LAS RUINAS

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LYA

—Qué preciosidad de lugar...—, quise decir, pero mis palabras se quedaron atrapadas en la garganta, al poner un pie en aquella tierra húmeda que acabábamos de encontrar. ¿De dónde viene toda esta luz?

¿Una fuente de energía para un sitio como este? Los edificios de Coruscant acariciaban el cielo dondequiera que uno mirara; si se acababa de provocar una lluvia artificial para eliminar las partículas pesadas del aire, era lejos. Si no, en Coruscant tenían un término para llamar a ese tipo de niebla polvorienta y tóxica, smog. En mi lengua materna, el esthyseru, no existía una traducción directa, ya que no conocemos la realidad de ese término en Týrgun —aún, y cruzo los dedos— , así que lo llamaba Matymu, que era un compuesto de dos sustantivos: matira —niebla— y dymu —humo—. También podría llamarlo Dymuira, pero gustaba más Matymu.

En esas moles de kilómetros y kilómetros de alto y ancho habitaban trillones de personas. Todas viviendo en la ciudad que era el planeta más importante de la galaxia conocida. En un verano continuo, regulado por procesadores atmosféricos artificiales, que precisaban de una colosal demanda energética y no podría cubrirse únicamente con la que se produce en él mismo, y espejos orbitales que reflectaban una fracción de la luz —energía— de su sol.

Los niveles de dióxido de carbono sobrepasaban los límites recomendados por las organizaciones de salud intergalácticas y las enfermedades respiratorias parecían ya congénitas. La renovación del oxígeno se hace, en parte, con terminales hidropónicas repartidas en cada uno de los rincones de los sectores de la ciudad. Tampoco impiden que huela a ozono y sean, en su mayoría, inútiles —salvo, por lo que parece, en interiores controlados a los que debo mis hermorragias nasales—, y eso requiere, igualmente, una demanda de agua de proporciones que difícilmente podía una adivinar: cargueros espaciales del tamaño de varios cruceros intergalácticos la traían —en forma de hielo— para poder hacer esta labor y, a la vez, proveérsela a la población.

Cuando se usaba, el agua se convertía en residuos. Sumado a la cantidad de agua necesaria para la higiene, los habitantes de Coruscant generaban tales porciones de aguas fecales que podrían crear un mar por sí mismas. Y quien dice un mar dice océanos. El reciclado de estos residuos era muy costoso —como todo en Coruscant—, y no funcionaba al 100%. Había ciudades de un tamaño tal que en Týrgun las llamaríamos países. Muchos más grandes que Esthyse. Y había países que eran fábricas con chimeneas que nada envidiaban a nuestras cadenas montañosas.

Por norma general, eran comunes las restricciones energéticas y de agua, dependiendo de en qué sectores viviera uno. Era algo que se cuidaba hasta sus mínimas consecuencias. El gasto injustificado, inclusive teniendo un coste tan alto, estaba penado en Coruscant. Pero aquí, debajo de todos esos gigantes colosales que no permiten ver el cielo desde su base, había luz. Iluminaba lo que parecían unas ruinas antiguas. Tenían vegetación y hasta había agua.

¡Agua!

Al verla volví a ser consciente de mi herida y la carne rojiza de mi mano volvió a palpitar como si colmillos de ráncor hicieran tiras la piel una y otra vez. Sin parar.

Joder.

—Creo que podré mojarla—. Me acerqué al arroyo, pasando entre la hierba verde y fresca, con los dientes apretados. El agua parecía potable. Era agua corriente que manaba desde lo alto de las rocas y no apestaba como la estancada de los túneles del ascensor—. ¡Aquí podremos llenar las botellas, Herz!—. Parecía tan asombrado como yo al estar en este lugar.

—Vaya... esto es enorme—, comentó él sorprendido con los ojos abiertos de par en par.

Me acerqué a la vera del arroyo y lo toqué con la punta de los dedos de mi mano izquierda.

¡Aúduvoa briaro tse!—, exclamé volviendo involuntariamente a mi lengua materna. No me di cuenta de que gemía de placer. El agua estaba fría. Y corría entre mis dedos con el tacto suave de la seda. Cerré los ojos al sentir su caricia y se me dibujó una sonrisa en los labios. De repente, estaba en Týrgun, bajo uno de los árboles milenarios de Esthyse y los rayos de sol de Ságüelu me acariciaban la piel. El agua me besaba como un amante largo tiempo perdido que añoraba mi piel. El dolor de mi mano derecha era más llevadero. Qué gusto...

