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El sigilo de los pasos amortiguados en la alfombra me arrancan de las garras de la inconsciencia. Tan profunda y serena que aún con el aroma a casa impregnado en la almohada y el peso hundiendo la cama a mi lado, me cuesta abrir los ojos al primer intento.

Recapitulo lo ocurrido horas atrás y como una película proyectándose en mi mente, me inundo de memorias recientes al sentir el chasquido de mis articulaciones y el dolor concentrado en mis caderas.

Levanto la cabeza atolondrada y abro los ojos en un movimiento tan rápido que me deja la cabeza bailando. ¡La cirugía! Me recuerda una voz precavida.

Aparto las sábanas descubriendo mi desnudez, tanteo la piel de mi abdomen y más abajo, buscando texturas y sobrantes, no percibo nada más que seda decorada por líneas claras que se expanden como raíces pero no alcanzan a tocar el ombligo, ese agujero que por primera vez en años vuelvo a ver a primera vista y no escondido entre piel rugosa.

Y quise llorar, dejarme abatir por el sentimiento de confianza que la vista me otorga. Por fin.

—Buen día—la voz ronca de Eros traspasa y aviva mis sentidos—. Café sin azúcar, necesitas recobrarte de la noche y prepararte para el resto del largo... largo día.

Trato de modular pero el bostezo irrumpe el manso intento. Me apoyo el espaldar y recojo las piernas, contemplando la camisa rosa claro que viste y exhibe sus brazos gruesos, fibrosos, de venas prominentes.

Mismos brazos que horas atrás sostenías mis piernas sobre sus hombros, una postura que en cinco años jamás me atreví a repetir, cinco años de compartir mi cuerpo oculto bajo camisones, duchas a solas y trajes de baño de buzo.

Cinco años. El tiempo es relativo, inclemente y tan amargo como el café caliente escaldándome la lengua. Se siente como dos soles atrás.

—¿Qué hora es?—mis voz araña mis cuerdas vocales—. ¿No se han despertado?

Afianza con cariño una mano a mi tobillo, mi pulso galopante me corta la respiración al mirar ese precioso azul resplandecer ante la cálida luz de una mañana de verano en Nueva York.

—Pides un milagro, mi amor—su risa grave viaja a través de sus dedos a mi piel—. ¿Cómo te sientes? ¿Te lastimé? ¿Te duele la herida?

Vuelvo a echar una ojeada, la única secuela latente es un ardor especial en la entrepierna y ese, ese siempre es de mi agrado.

—No, solo es raro no sentir la piel colgando después de tantos años.

Era lo que necesitaba, ¿no? ¿Entonces por qué siento que eliminando esa parte de mí, borro los recuerdos pesados y cansados?

Comienzo a comprender las respuestas una más feliz y complacida que la anterior de mamá las veces que indagaba como vivió sus embarazos y primeros años, los registros de esos primeros meses tormentosos de calificarme como la peor madre por no sentirlas mías, de negarme a atenderlas y sufrir delirios sombríos donde eran cien por ciento de Eros, de no encontrarme en el espejo,  se agrietan, desvanecen o simplemente creces en ti y tomas lo que te impulsa a levantarte todas las mañanas, porque reconoces que la carga de esos días estanca.

Con tres niñas creciendo, evolucionando y aprendiendo todos los días, permanecer en el pasado no es una opción.

Consumo la bebida sin prisa, disfrutando del sabor intenso, la temperatura de la mañana y las caricias de unos dedos conocidos que persiguen la línea de vello que nunca alcanzo a retirar.

—¿Estás feliz?

Unos mechones de cabello me rozan los pómulos cuando afirmo.

—No tienes idea de cuánto—una risita salta de mi boca—. Estaba pensando en ir por implantes, he visto que los pezones miran abajo y no arriba, ¿qué piensas?

The Right Way #2 Where stories live. Discover now