¡CORRE!

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LYA


Mientras nos preparábamos para abandonar la enfermería me di cuenta de que la mayor parte de todo el material que esperaba pudiera ayudarnos no estaba en condiciones de usarse; tenían fechas de hacía siglos a pesar del buen aspecto, desde antes que mi línea genética pudiera ser concebida en la mente de las ancestras de mis tataraabuelas o, directamente, ninguna indicación bajo la capa de mugre. No me interesaba descubrir lo que había dentro de aquellos botes, así que los dejé en el mismo sitio en el que los encontré por si alguien menospreciaba tanto su vida como para probarlas.

La percepción del tiempo en aquel lugar era engañosa, porque parecía que no había pasado, sin embargo, no era así para la mayoría de las cremas de regeneración, antibióticos, vendas de tejido inteligente, medicamentos... aunque las horas se hubieran detenido en aquel miserable lugar, tras aquella puerta maciza nada podía impedir que la vida siguiera adelante. Solo el sonido de plásticos crujir rompía la cruel monotonía de aquella cápsula del tiempo que era la enfermería.

Flaybourne se acercó a una puerta corredera en el otro extremo y, al moverla, las ruedas inundaron el lugar con sus chillidos roncos por un rail necesitado del cariño de un lubricante.

—Aquí me había escondido cuando aquello nos sorprendió en las galerías—, dijo él con resignación.

—¿Te siguió hasta aquí eso de lo que escapabas?—, le pregunté.

—No sé... no creo. Si no, no estaría vivo ahora mismo.

Noté que no quería hablar de ello. Está armándose de valor para volver a salir.

Bajó un par de escaleras con los bordes negros engomados que daban a un cuarto rectangular, y le seguí. Era amplio y blanco, del mismo aspecto aséptico que lo demás, con un armario metálico algo corroído y un escritorio de un material parecido a la madera, apolillado. Si hubo actividad allí, bajo esas lámparas de luz blanca roñosa y parpadeante, fue hace mucho mucho tiempo. Y se paró de repente.

Abrí un botiquín y encontré un estetoscopio, un esfigmomanómetro, paletas linguales, vendas y gasas de algodón, tablillas de rotura, torniquetes, antisépticos, hipodérmicas desechables, antibióticos y alguna cosa más. Guardé las vendas y las gasas, aún en sus bolsitas herméticas, los torniquetes, las tablillas. El esfigmomanómetro y el estetoscopio estaban rígidos por la falta de uso y el primero no parecía funcionar. Los antibióticos ni de casualidad me atrevía ni a tocarlos. Y las paletas linguales me habían hecho vomitar demasiadas veces siendo pequeña como para aceptar mínimamente la compañía de ese invento infernal.

Al ver la bata colgada de un perchero me vino a la mente la vida que hubo allí una vez. Gente ocupando esa estancia, una doctora atendiendo a sus pacientes, ansiosos por huir de aquella enfemería maldita antes de que fuera... maldita. Porque todo el mundo sabe que a nadie le gustan los hospitales. Un recordatorio de la propia mortalidad del ser humano, de la levedad de la carne. Luego me los imaginé tendidos muertos en el suelo, con sangre negra saliendo de sus bocas, hinchados y deformados.

Las luces blancas parpadearon, sumiéndolo todo en la oscuridad durante un segundo, y entonces vi a la mujer a la que había pertenecido ese despacho. Era ella, tirada de espaldas sobre las baldosas blancas, con su piel descolorida; era de un tono que iba desde el amarillo sucio al morado y al negro, en medio de la habitación. Había dejado su bata en el perchero y vestía pantalones caqui con raya, zapatos de tacón bajo y una rebeca marrón sobre una blusa blanca y colorada. Los gases del cuerpo parecían agolparse en su estómago, amenazando con hacerlo estallar bajo el bulto de la ropa. Su pelo era liso y estaba muy limpio; aún tenía unos cuidados brillos castaños en sus mechones, que caían tapando sus ojos y medio cubriendo el resto de su cara, en la que ahora solo se podían adivinar las facciones que fueron, en su momento, humanas. Desfiguradas. Caricaturescas. Venas y arterias dibujaban sus relieves bajo la piel. Sus dientes blancos relucían en la boca muerta, enormes dentro de su boca de encías resecas. Parecía haber muerto en pleno aullido.

Jedi Trial: Los caminos convergenWhere stories live. Discover now