capitulo 24

70 9 1
                                    

CAPÍTULO VEINTICUATRO
Había una hora entre el último turno de trabajo, tanto si era en el jardín, en la fábrica, en el equipo
de limpieza del comedor o de los lavabos, y el momento de servir la cena. Los niños tenían que
regresar a sus cabañas, y a cada grupo se le asignaba un tiempo específico para recorrer la distancia
entre los edificios. Era una canción que solo sonaba afinada si el campamento tocaba de forma
correcta cada nota. Los niños se movían en ríos azules y verdes, tan profundamente atrincherados en
la idea de actuar en conjunto que nunca se salían de la línea para atreverse a interrumpir el ritmo.
«Rojos». Dios, los demás no tenían ni idea. No tenía manera de avisarlos y cuanto más me
acercaba a la Cabaña 27, más creía que todo esto se había ido al traste.
Laybrook me siguió hasta la cabaña, abrió la puerta y me la sujetó abierta con forzada cortesía.
Entré y contemplé sus ojos pálidos por última vez. Conecté con sus recuerdos sobre la verdad, le
implanté escenas en las que me daba palizas y me arrastraba por el suelo, y le hice pensar que era tan
duro como él creía. La puerta se cerró de forma automática cuando dio media vuelta y regresó a la
lluvia.
Por el silencio que me había saludado al abrirse la puerta, supe que las niñas todavía no habían
vuelto. Sin duda, habían terminado hacía poco tiempo en la fábrica para empezar en el jardín y
probablemente aún estaban en el barro o esperando en la cerca a que les dieran permiso para
moverse.
La cabaña, mi cabaña, era lo bastante pequeña como para limpiarla en un solo turno. Marrón
sobre marrón, roto únicamente por las sábanas de color blanco amarillento de las literas. El hedor a
moho mezclado con los efluvios corporales eliminaba incluso el débil olor a serrín de la madera.
Haces de luz plateada se colaban por las grietas del revestimiento de madera. Una corriente de aire
susurró acompañándome a través de las primeras literas hacia la pared del fondo.
Me detuve en mi litera y me invadió de repente una familiar sensación de desesperación. De
nuevo, me mordí el labio para no llorar.
La lluvia entraba por una grieta de la pared y había humedecido el colchón. Avancé como si
estuviera debajo del agua y me tumbé casi sin notar el tacto de la tela. Se me atascó la respiración en
la garganta y me quedé allí mirando hacia arriba, hacia la parte inferior del colchón de Sam. Tracé
con los dedos las formas que había tallado de noche, cuando no podía dormir.
«Los dejaste aquí». Me toqué el pecho para comprobar que el corazón seguía latiendo. «Los
dejaste aquí, viviendo en este infierno».
—Para —me susurré a mí misma—. Detente.
No había manera de que pudiera compensarlos por ello. No había forma de volver atrás y
cambiar la decisión que había tomado aquella noche, la de tragarme las píldoras de Cate. La única
salida era hacia delante.
«Voy a salir de aquí. Voy a llevármelos a todos conmigo».
La puerta de la cabaña se abrió. Entraron en silencio, alineadas en el estrecho espacio del pasillo entre las literas.
Entró un miembro de las FEP y las contó. Luego, con una leve sonrisa, se volvió y me añadió a la
cuenta. Las otras sabían muy bien que debían moverse antes de que aquel tipo uniformado se diera la
vuelta y cerrara la puerta tras él, pero nada podría haberme sorprendido más que ver a Sam allí, con
una expresión en el rostro que se asemejaba a la esperanza.
Llevaba el pelo dorado recogido en una trenza hecha con prisas y el rostro lleno de churretes
negros. Parecía cansada, más allá del agotamiento; pero su postura, las manos en las caderas, la
inclinación expectante de la cabeza… Era Sam. Por supuesto que era Sam.
—Oh, Dios mío —dijo Ellie, una de las niñas mayores.
