20 de mayo; [capítulo 3]

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Estuve en el hospital ayer por la tarde.
Otra más de las típicas visitas de las que ya estoy harta y de las que en serio desearía poder librarme. Análisis, pruebas y un estúpido pinchazo por cada una de ellas, me siento una especie de alfiletero humano, sin mencionar todos los tubos y líquidos que esperan entrar en mi cuerpo. Luego llega la parte de entrar al horrible e incómodo tubo que escanea mi cerebro; quedarse inmóvil por treinta largos minutos sin nada más que una delgada bata sobre la piel, observando la descolorida mitad de una circunferencia sobre ti es TEDIOSO, todos mis músculos se adormecen. Me siento como una dura tabla de madera al levantarme [al menos puedo ponerme la ropa de nuevo y no estar semidesnuda caminando por los pasillos].
Después de un par de horas más de TODO eso, fui a dar mi rutinaria caminata por el hospital. Un piso más arriba está la habitación de Sarah, una pequeña de siete, fue la primera paciente que conocí cuando llegué aquí.


Estaba parada al final del pasillo, sostenida de la mano de la enfermera que la llevaba a su habitación. Yo me había enterado de la "bomba" minutos antes, caminaba sin rumbo, sin prestar atención, solo haciendo tontas preguntas a mi cabeza y maldiciendo por dentro.
Se detuvo.
Sus ojos eran azules y su cabello rubio, tenía muchas pecas esparcidas por el rostro.

—Hola —exclamó con entusiasmo.

Había pasado dos o tres pasos delante de ella.
Me di vuelta al escuchar la voz atrás de mí.

—Hola —respondí cuando estuve frente a ella.

—¿Tu también estás enferma? —preguntó, alzando la vista hacia mí.

—Si, lo estoy —afirmé. Intentando aún en ese momento procesar todo lo que había pasado.

—Los doctores dicen que mi sangre está enferma —continuó— ¿también estás enferma de la sangre?.

—No —negué. La enfermera trataba de hacerla entrar en la habitación, ella se acercó a mi un poco más.

—¿Donde está tu enfermedad entonces?

Me incliné con las rodillas en suelo frente a ella.

—Está en mi cabeza.

Sus pequeñas manos se alzaron y las puso sobre mí.

—Yo no veo nada —dijo, inspeccionando mi craneo con sus ojos.

—Es por que está adentro —expliqué.

—Sabes —enunció— eres como mi hermana Lena.

—¿Y donde está tu hermana? —pregunté, despegando las rodillas del piso.

Me miro en silencio un momento.

—Está en el cielo —respondió con un hilo de voz.

El dolor parecía escapar por sus ojos adormilados. Su hermana había muerto en un accidente de auto unos meses antes de que ella fuese diagnosticada.

—¿Puedo pedirte algo? —preguntó.

—Si, claro.

Se acercó hasta mi oído y puso sus manos sobre mis hombros.

—¿Puedes ser mi hermana? —susurró.

Me quedé en silencio. Al escuchar sus palabras llenas de inocencia era casi imposible contenerse. Me pareció que la vida era injusta y cruel, que disfrutaba cada uno de los crudos golpes que nos daba, que se esforzaba en hacer sufrir a las personas y quemarlas hasta que no quedaran más que cenizas, que éramos solo sus estúpidas marionetas a las que podía desechar cuando quisiera.
Estaba enfadada, con todo, gritaba por dentro, ese día me di cuenta de que no importa lo que hagas, resulta ser inútil, no importa que creas tener el control sobre tu vida, no lo tenemos en realidad. Quería poder gritar y dejar salir todo lo que pasaba por mi cabeza, pero tampoco hubiese tenido sentido.
Se que un guardo todo lo que cruzó mi mente ese día, pero sería en vano decirlo ahora.

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