Vigilias nocturnas.

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Londres, fines de Abril de 1264

Darien conducía a sus hombres por las calles silenciosas y desiertas, dejando atrás iglesias que parecían monstruos, tiendas cerradas y casas, todo semioculto en la espesa niebla que envolvía Londres.

Jamás había sido muy dado a las fantasías lúgubres, pero era tal su agotamiento nervioso que le pasaba por la mente la idea de ir recorriendo una ciudad abandonada. El ruido de los cascos de los caballos sobre el suelo le parecía apagado y distante; la luz de la antorcha que llevaba su administrador se reflejaba en la niebla y daba la impresión de rodearlos en un nimbo como si fueran santos de menor importancia en un rincón oscuro de una capilla olvidada. El chirrido de las ruedas de la carreta se le antojaban los crujidos que hacía una horca al retorcerse lentamente la carga humana que colgaba en el extremo del dogal.

Tenía la sensación de que sus acompañantes compartían sus sentimientos; iban con los hombros encorvados bajo sus capas, mirando hacia un lado y otro en la oscuridad, con los nervios de punta, alertas a cualquier signo de algún enemigo invisible que estuviera acechando en las sombras.

Estaba muy bien que estuvieran vigilantes. No infringían ninguna ley esa noche, no traicionaban la confianza de nadie, pero todo Londres se declararía su enemigo si se enteraban de la misión que debían cumplir.

Serena se dio una vuelta hasta ponerse de espaldas y se quedó contemplando la oscuridad. Tenía las mantas desordenadas y su peso la aplastaba en la cama, cama que jamás le había parecido tan grande cuando estaba Darien junto a ella.

Durante nada menos que dos semanas no habían dormido juntos ni conversado como marido y mujer, y ni siquiera saber que esa noche estaba ausente por asuntos con lord Haruka le servía para aliviar su sensación de soledad ni su sufrimiento.

Si no hubiera sido por el alboroto que armaron él y sus hombres al salir a esa hora tan poco habitual, ni se habría enterado de su salida. Él recibió su aparición con una expresión ceñuda y rígida, actitud que reveló sus intenciones con tanta claridad como si las hubiera gritado para que las oyera todo el mundo.

Ella lo desafió y acusó de enviar ayuda a Haruka aun cuando todavía desconocían el destino sufrido por su padre y su hermano. Él ni lo negó ni lo reconoció, se limitó a aconsejarle fríamente que volviera a su cama, para protegerse del frío y la humedad.

Pero ella no se acostó, se quedó en una ventana observando a los hombres cargar un arcón visiblemente pesado en una carreta tirada por un caballo, y cubrirlo con sacos de lana, y luego salir por la puerta. Sólo el crujido de las ruedas de la carreta y de los cascos herrados de los caballos anunciaron que se habían marchado.

Sólo una vez que se desvanecieron en la niebla los últimos ecos de la partida, ella se retiró a su habitación, cerrando la puerta y metiéndose en la cama como un ladrón sorprendido en mitad de un robo.

En su interior luchaban la rabia y la sensación de soledad, pero al final triunfó el miedo.

Miedo por su padre y su hermano. Miedo por Darien, por el riesgo que corría. Miedo por sí misma, que tal vez lo perdería todo justo cuando pensaba que lo tenía al alcance de la mano.

Se estremeció, y se subió las mantas hasta la barbilla. ¿Eso era estar enamorada?

¿Preocuparse, pensar, tratar de adivinar secretos a partir de las más fugaces miradas, de las más débiles pistas? Jamás se había inquietado así por Samuel ni por sir Kenji, ni siquiera cuando volvían a casa ensangrentados a causa de una u otra pelea; ni siquiera en esos momentos, en que no sabía nada de ellos. Pero Darien...

Cerró los ojos y se hundió más en las almohadas, con los oídos atentos para captar el más mínimo ruido que le anunciara su regreso.

-Maldita la niebla y maldito el frío. -Nephrite encogió los hombros en reacción al frío y se arrebujó más en la capa-. Y maldito tú, Darien, por sacarme de casa en una noche como esta, y más encima para esta misión. Este tiempo no presagia nada bueno.

La Novia VendidaWhere stories live. Discover now