INVESTIGANDO EL LUGAR

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LYA


En lo alto de la fachada del templo se podía contemplar cómo crecían las sombras en el patio de ruinas. La luz que se filtraba del techo se hacía más tenue cada vez que miraba y todo se volvía más incierto y grande. El murmullo del agua correr seguía presente, borboteando por los rincones del lugar. Se podía ver, aún, el sitio humeante donde estaban los rastrojos de la fogata que habían hecho y, al final, en el recodo del otro extremo de aquel patio, se veía la cueva; una de las cascadas por las que manaba el agua de algún sitio de la superficie no dejaba verla plenamente.


—Cuando antes te hablé de nuestra antigua amenaza—, dije a Herz sin dejar de mirar en aquella dirección—, también pensé en los jedis y los siths y el imperio, pero no creo que sea eso—. De hecho, después de salir de aquella caverna, supe que no se trataba de eso—. No se trata de una guerra entre dos facciones por el control de la galaxia, sino que es algo primario, algo que tiene que ver con la naturaleza de los seres vivos—. No me salían las palabras para poder explicarme, además, tampoco me parecía que existiesen los siths, o al menos según las antiguas costumbres del reverso tenebroso. No desde la muerte del Emperador en los tiempos antiguos. Los jedis habían ganado la batalla cultural, y parecían haber tomado sus costumbres y filosofía –con matices–, utilizando sus armas, sus símbolos y llevando al extremo su fundamentalismo. Pero bueno, eso es otra historia.

Mientras comía la última mora del puñado que tenía envuelto en una de las hojas, encontré el cristal que me había dado Herz. Parecía un topacio de color entre pardo y amarillo, translúcido y rasgado, con un brillo vidrioso y algo de costra blanquecina muy dura que no se podía quitar con la uña. No estaba muy pulido y parecía sucio, resquebrajado por dentro. No sé para que lo querría, pero lo guardé igualmente por si mi compañero de examen lo necesitaba más adelante, aunque creo que lo conservó porque era
brillante. A todo el mundo le gustan las cosas brillantes.

La única manera de salir de la habitación en la que nos encontrábamos era tirando abajo la pared. Fue fácil, no era sólida ni parte de la estructrua arquitectónica original. Los golpes secos retumbaban por todo el interior del edificio con un sonido sordo. Salían por la puerta que daba al pasillo sin suelo y se precipitaban por los corredores y galerías.

Las linternas nos daban ojos en la oscuridad, viendo las paredes de piedra berroqueña tomada por las macetas hidropónicas que en otro tiempo se encargaban de renovar el aire de los interiores; hoy muchas estaban muertas, marrones y negras, desbordadas, extendiendo sus raíces como finos hilos de cobre opaco. Aún sobrevivían algunos diseños de un material similar a la madera, de ángulos redondeados que suavizaban los bordes de las esquinas, igual que en la anterior. Muchos estaban secos y deformados por hincharse y desincharse con la humedad del ambiente, con clavos enmohecidos esperando acariciarte con el tétanos. Otros trozos parecían peligrosamente apolillados, ciñéndose sin éxito a los contornos rotos del cuarto.

Esa habitación tenía dos puertas, una estaba entornada y la otra ya no existía, y por los huecos entraba la luz del exterior de las ruinas desde el pasillo.

La humedad, el tiempo y los bichos habían dado cuenta de la mayoría de los materiales que hubo allí. Cubiertos, muchos de ellos, como buena parte del suelo, por las raíces que penetraban desde el techo, por encima de las paredes y cayendo hasta el suelo, haciéndose fuertes.

Herz y yo nos movíamos pisando raíces y pequeñas piedras y azulejos. Debíamos evitar concentrar nuestro peso en el centro de la sala por si cedía. Me acerqué a la puerta más cercana, la entornada, y la abrí de par en par. Ahí había pasillo, o por lo menos, una lámina que nos permitía cruzar a la puerta de en frente, que estaba abierta. A ambos lados en ese descansillo podíamos ver las entradas al cuarto de la fachada y al otro lado, con menos luz, las galerías interiores. Lo iluminamos con las linternas y daba a una pared que se desviaba en dos escaleras para subir a estancias superiores.

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