Ella y Ashley siempre habían tratado de cuidar a las chicas más jóvenes por todos los medios.
Sin su mejor amiga hombro con hombro, casi no la reconocí. Hubo un momento de silencio y luego
vino corriendo hacia mí, pasando por encima de las literas que nos separaban. Me alegré de que lo
hiciera, porque no estaba segura de poder moverme ni aunque hubiera querido. ¿Cómo era posible
que me sintiera tan feliz de verlas y, sin embargo, me aterrorizara lo que pudieran pensar?
—Oh, Dios mío.
Repitió aquellas tres palabras una y otra vez. Ellie se agachó frente a mí, con la camisa verde
salpicada de lluvia. Me cogió la cara entre sus manos heladas y aquella leve caricia se convirtió en
un apretón feroz en cuanto se dio cuenta de que yo era real.
—¿Ruby?
—Estoy de vuelta —dije medio atragantándome.
Las otras chicas abarrotaban el estrecho pasillo entre las literas, y algunas, Sam incluida,
simplemente se arrastraron por encima de los colchones y las literas que nos separaban. Vanessa,
Macey, Rachel… Todas ellas se acercaron y me tocaron la cara, mientras yo dejaba las manos inertes
en el regazo. No estaban enojadas. No me acusaban. No tenían miedo.
«No llores», me dije sonriendo, a pesar de que me ardían los ojos detrás de los párpados.
—Dijeron que habías muerto —dijo Ellie, aún de rodillas delante de mí—. Por la ENIAA. ¿Qué
pasó? Se te llevaron aquella noche y no volvimos a verte.
—Me escapé —les dije—. Una de las enfermeras lo planeó todo. Conocí a otros niños como
nosotros y… nos escondimos.
Por ahora solo podía contarles la versión corta de la verdad. Nunca me había molestado en
preguntarle a Cate si las cámaras podían grabar sonido, además de vídeo, pero solo la imagen de
todas ellas reunidas a mi alrededor ya resultaría bastante peligrosa. Se suponía que no podíamos
tocarnos unas a otras.
—¿Pero te han encontrado? —dijo Vanessa con incredulidad, mientras abría como platos sus
oscuros ojos—. ¿Sabes si también han cogido a Ashley? ¿Has oído algo de ella?
—¿Qué pasó? —le pregunté, tratando de mantener el tono de voz.
—Se la llevaron a trabajar a la cocina hará… ¿unos dos meses, quizá? —dijo Ellie.
Eso no era nada fuera de lo común. Si había pequeñas tareas específicas, o si necesitaban una
mano extra en algún lugar como la cocina o la lavandería, asignaban a los niños verdes de mayor
edad, pensando que eran dignos de confianza, supongo…
—Aquella noche —prosiguió Ellie—, no nos dejaron cenar en el comedor. Y después ella ya no regresó. ¿Sabes si alguien la sacó?
Todas me miraban fijamente, y la esperanza que vi en sus ojos era insoportable. ¿Cómo
reaccionarían ante la verdad? No sé si fue la bondad o la cobardía lo que me hizo decir:
—No lo sé.
—¿Cómo es? —preguntó una de ellas—. ¿Cómo es ahí fuera?
Una leve risa se me escapó de entre los labios cuando miré hacia arriba.
—Extraño y muy… ruidoso. Aterrador, violento… pero abierto, de par en par y hermoso. —
Levanté la mirada hacia sus caras, ávidas, desesperadas por conocer algo del otro lado de la valla
—. Casi listo.
—¿Para qué? —preguntó Ellie.
—Para nosotras.
Después de cenar el pan y la sopa insípida que se servía en el comedor, volvimos a la cabaña, con
una sombra roja que seguía nuestros pasos y balanceaba los brazos a ambos lados del cuerpo. Le
habían afeitado el pelo y lucía debajo de la gorra una pelusa oscura sobre la piel bronceada. No
había nada en sus ojos ni tampoco emoción alguna en su rostro. Durante la cena miré hacia otro lado
para que no se me desbocara el corazón, y pillé a Sam haciendo lo mismo. Él estaba de pie detrás de
ella. Y ella había dejado caer la cuchara en su cuenco, dejando de fingir que quería comer. Pero
después, la vi concentrar la mirada en la espalda de él, devorar su cuerpo con los ojos…, y me
sorprendí.
Hasta ese momento había logrado saber lo que les sucedía a los otros. Lo que estaban haciendo.
Si estaban a salvo. Si estarían dispuestos a arriesgarse. No podía dejar que eso me distrajera de lo
que debía suceder aquí. Pero pensaba en Liam, por ahí solo, tratando de encontrar a sus padres para
decirles lo que había sucedido…
Mientras caminábamos de vuelta, rebusqué entre mis pensamientos hasta dar con los recuerdos
dulces. La risa en la cena. La luz cálida en la cara sonriente de Zu. Jude y Nico entusiasmados
cuando alguno de sus coches de juguete hechos a mano funcionaba bien. La forma en que Pat y
Tommy veneraban la tierra que pisaba Vida. Ver a Chubs en Carolina del Norte por primera vez en
meses y saber que estaba vivo. La sonrisa fácil de Cole cuando se acercaba y me alisaba el pelo.
Liam. Liam en el asiento del conductor, cantando. Liam besándome en la oscuridad.
«Voy a salir de aquí».
«Voy a vivir».
Sam me seguía ahora por el rabillo del ojo. La piel de alrededor de los labios, muy apretada, le
tiraba de las comisuras hacia abajo. Todavía le quedaba una cicatriz, una línea rosada que formaba
una leve curva y que unía el labio superior rasgado a la nariz. Pero la cicatriz, lo mismo que ella, se
había desdibujado. Y cuando me di la vuelta para mirarla a los ojos, ella se limitó a apartar la
mirada.
Sin embargo, conocía a Sam. Un año separadas, tres años desde que le borrara cada recuerdo que
tenía de mí, y todavía podía leer en su cara como si fuera mi viejo libro favorito. Se volvía más
valiente a medida que pasaba el tiempo, menos insegura ante mi presencia. Detrás de sus ojos claros
y brillantes bullían los pensamientos, y empezaba a mirarme desde el momento en que sonaba la alarma a las cinco de la mañana, y luego durante los diez minutos enteros que nos concedían en el
comedor para desayunar gachas de avena, y más tarde a mi lado, caminando a través de la humedad y
el aire de helado de la mañana, justo antes comenzar la jornada de trabajo.
La noche anterior, cuando habíamos ido al comedor y luego cuando habíamos vuelto, me había
fijado en que sufría una leve cojera, pero por la mañana tenía la pierna derecha claramente más
rígida y el movimiento era más pronunciado.
—¿Qué te ha pasado? —le susurré, mientras la observaba agarrarse al borde de la litera.
En el momento en que se deslizó de la litera hasta el suelo, se le torció el tobillo. Me incliné para
ayudarla a hacer su cama, ya que nadie se había molestado en darme sábanas para la mía, y traté de
ver cuál era la causa.
Con su típica crueldad distraída, el miembro de las FEP de la enfermería me había dado un
uniforme de verano, pantalones cortos y una camisa, pero los otros llevaban el de invierno, camisetas
de manga larga y pantalones largos. El amplio pantalón ocultaba lo que fuera que la estaba
molestando.
—Mordedura de serpiente —respondió Vanessa cuando Sam se dirigió a la fila—. No preguntes.
No quiere hablar de ello.
El jardín estaba al otro extremo del campo, frente a la puerta de entrada. La valla electrificada
zumbaba cuando uno se acercaba a ella; cuando era más joven, me imaginaba que el zumbido
provenía de familias de insectos que vivían en los árboles que nos rodeaban. No sé por qué, pero
aquello me hacía más soportable el lugar.
