su presencia antes de escuchar los cascos del caballo que suben por la pendiente hacia su choza.

Ella detiene lo que está haciendo. El tejido cae sobre su regazo, la bola de hilo rueda sobre la madera desgastada y la silla rechina cuando se levanta de golpe.

Va hacia la ventana, abre la cortina y observa con ojos ansiosos al hombre que baja de su montura. Es alto, fornido y de rostro amable. El mismo de siempre.

Lawan cierra la cortina de golpe. Da media vuelta y regresa a su silla. Recoge su tejido con manos apresuradas y lo dobla con cuidado antes de meterlo en la canasta sobre la mesa.

Hay dos golpes en su puerta. El caballo relincha en su patio.

Lawan cubre el contenido de su canasta con una piel de cordero y mira la madera vieja. Sus ojos no son amables cuando gira el pomo y enfrenta al hombre en el umbral de su choza. Tiene que levantar la cabeza para mirarlo pero la hostilidad en sus ojos no conoce de alturas.

—Salud y consuelo, mi señora —el hombre le da el saludo habitual. No sonríe está vez a pesar que siempre lo hace.

Es un beta. No huele a nada más que a manada.

Lawan frunce la boca con asco.

—No necesito consuelo alguno —le dice. No hay cortesía en su tono—. Llévame con él.

No es una petición.

El beta suspira. Parece haber esperado la reacción. Por supuesto que lo hizo.

—Tu presencia no fue solicitada.

Lawan levanta el mentón con desafío. Hay un fulgor en su cuerpo que escapa de sus ojos con un desagrado vil y cínico.

—Mis brebajes, mis condiciones —le dice lentamente, una pauta en cada palabra—. Nadie más que yo puede administrarlos, menos aún a mi hijo. Tu Alfa lo sabe mejor que nadie.

El beta la mira con cansancio. No parece contrariado. Era demasiado esperar que Lawan accediera sumisamente. Ella ha estado acechando esa maldita ventana todos los días por casi una semana. Contando los días, las horas, los minutos. El enfado creciendo a medida que la luna avanza.

El hombre asiente con rigidez.

—Te llevaré hasta ahí.

Ella mira al caballo.

—Iré por mis propios medios. Dime dónde lo tienen y vete.

No le sorprende cuando el beta le da la ubicación de la cabaña, es la misma de siempre, pero la amargura tuerce sus entrañas. Es como una cruel burla. Una que hace doler su estómago y lo vuelve un nudo apretado de rencores pasados.

Ella no pierde el tiempo. Coge su piel de ciervo y se abriga con ella mientras sale de su choza con pasos apresurados.

Las mañanas son más frías después de la hoguera. El viento ruge con más fuerza entre los árboles del bosque. El sol se ha levantado pero aún es demasiado temprano para cualquier actividad en la manada.

Lawan cierra su capa alrededor de su cuerpo delgado mientras sube con cierta dificultad por la pendiente. Su aliento sale en ráfagas cálidas. Sus rodillas duelen. Las articulaciones protestan pero ella no se detiene. Su determinación es más grande.

La vitalidad de su juventud es un recuerdo vago pero el vigor de su alma sigue intacto, alimentado por el enfado que se cose lentamente en su corazón resentido.

Solo se detiene cuando ve la cabaña detrás de los árboles. La puerta está abierta y hay un único candil en la entrada colgando del techo. Él la está esperando, por supuesto que lo está haciendo. Igual que siempre. Igual que la última vez.

Lobo de Invierno |Zeenunew Unde poveștirile trăiesc. Descoperă acum