Saqué la mochila cerca del río, en un brazo de tierra que penetraba en el cauce del pequeño arroyo. No lo podía creer todavía. Es increíble que lo que más se parezca a la naturaleza de mi planeta, en Coruscant, esté bajo tierra en un lugar tan horrible. Saqué el botiquín de uno del bolso laterales; era rectángular, rojo y blanco, y tenía el símbolo de la orden jedi en la parte de arriba, también en rojo. Corrí las cremalleras y tomé el tubo de pomada.

Me sacudí el polvo del cuerpo y la cabeza.

—Debo estar guapísima—, pero ahora tenía que curarme la mano.

Me arrodillé en la orilla y arremangué. Tenía el botiquín a mi lado, con la crema regenerativa abierta. Miré mi mano y cerré los ojos. Lentamente focalicé toda mi consciencia en ella y sincronicé mi respiración y mis pensamientos. El constante correr del agua me sirvió de base. Comencé a sentir algo: los latidos de mi corazón. Pensé en el entrenamiento específico de Kayna y tomé control de todos los músculos de mi cuerpo. Les ordené tensarse, y se tensaron. Les ordené relajarse, y lo hicieron. El adiestramiento funcionaba. El abatimiento, el cansancio, el dolor... todas esa sensaciones atenúan tus sentidos. Me volví consciente de cada tejido de mi cuerpo, y este coadyuvó para diluir la tensión y la rigidez de la mano, de las articulaciones doloridas y los golpes. El dolor seguía ahí, sí, pero no dolía, solo era consciencia, el testimonio del funcionamiento de los nervios de la carne escarlata palpitante de su mano.
Ordené a mi cuerpo que sumergiera la mano derecha en el agua, de la misma manera en la que me había iniciado Kayna. Pude sentirla como si estuviera conmigo. Cerca, pero lejos. Me observé relajar entre rumor del agua brotar entre las rocas. Mi percepción me hizo partícipe de cómo recuperaba fuerzas. Mi cuerpo obedecía.

Mi consciencia decidió llevarme a Esthyse, a un camino montañoso, de verde oscuro y tierra de un color entre gris y marrón. Motrasyrana, o el Monte Sagrado, en el dialecto estandarizado de Coruscant, el de la zona del templo —aunque en realidad, sería Mon(te)sagrada, porque en mi lengua, monte es femenino—. También veo piedra desnuda, húmeda, bañándose en la luz de Ságüelu. Era arriscado, difícil de transitar, pero familiar. Se volvió un sendero serpenteante, bordeado pos setos, brezos y ginestas creciendo entre las grietas de las piedras asentadas en él. Sapinos, abedules, robles, suspirando.

Sentí el aire en mí. Mi mano calmarse.

Las ruinas de piedra de este lugar me llevaron allí. En ambas hubo algo en otro tiempo. Las columnas agrietadas y carcomidas de piedra con sus ápices quebrados, túmulos olvidados en aquellos montes. Enemigos del tiempo, que se había llevado sus secretos. La visión de mi hogar... comencé a descifrar cansancio y pena en mi corazón. Frío en mi mano. Abrí los ojos y saqué la mano del agua.

—Yá está—. Si me abstraía demasiado corría el peligro de aislarme en mí misma. Pero también era la sensación de que había logrado el equilibrio en mi concentración.

Me arranqué un trozo de la manga derecha con la otra mano. No hubo drama, ya estaba deshilachada. Me sequé las gotas que corrían por el brazo y la mano, sin frotar. La crema estaba fría y calmaba los últimos recuerdos de la quemazón. La esparcí con suavidad, intentando mantener la película de esta entre los dedos y la mano, sin contacto. Menta. En segundos pareció absorverse. Saqué las vendas estériles del botiquín y me la envolví completamente, pasándola por entre los dedos, el dorso.

Después humedecí la parte exterior y se endureció, pero por dentro seguía una agradable sensación, seca y fresca, muy suave. La cerré todo lo que me permitía el vendaje, sin forzar, dejando que la crema hiciera efecto.

—Sí, señora—, me senté en el suelo—. Esto es—. Suspiré.


Jedi Trial: Los caminos convergenUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum