13. Rojo escarlata

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Durante aquella época buscaba gozar de mi limitada libertad y tener un poco de diversión. No había nada de malo en eso desde mi perspectiva.

En consecuencia, no permitiría que nada me arruinara aquella brillante oportunidad, ni siquiera la compañía de mi insufrible compañero. Exploré las posibilidades de lo que podía salir mal afuera. Diego ya había descubierto los pasadizos secretos y, si filtraba la información de que yo me fugué por una noche, tendría que dar explicaciones de cómo lo sabía y se hundiría conmigo. Ergo, no tenía nada más que perder.

―Está bien ―accedí, volteando para ver su cara de victoria, y tomé la delantera―. ¿Qué espera? Vamos.

Esforzándose para no elevar una de las esquinas de sus labios, Diego me acompañó.

Según mis cálculos, acorde a la nota, no faltaba mucho para la salida y continuamos caminando sin mayores inconvenientes por aquel espacio reducido y algo mohoso. Era tan pequeño que no cabíamos los dos para transitar uno al lado del otro, lo que me ponía paranoica porque Diego iba detrás de mí.

―¿Qué iba a decirme? ―cuestioné al recordar que mencionó que vino a conversar conmigo y nunca dijo por qué.

―Oh, nada en particular. Iba a improvisar. Simplemente, se me antojo charlar con usted.

―¿Por qué?

―Mitridatismo ―respondió Diego, templando su voz―. Mi pequeña dosis diaria de veneno.

―Lo envenené una vez. ¿Me lo va a recordar toda la vida?

―Bueno, un intento de homicidio no es algo que me sucede a diario.

―¿No? ―consulté, extrañada―. ¿Y qué hacen todos sus otros enemigos? Son terribles en su trabajo. Alguien debe decirles algo.

―¿Qué? ¿Acaso planea crear un sindicato?

―Quizás.

Fue una broma. Más o menos.

―¿Y qué...?

―¿Puede dejar de hablar y concentrarse en el camino o es muy complicado para usted?

―No, no lo es. Puedo hacer más de una cosa a la vez ―dijo para fastidiarme―. Yo también tengo una inteligencia superior.

Estábamos tan distraídos con nuestra conversación que la sorpresa nos sobrecargó cuando literalmente vimos una luz al final del túnel.

Me entusiasmé igual que una niña.

Si bien había una reja de hierro oxidado que servía como puerta, fuimos capaces de ver un poco de lo que nos esperaba. Metros de un sector baldío nos separaban de las calles pobladas de personas, las casas extraordinarias, los espectáculos extravagantes, los puestos nocturnos de los mercados ambulantes, y la vida que jamás disfrutaríamos por más de unas horas. Observé todo fascinada. Era lo que siempre había querido contemplar, incluso más que las estrellas.

Se me hizo un nudo en la garganta y fui retrocediendo de manera inconsciente. La ilusión se convirtió en incertidumbre de improviso.

Un nerviosismo hizo que me hormiguearan las extremidades. La inseguridad subió su intensidad como si hubiera subido por una escalera directo a mi cerebro. Temblé, vacilando.

¿Qué pasaría si no era como lo había imaginado? ¿O si de verdad intentaban dañarme ahí afuera?

Entonces, mi madre estaría en lo correcto. Qué horror.

Estaba en una encrucijada. Soñar era sencillo, como sentir mariposas en el estómago. Pero la realidad era tan dura como tener un dolor de estómago.

―¿Qué pasa? ¿No va a ir? ¿Dónde está la chica que entró como si nada a un edificio lleno de personas que querían matarla? ―objetó Diego con la rara intención de animarme.

ConstruidosWhere stories live. Discover now