1 : Pesimismo

982 130 28
                                    

Cincuenta y tres minutos después de las seis en punto, me dejé caer en la banca oxidada del parque, la que estaba frente a la nevería, como Pete había especificado.

Era un parque bastante concurrido; tomando en cuenta que las áreas verdes no eran tan frecuentadas como alguna vez lo fueron, y la gente ya no solía preocuparse. Pero parecían preocuparse por ese parque en particular.

En mi trayecto hasta la banca, no vi ningún árbol seco, sólo algunos a punto de hacerlo, como el que estaba al lado de mi destino. No podía ser un buen presagio. El resto de ellos ondeaban frondosos, del verde más verde que una planta podía lucir.

El cielo tampoco anunciaba bien. En la ciudad, los atardeceres eran dignos de fotografía, de esos que suben a internet, naranjas, o morados, a veces creía que dependía de mi humor. Nubes grises, casi siempre. Grises, esbeltas y derechas, eran una buena adición al lienzo colorido.
Ese día, sin embargo, el universo se había quedado sin nubes, y también sin pintura naranja. Ni siquiera un trazo de morado. El horizonte pasó de ser azul claro a un azul opaco, que prometía oscurecerse pronto.

Podía culpar a la repentina aparición de Gerard en mi vida, aunque siendo honestos, mi pesimismo era el único culpable en la escena.

Después de mirar a mi alrededor, buscando algún otro árbol seco, o alguna nube solitaria en el cielo que comenzaba a apagarse, bajé la vista hacia el reloj en mi muñeca.

7:02

He ahí otro punto en su contra: impuntualidad.

Sonreí para mí mismo, zapateando unas cuantas veces con ansiedad. No iba a soportar eso por mucho tiempo, así que me dije que si el hermano del chico por el que mi mejor amigo parecía tener algún tipo de fascinación no aparecía antes de las 7:07, me levantaría de la banca y no miraría atrás, sin importar que Gerard fuera un tipo sensible.

En cinco minutos podían pasar muchas cosas.

Una persona puede desangrarse en menos de cinco minutos, una relación puede ser arruinada en menos de tres y gente como Pete tenía el talento de tomar una botella de vino en solamente treinta segundos.

Viéndolo así, es mucho tiempo.

Once minutos después de mi llegada, mis pies daban cien zapateadas por segundo, y mis dedos tamborileaban como si mi vida dependiera de ello. Mis labios picaban en necesidad de un cigarro, aunque no fumaba. Pensé en levantarme de mi lugar y correr más allá de la nevería, y más allá de mi casa, hasta un lugar donde no fuera un ser tan ridículo en cuanto a relaciones, o citas, en donde los veintiocho años no se vieran como una edad patética, una flor a punto de cerrarse. La crisis de los treinta se preparaba para brincarme encima, y mi falta de pareja sentimental no hacía más que presionarme más.

A las 7:05 quise romper en llanto.

Pero eran sólo dos minutos más. Fijé el pensamiento en algo más, como en la nevería de enfrente, o en la niña comprando un helado dentro de ella. Pensé en los niños, los bebés y qué los traía a este mundo. En cómo uno no cabía en mi vida --o en mi casa-- En sus pequeños dientes, sus caras sin barba, cabezas casi lampiñas, y si no, con cabello siempre enredado, siempre alborotado. Los ojos de esos seres nunca parecían encajar en su rostro redondo, y sus cejas pedían a gritos ser remarcadas. Los veía como enanos inútiles, egoístas, incapaces de cuidarse a sí mismos, o de siquiera soportar sus propios pensamientos incensatos.

En que yo alguna vez fui uno de ellos, y ahora era sólo un tipo esperando a su cita en la banca de un parque concurrido, que por cierto, estaba pensando en abandonar hasta que Gerard apareció, seis minutos después de lo acordado.

Al principio no supe que era él-- no noté la silueta promedio caminando hacia mí, o si lo hice, no distinguí mucho de ella.

Fue hasta que me sonrió, que pude adivinar que él era Gerard.

Y el mundo se detuvo, y no porque fuera amor a primera vista. Sino porque los nervios de repente fueron demasiados, y me sentí tan viejo y oxidado como la banca en la que estaba sentado, que alguna vez fue blanca, y ahora era color cobre, con algunos rayones pálidos por aquí y por allá.

No podía esperar mucho más de una cita a ciegas; su cabello era relativamente corto, y estaba peinado hacia arriba, como el buen militar que tal vez sería. Sólo me miró una vez, después sus ojos paseaban por todo el al rededor, evitando mi silueta por completo. Caminaba con pasos largos, poco decididos, cabeza gacha. No era difícil saber que él estaba tan nervioso como yo.

Por un momento, creí que estaría bien. Su primera impresión en mí había sido bastante buena, y lucía mejor que la chica Madonna con la que Pete me había arreglado la última vez. Creí que estaría bien, hasta que vi la extensión de su sombra a un lado de él.

No sé cómo no vi antes la pequeña niña aferrándose a su brazo, tal vez es que era tan pequeña que se perdía en la periferia. Pero una vez notada, era imposible echar su presencia a volar. Podía ser por los colores que vestía; opuestos a los del hombre junto a ella. Brillantes. Ropa que gritaba "mírame" en todos los sentidos.
El cabello desarreglado del que tanto había estado pensado volaba sobre su cabeza en dos coletas minúsculas, una liga roja, otra verde. Estaba a punto de descifrar su número de zapatos cuando Gerard finalmente apareció frente a mí.

Me digné a despegar la vista del pequeño ser junto a él para mirarlo a los ojos, con lo que esperaba fuera calidez.
Él sonrió, y me tendió la mano.

"Frank," dije " Frank Iero."

Sonreí por igual, sintiéndome un poco más calmado.

"Gerard," dijo él, voz aguda, pero no lo suficiente para llegar a lo femenino. "Gerard Way."
Su sonrisa sólo parecía crecer, y el ambiente se relajaba junto con sus labios. Si miraba al cielo estaba seguro de que vería que las nubes habían aparecido de nuevo.

"Y ella es Bandit." Jaló con suavidad a la niña junto a él, ni siquiera se molestó en asomar una sonrisa, su miedo hacia mí era obvio y yo no sabía si sentirme ofendido por ello.

"Oh, ¿y está perdida o algo así?" Pregunté, sin saludar al ser.

Gerard soltó una carcajada baja, poco sonora.

"Oh, no. Es mi hija."

El mundo se vino abajo. Fruncí el ceño de inmediato y sentí cómo volaba hacia atrás por el impacto de la respuesta. Aclaré la garganta y parpadeé, incrédulo. Miré a la niña una vez más, después a su padre, moviendo la cabeza de izquierda a derecha, buscando similitudes. No encontré nada.

"Espero no te importe. La niñera no podía venir hoy y...-" Se excusó, rascándose la nuca.

"No, está bien." Mentí y sonreí. A veces es mejor mentir.
Pero esta era una de las mentiras más grandes que jamás había dicho.

Bandit -Frerard-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora