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La noche me atrapó antes de poder cruzar la pradera. Seguía sin comprender cómo se me había hecho tan tarde, pero luego del perturbador descubrimiento en el lienzo, mi mente parecía haber dejado de funcionar.

Corrí tan rápido como me era posible. Todos sabían que no debías estar en la pradera de noche, y esa vasta extensión de tierra se mostraba ante mí casi como si fuese un camino que no terminaría nunca. La arenisca roja crujió bajo mis pies conforme me acercaba a ella y el cielo se oscurecía más y más, con la hora aunada a las nubes que habían vuelto a formarse.

La tormenta se desató sobre mi cabeza y no pude evitar darme cuenta de que en ambas ocasiones que trabajé sobre ese lienzo había sucedido lo mismo.

Con la horrible sensación de que alguien se me acercaba desde algún lugar que no podía ver, seguí corriendo hasta que tropecé con mis propios pies y caí de brices al suelo, ensuciándome de lodo.

Mis huesos protestaron, pero me levanté como pude. Tenía que hablar con Aodhan pronto.

No dejé de correr hasta que la pradera se quedó atrás y conseguí internarme en la calle empedrada que me llevaría a casa. En esa ocasión no me encontré con Jacob, gracias al Señor de las Espinas, o habría tenido una la terrible impresión de haber vuelto tres decenas en el tiempo.

Por fin logré llegar a casa y abrí la puerta en una carrera. Aodhan alzó su mirada turquesa del libro que sostenía con cierta dificultad —solo pude imaginar el suplicio que sería para mi hermano el no poder hacer más que quedarse a leer y a pelear con su dislexia— y levantó las cejas de forma inquisitiva, escrutando mi expresión y mi ropa empapada y sucia.

—¿Qué te sucedió? ¿Estás bien? Tardaste más que de costumbre. ¿Quieres que...?

—Algo no está bien —murmuré con voz ahogada, aún sin poder recuperar el aliento.

—¿De qué hablas?

—El lienzo, el de la pintura del príncipe...

Sus ojos analizaron cada centímetro de mi rostro con preocupación, como si no supiera exactamente qué buscaba, pero al mismo tiempo mi urgencia lo consternara tanto como a mí.

—Aegon, dime de una puta vez qué está pasando.

—Había un espejo debajo del lienzo.

Su rostro perdió todo rastro de color.

—¿Hablas en...? ¿Hablas en serio?

Apartó el libro y lo dejó en la mesita junto a su sillón mientras intentaba levantarse despacio.

Su brazo había sanado, tal como los curanderos aseguraron que haría. Su mano aún era un misterio y permanecía vendada, aunque daba la apariencia de poder moverla sin problemas, y Lirio lucía satisfecha con el resultado la última vez que había venido a revísalo.

Su pierna, por otro lado, aún nos tenía en ascuas. Comenzó a infectarse un par de decenas atrás, pero entre ella y Colton consiguieron evitar que se expandiera. Ambos creían que lo peor había pasado, aunque aún le quedaba una larga recuperación.

Aodhan tomó su muleta y se acercó a mí, mirándome como si solo pudiese creerme una vez que estuviéramos cara a cara.

—¿Crees que la familia Morgenstern sepa algo de la magia de los espejos?

Me encogí de hombros y negué con la cabeza.

—No lo sé. Solo sé que cuando toqué el maldito lienzo, la pintura estaba fresca. Y luego de que vi un reflejo en ella, ya no.

—Carajo —masculló—. Tienes que deshacerte de esa pintura de una vez. Entre más pronto nos alejemos de eso, mejor.

Le di la razón mientras acercaba una silla para que pudiera sentarse a la mesa.

Un palacio de espejosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora