Capítulo 3

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La casa había vuelto a su rutina habitual. La señora Hobbit, el ama de llaves, se apresuraba de un lado para otro mientras su marido, que trabajaba de jardinero, se ocupaba de la nueva zona de juegos que Fluke y él habían proyectado al fondo del jardín.

Fluke sintió que su corazón se le encogía cuando, desde la ventana de su dormitorio, lo vio apisonar rítmicamente el pedazo de tierra en el que iban a colocar un columpio. Y sin embargo, al mismo tiempo, verlo continuar con sus planes sin perder la esperanza de que Lia volviera también lo reconfortaba. Cuando por fin bajó las escaleras para dirigirse hacia el comedor, encontró a Ohm de pie observando trabajar al señor Hobbit por la ventana. Era junio y el sol se ponía tarde, así que podía seguir haciéndolo hasta las diez si le apetecía. Aquel atardecer el jardín estaba bañado en una luz de color coral que lo teñía todo, incluido Ohm. Algo se conmocionó en su interior, algo largamente reprimido. El dolor de él por el hombre al que amaba. Por un momento, no pudo moverse ni hablar, no pudo ni siquiera hacerle saber que estaba delante. De pronto era a otro hombre a quien veía, otro hombre de otro tiempo que también solía mirar así por la ventana. Un hombre al que él se habría acercado corriendo, al que se habría agarrado y sobre el que se habría apoyado mientras le contaba los planes para el jardín, para su hija. ¿Cómo habría reaccionado Ohm si las cosas no hubieran sido tal y como eran entre ellos y él hubiera tenido libertad para ir a contarle lo que estaba haciendo el señor Hobbit? Se preguntó. ¿Le habría gustado saberlo? ¿Le habría interesado? ¿Habría querido unirse a ellos y proyectar también la primera zona de juegos del jardín para su hija? Sus ojos se llenaron de lágrimas que hicieron borrosa la silueta de Ohm, igual que si estuviera viéndolo a través de un cristal en medio de la lluvia.

Lluvia, recordó Fluke.

La primera vez que conoció a Ohm estaba lloviendo a cántaros. No era una lluvia fina de verano como se podía esperar por la época del año, sino un verdadero chaparrón bajo el cual la gente corría y se apresuraba. Fluke era un simple ayudante en un centro de jardinería de las afueras de Londres por aquel entonces. Tenía veintiún años y era tan tímido que se ponía colorado sólo con que un extraño le sonriera. Por eso prefería siempre trabajar con plantas que enfrentarse a los clientes. Sin embargo la empresa de jardinería había inaugurado un servicio para cuidar y sustituir las plantas de los grandes bloques de oficinas de la ciudad. Y a él lo habían encargado ocuparse de parte de ese trabajo. Le había costado todo el coraje del que disponía entrar en los jardines de los edificios de la lista que le habían asignado. Toda aquella timidez provenía de la infancia solitaria que había vivido con su padre, viudo y mayor, que se había retirado prematuramente de la enseñanza al morir su mujer y dejarle a cargo de su único hijo. Entonces se trasladaron desde las tranquilas afueras de Londres hasta los páramos salvajes de Yorkshire, en donde él decidió enseñar personalmente a su hijo en lugar de mandarlo a la escuela más próxima, a cinco kilómetros. Tenía trece años cuando él, de pronto, murió de un ataque al corazón mientras daba un paseo por su adorado páramo. Fluke lo intuyó cuando vio volver solo al perro, Sam. Después de aquello, lo mandaron a un colegio interno para terminar su educación, colegio que fue pagado con la herencia de su padre. Pero para entonces la timidez formaba parte ya de su carácter. Le costaba mucho tratar con el resto de los chicos del colegio. A duras penas aprendió a comunicarse con otras personas de su entorno, y nunca consiguió hacer verdaderos amigos. Se pasaba la mayor parte del tiempo libre vagabundeando por el jardín, lo cual fue posiblemente la causa que le llevó a interesarse por las plantas. También ayudó, desde luego, el hecho de que el jardinero del colegio fuera un hombre callado y amable. Le recordaba mucho a su padre, se sentía a gusto con él. Gracias a él descubrió que tenía buena mano para las plantas. Era una habilidad especial para hacer que todo creciera. Ya estaba decidido a asistir a un colegio para estudiar jardinería después de acabar la escuela cuando ocurrió otro desastre en su vida. Justo antes de los exámenes finales tuvo un ataque de fiebres glandulares que le impidieron presentarse. Padeció aquel virus durante todo un año, y cuando por fin se recuperó los fondos que había dejado su padre se habían acabado. No podía presentarse a los exámenes de nuevo ni intentar asistir a escuela alguna, tenía que encontrar un trabajo. Por esa razón aquel día en particular, cuando conoció a Ohm, estaba en una calle de Londres. Se tropezaron cuando Fluke se dirigía de nuevo al centro de jardinería después de visitar un jardín de un edificio de la lista. Él salía en ese momento de un coche negro. Era la hora de comer. Acababa de comenzar a llover con bastante fuerza y la gente corría a refugiarse. Fluke se apresuraba por la acera con la cabeza agachada justo cuando paró un coche negro. La puerta se abrió y un hombre salió de él chocando con él y casi tirándolo.
— Lo siento — dijo el hombre. Eso fue todo. Él se mezcló con los peatones y entró en un edificio. Y ahí debería de haber terminado todo. A veces, cuando volvía a rememorar aquel encuentro, se sorprendía a sí mismo deseando que hubiera sido así. Su vida hubiera sido por completo distinta. Sin embargo en otros momentos pensaba que aquel encuentro no le había procurado más que bendiciones. Si no hubiera sido por él nunca habría sabido que era capaz de amar con la profundidad con que había aprendido a amarlo a él. Había sido siempre tan tímido que no se había atrevido a vivir grandes emociones. Nunca habría conocido su capacidad para experimentar la pasión, ni cómo esa pasión podía hacerle superar la timidez en los momentos en que Ohm compartía ese fuego con él. Y sobre todo no habría conocido el amor más grande de todos, el amor que siente un padre por su hija.

Anillo de traición Where stories live. Discover now