La dueña de las llaves.

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Serena caminó por las calles atestadas, demasiado sumida en sus pensamientos para fijarse en la gente y el bullicio que la rodeaba. Helios caminaba a su lado, silencioso y vigilante como un perro obediente. Dos veces tuvo que cogerla del brazo para que no se metiera en un charco particularmente hediondo. Cada vez ella le dio las gracias, teniendo buen cuidado de no mirarlo a los ojos para no ver su preocupada mirada.

Una vez dentro de las puertas, lo dejó libre para ir a su trabajo y subió lentamente las gradas bajas de piedra que conducían a la sala. No había nadie en el patio ni vio a nadie del personal, sin embargo sintió una silenciosa expectación en el aire, como si la gente de Darien estuviera reteniendo colectivamente el aliento, a la espera de ver qué haría ella.

No se encontró con nadie en el pasillo tampoco. El suave cric cric cric de sus pisadas pareció resonar en ese espacio encerrado. Se detuvo, al ver que había olvidado limpiarse los zapatos del lodo y polvo pegados antes de entrar.

Se giró para rectificar el olvido, pero paró en seco al ver las marcas dejadas por sus zapatos sobre el suelo embaldosado, unas manchas amarronadas sobre las baldosas amarillas con dibujos rojos. Verlas la hizo chasquear la lengua, disgustada. Tendría que buscar a una de las fregonas para que eliminara las pruebas de su descuido. Y una buena capa de cera en ese suelo no iría nada mal tampoco.

No había nadie en la sala. La mesa en la que se había sentado Darien esa mañana estaba desarmada y apoyada en la pared del otro extremo, lista para armar nuevamente para la próxima comida. Se desabrochó la capa y la dejó sobre el banco más cercano. Le llegó a la nariz el aroma a carne de cerdo asándose y a verduras hirviendo; no llegaba fuerte el olor hasta allí, pero contenía la promesa de una deliciosa comida. Hizo una inspiración profunda, y con ella una nueva resolución.

Fuera lo que fuera lo demás que la esperaba, no era la señora de la casa Shields. Bien podía no saber nada sobre la vida de un mercader ni de lo que se esperaba de la mujer de un mercader, pero sí sabía de cocina, de limpieza y de administración de una casa grande. Si pretendía asumir la responsabilidad de dirigirla, nunca mejor momento para empezar que el presente, no se le ocurría ninguna manera mejor de empezar que con un asalto frontal al centro mismo de la casa.

Hizo otra respiración profunda, se secó las palmas en la falda y se dispuso a tomar por asalto la cocina y sus dependencias.

La estrategia de Serena no tenía ningún defecto, pero el momento elegido no era el oportuno.

Oyó rumor de voces antes de llegar a la mitad del pasillo hacia la cocina. A los pies de la escalera, el pasillo viraba a la derecha, acabando en un biombo de madera colocado allí para proteger de cualquier corriente de aire que pudiera estropear el trabajo de la cocinera. El biombo tenía una útil abertura, perfectamente situada para espiar.

La cocinera, Reika Preston, estaba sentada en un taburete con el gato de la cocina en la falda y rodeada por un pequeño ejército, que formaba un respetuoso círculo: la ayudante de cocina, las fregonas, el pinche de cocina y la anciana delgada encargada del pan. Frente a ellas estaba Zirconia sentada en otro taburete y rodeada por su círculo, formado por el jefe de mozos de cuadra, la camarera que hacía de mayordoma y uno de los mozos de cuadra que ayudaba en el jardín.

Entre los dos campos estaba Andrew, el guardia, ocupado vaciando una jarra grande de cerveza y regalando los oídos de sus oyentes con la historia del viaje desde Colmaine.

-Sí -estaba diciendo, con el aire de quien lamenta haber llegado al final de su cuento-. Fue la cabalgada más fría y pesada que he conocido, pero jamás oímos ni un asomo de queja de nuestra señora. Cabalgaba a la misma velocidad del amo, y así y todo, al final de la jornada tenía una palabra amable para el hombre que le cogía el caballo o le llevaba sus cosas.

La Novia VendidaWhere stories live. Discover now