LA ÚLTIMA ESPERANZA

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LYA


1

La habitación en la que nos encerramos se estremecía. La puerta de seguridad, blindada, temblaba ante la fuerza del monstruo al otro lado. Ese algo la golpeaba pesadamente para entrar a conocer a sus amigos; las paredes se sacudían el polvo que las habitó durante siglos, resquebrajando los pilares y haciendo que todo –todo– se agitara, y las terminales, en desuso desde tiempos inmemoriales, estallaran entre relámpagos de luz purpúrea esparciendo cristales encendidos por el lugar, dándole a todo un fantasmal brillo encarnado mientras crepitaban por el suelo.


Vi la silueta de Herz, en el centro de la habitación, aparecer y desaparecer en los destellos que producía un cable precipitado desde lo alto; se debatía como una serpiente descabezada mientras escupía humo y chispas.

«Es el monstruo: él crea las chispas y las explosiones. Aquí abajo no hay fuentes de alimentación. Juega con nosotros porque nos odia.»

Otra sacudida mucho más fuerte y terrible tiró armarios y cajas y objetos de metal allá en la oscuridad. El aire vibró, arrastrándose hasta mis oídos con un rumor de violencia indiscriminada. ¿De dónde venía? Primero estaba frente a mí, luego; a ras de suelo, o; encima. ¿Dónde estás, hijo de ráncor?
Era un sonido desordenado, seco, estrepitoso. Vinieron a mi mente miles de huesos –gente muerta– golpeando las paredes de metal y cemento. La muerte sonaba así.

«Es grande—, dije—, inmenso. Está envolviendo la habitación. Se la está comiendo.»

Abalancé mi cuerpo contra la puerta con un grito que solo se oyó en mi mente. Los pasadores cedieron y salí despedida hacia atrás. Era el acto desesperado de alguien que iba a morir. Mi espalda crujió contra la pared y caí, y sentí que esa cosa se alegraba. Se ríe de mí. Al abrir los ojos vi que el techo incendiado se ocultaba difuminado tras un velo incandescente. Olía como si alguien estuviera quemando ropa vieja.
«Estoy cansada de huir—, me dije al dejar de luchar contra mis párpados, tendida en suelo—. Estoy cansada de huir—. Y mis ojos se cerraron.»

El retorno al mundo de los vivos fue una especie de disolución lenta. Una sueño que no lo era cuando me di cuenta.

«Sigo viva.»

No había fuego, ni chispas, ni rayos, aunque sí sus recuerdos en forma de destrozos: sombras de ceniza, galaxias de cristales por paredes y suelo. Todo bajo la luz de una lámpara penduleante que se negaba a desprenderse del cable que la ataba a la vida desde lo alto.

Y lo comprendí.

«Quiere que siga viva y yo no quiero morir.»

Reinaba el silencio, pero no su ausencia. El monstruo estaba callado, al acecho como una bestia que estudia a su presa –yo– consciente de que no puede escapar, y afila sus garras con la paciencia de alguien que ya es ganador.

Deseé que mis piernas no fueran un recuerdo y siguieran en su sitio porque las sensaciones que me llegaban de ellas eran muy débiles. Las palpé con las manos: estaban allí.
Poco a poco todo volvió a su lugar.

«¿Dónde está Herz?—. Moví mi cabeza sin despegarme un milímetro del suelo. Vi su cuerpo a unos metros de mí, tendido inconsciente y a salvo—. Espero que hayas logrado lo que estuvieras haciendo, idiota.»

Pensé en Flaybourne, ¿ese era su nombre de pila o su apellido? Recordé su mirada cuando me escuchó cantar y la luz de su casco diciéndonos que corriéramos. Quise acordarme de cómo era su rostro y no pude. Ya no existía.

Jedi Trial: Los caminos convergenWhere stories live. Discover now