Capítulo 7. En medio minuto

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Daniel admiraba a su pupilo tanto como Kilver lo admiraba a él.

Le habían dicho que se tomase unos días libres para estar con su familia y él, a pesar de que no podía participar en el caso de su hermana menor, había decidido seguir con sus prácticas. Estaba tan cerca de consagrarse como auror que no iba a abandonar, por mucho dolor y preocupación que tuviese dentro.

Además, con su familia no iba a hacer nada productivo... Sus padres estaban protegidos por las demás familias de magos que habitaban el Valle de Godric y que los apreciaban y él prefería centrarse en sus obligaciones para no amargarse y deprimirse... adoraba a Arabelle y tener mucho tiempo para pensar solo lo angustiaría más. Prefería ser de utilidad.

Habían pasado ya varios meses y las vacaciones de Navidad estaban próximas pero, a pesar de las medidas de seguridad que se tomarían y de que los jóvenes magos solían adorar aquellas fechas, los ánimos festivos en Hogwarts estaban por los suelos.

Los alumnos se movían como autómatas y Adler había oído a Eirwen Moore decirles a sus amigas que si Arabelle regresara al castillo sería capaz de animar el ambiente.

Fuera de la mágica escuela, el entorno también se mostraba enrarecido. La gente estaba paranoica —y con razón, por supuesto—, con el miedo de ser secuestrada, de que raptaran a sus seres queridos o de que hubiese más muertes. Algunos creían que él ganaría y vivían con resignación y puro terror. Sin duda, Voldemort había logrado parte de lo que se proponía.

Sin embargo, a unas semanas de Nochebuena, muchos de los miembros de la comunidad mágica de Reino Unido cuchicheaban y hablaban sobre el Ministro, pues el hombre había tenido la idea de celebrar una fiesta en el Ministerio para los trabajadores y sus familiares y la gente pensaba que era muy frívolo por su parte.

O que el exHufflepuff era un inconsciente. O un necio... o un inútil. En el fondo, lo único que quería era lo mismo que Albus Dumbledore cuando había planeado una fiesta navideña el curso anterior: que la gente se relajara un poco y tuviera un momento de desconexión. La jugada, como se podía ver —y oír—, no había salido como esperaba y eran muchos los que ya habían decidido que no irían.

Daniel, por su parte —y aunque le había dicho a quienes le habían preguntado que no iría—, solo acudiría si encontraba a Arabelle.

Y el destino parecía depararle la asistencia al evento, porque aquella mañana que avisaba de que el invierno era inminente ocurrió algo.

Algo especial. Algo increíble.

Cuando entró en su despacho para comenzar su jornada laboral y se sentó en aquella silla que odiaba —porque de por sí odiaba estar quieto o sentado—, la vio.

Era una nota. Una nota no demasiado grande, escrita con recortes de periódico. Al principio se asustó, pues había visto ese tipo de proceder por parte de los asesinos en serie... en las películas, es decir, en la ficción del mundo muggle. Sin embargo, en cuanto empezó a leer el mensaje se dio cuenta de que no tenía nada que ver: era algo muy bueno. Los ojos se le abrieron de par en par y se puso de pie con tanta vehemencia que, de haber sido menos robusta, se habría caído.

Corrió hacia la puerta y se asomó.

—¡Ross, dile a Kilver que venga! ¡Urgente!

El susodicho, extrañado, fue al despacho de su jefe para pasarle el mensaje. Si Daniel no fue a avisarlo él mismo era porque algo en él hacía que temiera que la nota se desintegrara... o simplemente desapareciera.

Cuando Kilver llegó corriendo, agitado, lo encontró tras su mesa, de pie y apoyado sobre la superficie de madera. O, más bien, sobre el caos de papeles que el desordenado auror tenía allí.

En tiempos de merodeadores 2Where stories live. Discover now