Nuestro escolta rojo era el mismo chico que habíamos tenido la noche anterior, el del pelo
rapado y los ojos oscuros y almendrados. A mi lado, Sam, encogida y con las manos fuertemente
apretadas a los costados, avanzaba cojeando.
«Les han quitado la vida», pensé mientras cruzaba la valla baja blanca y cogía la pequeña pala
de plástico que me habían asignado. Sabía muy poco acerca de cómo los habían… ¿Cómo lo había
llamado Clancy? ¿Reprogramado? ¿Reacondicionado? A Mason lo habían destrozado con todo lo
que le habían hecho a su mente. Tal vez se habían equivocado con él, o él no había sido lo
suficientemente fuerte para soportar lo que le habían hecho.
¿Cuántos Rojos habían participado en el proyecto Jamboree? ¿Era posible que…?
«No. Basta —me ordené a mí misma—, piensa en lo que sea menos en eso».
Uno de las FEP estaba repartiendo gruesos abrigos de trabajo, que nos permitían llevar puestos
mientras estábamos allí. Miró el número en mi pecho y pasó de darme abrigo alguno. La Ruby de
diez años habría aceptado el castigo, con la mente fija en la sonrisa cruel que el soldado le ofrecía a
cambio. Pero la Ruby de ahora no tenía que aceptar nada. La mente de aquel tipo era como el cristal
y todo lo que tenía que hacer era pasar a través de él como un rayo de luz. Luego retrocedí, al tiempo
que le cogía un abrigo.
Seguí a la fila hasta los montones de tierra que habían levantado allí el día anterior y me
arrodillé. La tierra cedió bajo la leve presión y se me metió bajo las uñas cuando clavé la pala hasta
la empuñadura para sacar las patatas enterradas. Les limpié la tierra oscura.
Del color de la piel quemada.
Me apreté el dorso de la mano contra la boca, mirando instintivamente hacia los tres chalecos rojos que estaban de pie cerca de la entrada. Miraban impasibles cómo iban entrando los niños de
las distintas cabañas y aceptaban sus asignaciones.
¿Eran los mismos Rojos?
Con los dedos aferrados al mango de la pala, miré a mi derecha. Sam solo fingía que trabajaba,
alisando la tierra. Después de todo este tiempo, seguían obligándonos a mantener siempre el orden
alfabético.
—¿Cuánto tiempo llevan aquí esos Rojos? —le pregunté en voz baja.
Al principio no estaba segura de que me hubiera oído. Saqué una patata más y la dejé caer en la
caja de plástico, entre nosotras.
—Tres meses, tal vez —me respondió, y añadió—: no estoy segura.
Me relajé un poco y solté un leve suspiro. No eran Rojos de Sawtooth. Pero eso significaba que
aún había más campos, más instalaciones de reacondicionamiento.
—Y tú…, ¿reconoces a alguien? —susurró Sam, inclinándose como para ayudarme—. Algunos
de ellos ya estaban aquí antes.
No podía arriesgarme a mirar de nuevo para confirmarlo. Tampoco estaba segura de poder
hacerlo, de todos modos. Los Rojos de Thurmond siempre habían vivido en mi memoria con rostros
sombríos. Todos los peligrosos tenían aquella expresión. Pero sabía a ciencia cierta que no había
reconocido al Rojo cuya mirada Sam seguía buscando. Y cada vez que lo encontraba, se estremecía y
apartaba los ojos. Pero, como un reloj, volvía a mirarlo de nuevo, puntualmente.
—¿Lo conoces? —le susurré.
Dudó un buen rato, tanto que no creí que fuera a responder. Pero, finalmente, asintió.
—¿De antes? ¿Pero de antes «antes»?
Sam tragó saliva y asintió de nuevo.
Una oleada de empatía me recorrió de pies a cabeza, dejándome sin saber qué decir. No podía
imaginármelo. Ni siquiera era capaz de imaginar lo que sentía.
Un FEP pasó por detrás de nosotras silbando una melodía, de camino hacia las filas que estaban
entre cada parterre de vegetación. El jardín era enorme, al menos medio kilómetro de largo, y
requería mucha vigilancia. La máquina de estática chocaba contra su cinturón, balanceándose al ritmo
de sus pasos lentos.
Me arriesgué a levantar la mirada de nuevo, dándome cuenta de por qué se me había helado la
sangre al verlo. Era uno de los FEP que supervisaban el trabajo en la fábrica: el tipo al que le
gustaba pegarse a las niñas por detrás, acosarlas para ponerlas nerviosas y luego castigarlas a la
mínima reacción. En aquella época no entendía lo que me hacía a mí, ni a Sam ni a las otras chicas, y
simplemente nos quedábamos allí y lo soportábamos en silencio. Ahora, sin embargo…, ahora tenía
una idea bastante clara de lo que realmente había estado haciendo, y aquello encendió mi furia. Se
paseó por detrás nosotras y Sam se puso rígida. Me pregunté si ella también podía oler el penetrante
y ácido tufo a vinagre, mezclado con el del humo de cigarrillo y el de loción para después del
afeitado.
No me relajé hasta que estuvo a unas diez niñas de distancia de nosotras.
—Ruby —susurró Sam, ganándose miradas de amonestación de las niñas que trabajaban en la
fila frente a nosotros—. Pasó algo… después de que te marcharas, me di cuenta de que algo andaba mal. Conmigo. Mi cabeza.
Concentré la mirada en el agujero que tenía delante.
—No hay nada malo en ti.
—Te eché mucho de menos —dijo—. Mucho. Pero apenas te conozco…, y luego recibo
sensaciones, imágenes. Vienen como los sueños.
Negué con la cabeza, luchando por mantener el pulso firme.
«Ni se te ocurra. No puedes. Si alguien se entera… Si ella metía la pata…».
—Eres diferente —concluyó—. ¿No? Siempre has sido…
A Sam la levantaron del suelo y se la llevaron a rastras lejos de mí. Me volví. El FEP de antes
estaba de vuelta y sujetaba con la mano la larga cola de caballo de Sam.
—Conoces las reglas —gruñó—. Trabajamos en silencio o no trabajamos en absoluto.
Por primera vez, vi lo que le habían hecho a mi amiga durante todo el año pasado. La Sam de
antes, la que se había levantado por mí en innumerables ocasiones, le habría escupido un insulto o
habría tratado de forcejear para soltarse. Habría luchado de alguna manera.
Ahora levantaba las manos sucias de tierra para protegerse, sin siquiera dudarlo. Un movimiento
practicado. Encogió todo el cuerpo cuando el tipo la empujó hacia delante y la mandó de bruces al
barro. La furia me invadió de golpe. Y entonces ya no fue suficiente para mí saber que tarde o
temprano mataría a aquel hombre. Quería humillarlo antes.
Empujé una sola imagen en su mente, un impulso bastante fácil de sugerir.
La parte delantera de sus pantalones de camuflaje negro se oscureció y la mancha se le fue
extendiendo por sus piernas. Salté hacia atrás, exagerando el asco para captar la atención de otro
FEP que estaba al otro lado de la fila. El hombre se recobró con un estremecimiento y miró hacia
abajo despacio, horrorizado.
—Mierda… Mierda…
—Tildon —dijo el FEP que había estado observándolo—: ¿Estado?
—Mierda.
El hombre se sonrojó mientras se tapaba la entrepierna, aparentemente indeciso entre quedarse
donde estaba o excusarse para solucionar el problema. Los niños lo miraron a escondidas y luego se
miraron unos a otros. Él pareció darse cuenta, por lo que se puso tenso y erguido. Yo había capturado
su mente lo suficiente como para hacer que la pierna derecha se fuera por su cuenta a un lado, de
modo que el hombre cayera de rodillas justo antes de llegar a la puerta. Los FEP —e incluso el
propio Tildon— pensaron que había tropezado con alguien. Aquella imagen fue la última que le
implanté antes de deslizarme suavemente fuera de su mente, negándome a mirar mientras se
apresuraba en dirección a la torre de control.
«Demasiado», me reprendí a mí misma, la próxima vez tendría que provocar algo más sutil. Pero
de lo que acababa de hacer…, de eso no me arrepentía, pasara lo que pasara. Me levanté con gesto
vacilante para ayudar a Sam y la guie de vuelta a su puesto. Estaba temblando, me miraba como si
supiera lo que realmente había sucedido.
—Arregla todo lo que me hiciste. Por favor. Necesito saber —me susurró.
No me atrevía a mirarla, no quería ver qué expresión mostraba su rostro. Había sido así con
Liam, ¿no? Todos los sentimientos, ningún recuerdo. Eso era lo que le había dejado. No era de extrañar que ella se mostrara tan confusa y hostil después de que limpiara su memoria. Debía de
haber sido abrumador. Si ella se había sentido solo la mitad de lo cerca que me sentía yo de ella, la
extraña sensación de que algo andaba mal debía de haberla torturado a diario.
Me encontré con su mirada suplicante y le devolví la súplica. Y como siempre, ella lo entendió.
Una chispa de la vieja Sam salió a la superficie. Unió las cejas y frunció los labios. Aquel era el
lenguaje silencioso que habíamos desarrollado en los últimos años.
El FEP que había estado mirando en nuestra dirección, protegiéndose los ojos con la mano para
distinguir la forma distante y cada vez más pequeña de Tildon, pasó por encima de los montículos de
nuestra fila. Me tensé, esperando ver su sombra proyectada sobre mí. «Inténtalo», pensé. «Inténtalo
con alguno de estos niños y verás qué te pasa».
En cambio, se alejó y continuó con la vigilancia que Tildon se había visto obligado a abandonar.
Contuve la respiración y deslicé la mano por debajo de la tierra suelta, para coger la de Sam.
Trabajamos de la mañana a la tarde, con solo un pequeño descanso para comer las manzanas y
los sándwiches que repartieron para el almuerzo. Devoré la comida con las manos sucias,
contemplando los colores cambiantes del cielo.
Y esa noche, mientras yacía en mi cama, debajo de la de Sam, me metí en su mente con la
suavidad de un soplo de brisa.
Pensé en aquella mañana en que me había acercado a verla en la enfermería, en la forma en que
la etiqueta del abrigo se le había subido hacia el cuello. En el momento exacto en que había tomado
sus recuerdos por error. La pesadez que noté en el pecho me pareció tan insoportable como me lo
había parecido en aquel momento.
Las imágenes que ahora tenía en su mente coincidían perfectamente con las mías. Me arrastré
hasta ellas, deslizándome a través de las imágenes en blanco que revoloteaban a mi alrededor. Sus
recuerdos eran casi demasiado brillantes para poder mirarlos, los jirones demasiado finos para
poder aferrarme a ellos. Pero supe qué estaba buscando en cuanto lo vi. El nudo negro enterrado
profundamente debajo de los demás. Extendí la mano, lo toqué y presioné hasta que se deshizo.
Si cada recuerdo fuera una estrella, yo estaba de pie en el centro de una galaxia. Debajo de
vastas constelaciones de sonrisas perdidas y risas tranquilas. Enteros e interminables días de gris y
marrón y negro que habíamos pasado teniéndonos solo la una a la otra.
Había supuesto que ella estaba dormida, pues al tocar su mente la había notado tranquila y
serena. Pero entonces apareció un brazo pálido a un lado de la litera y descendió hacia mí. Aquel
gesto tan familiar me dejó sin aliento y tuve que apretar los labios para contener las lágrimas, que se
acercaban peligrosamente a la superficie. Extendí una mano, alcancé la suya a medio camino y
entrelazamos los dedos. Un secreto. Una promesa.

Mentes Poderosas 3: Una Luz InciertaWhere stories live. Discover now