Capitulo 9

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CAPÍTULO NUEVE
Con los chicos ocupados en la planificación de los ataques, no era difícil escurrirse a la planta
inferior sin que nadie lo advirtiera. No me hizo falta mirar por encima del hombro una y otra vez para
asegurarme de que nadie me observaba mientras abría la puerta de la antigua habitación de
almacenamiento de archivos y entraba en ella.
Lo que me obligó a detenerme fue la rapidez con la que extendí la mano para coger el cable con
el interruptor de la bombilla que colgaba del techo, la forma en que la oscuridad parecía asentarse en
mi piel. La respiración me sonaba forzada en los oídos y tuve la extrañísima sensación de sentir que
el cuerpo se dejaba llevar por el pánico mientras la mente observaba impávida desde cierta
distancia. El corazón me latía deprisa, a un ritmo demasiado rápido, demasiado forzado. Mis oídos
captaban sonidos inexistentes, el mundo me daba vueltas. ¿No era solo que, con un sentido menos, la
oscuridad amplificaba los otros cuatro? La oscuridad hacía que los pequeños pinchazos de ansiedad
aumentaran y cambiaran de forma, adaptándose a sus necesidades para atraparme allí y paralizarme.
No era extraño que Jude hubiera tenido tanto terror a las sombras.
En un espacio tan pequeño, era fácil imaginar que no existía ninguna salida. Mi parte racional
sabía que no había nada que temer: había dos puertas, dos salidas, pero la única forma de atravesar
la oscuridad era apoyarse en ella y andar. Podía decírmelo mil veces, pero cada vez todo mi ser
sentía toda la conmoción de nuevo; porque en la oscuridad era donde se perdían las cosas. La
oscuridad devoraba todo lo bueno.
«Esto no es Los Ángeles». Luché por sobreponerme al polvo y al humo.
«Este no es el túnel». Luché por sobreponerme a la expresión y la voz suplicante de Jude.
«Esto es ahora». Y luché y luché y luché.
Permanecí en el lugar tanto como pude soportar físicamente antes de accionar el interruptor. La
pálida luz amarilla invadió el aire a mi alrededor, revelando las nubes de polvo removidas por las
estanterías vacías. Levantándose, cayendo, girando. Me concentré en eso, hasta que se me regularizó
otra vez la respiración y ya no hubo nada que temer, aparte del monstruo que estaba al otro lado de la
puerta.
No importaba cuánto tiempo necesitara para volver a concentrarme y fortalecerme, era tiempo
bien empleado. Entrar con la mente dispersa, distraída, sería como entrar y darle a Clancy Gray una
pistola cargada. Y esta vez no había traído a Cole para que me cubriera las espaldas.
Clancy estaba otra vez tumbado boca arriba en el catre, lanzando al aire algo, una bola hecha con
la bolsa de plástico del bocadillo: la cogía y la lanzaba, la cogía y la lanzaba, la cogía y la lanzaba,
silbando todo el tiempo la más alegre de las melodías. Cuando oyó el sonido de la cerradura, la
cogió por última vez y estiró el cuello para mirarme.
—Tengo una teoría que me gustaría confirmar —dijo—. Los agentes que estaban aquí se han
marchado, ¿no es así?
—Están aquí —mentí.
—Es raro, porque no los he oído. Solo a los chicos. —A modo de explicación señaló la rejilla
de ventilación situada encima de él—. Deben de haberse marchado antes de que llegarais. Y los
demás…, ¿qué? ¿Os han abandonado? ¿No han aparecido?
Mi silencio debió de ser confirmación suficiente.
—Son noticias estupendas. —Su voz sonaba tan genuina, tan emocionada—. Estás mucho mejor
sin ellos. ¿El plan sigue siendo atacar los campos? ¿Encontraste la información sobre Thurmond?
Ahí estaba nuevamente. Continuaba lanzando la misma pequeña bomba una y otra vez a la espera
de que la recogiera, de que agonizara con ella. Me crucé de brazos para esconder lo mucho que me
temblaban las manos. «¿A qué viene eso? ¿Qué sucede?».
—Clancy. ¿De verdad quieres fingir que estamos en el mismo equipo?
—¿No soy, básicamente, la mascota? —dijo él, curvando la boca en una especie de sonrisa—.
Intenta evitar insultarme si vienes aquí a pedirme que te haga un favor. No pienses ni por un instante
que no sé que me necesitas para ayudarte a rastrear más chicos para tu adorable brigadita. Si quieres
la información, tendrás que conseguirla tú.
En el lapso de dos minutos, mi paciencia se había erosionado hasta tener el espesor de un hilo
dental. A Clancy Gray le encantaba llevar a la gente al límite y observar cómo se lanzaban al vacío,
pero yo no iba a darle ese placer.
—¿Dónde dejaste los archivos? ¿En Colorado? ¿En Virginia?
—No son archivos, y están más cerca de lo que crees —dijo, arqueando las cejas—. Venga, no te
hagas la tonta. Sabes exactamente lo que quiero decir.
Lo sabía.
—Estás muy mal de la cabeza —le dije—. Quieres aislarme. ¿Eso es lo que harás para sentirte
mejor por todo esto? ¿Ver cómo me pongo en ridículo?
—Me pareció que en Colorado te las arreglaste muy bien para irrumpir en mis recuerdos. Y en
ese agujero de Los Ángeles que llamáis Cuartel General. ¿Por qué no confías en mí ahora? —se
burló.
Yo lo conocía mejor de lo que él creía. «Estoy aburrido», eso era lo que realmente estaba
diciendo. «Diviérteme».
—Me sorprende que te quede confianza —le dije—, teniendo en cuenta lo que sucedió en Los
Ángeles. La verdad es que me encantó ver todos esos recuerdos de ti y de tu madre. Eras un poco
llorica, ¿verdad?
Frunció el entrecejo, examinándome. Durante un instante, deseé no haber sacado el tema de
Lillian Gray; era muy pronto para darle señales de que tenía interés en ella, demasiado pronto
incluso para darle una pista de que yo pensaba en ella. Necesitaba una estrategia si iba a intentar
averiguar su paradero y qué era, exactamente, lo que le había hecho su hijo.
Mantuve la expresión neutra, la respiración regular. «Ya lo has hecho antes, Ruby». Siempre era
más fácil deslizarse dentro de la mente de alguien tras haber creado una ruta. Pero en ambas
ocasiones había tenido que tomarlo por sorpresa para hacerlo; había estado tan furiosa que casi
pensaba que si mi ataque hubiera sido físico, no mental, podría haber derribado una pared de
cemento.
Clancy parpadeó y dejé que las manos invisibles se desenrollaran desde el fondo de mi mente.
Para cuando volvió a levantar sus pestañas negras y gruesas y clavó su mirada en la mía, las uñas se
habían transformado en garfios a la espera de agarrar…
Sentí el bloqueo de Clancy como si hubiera chocado de cabeza contra la pared de cristal que nos
separaba. Me encogí y luché con todas mis fuerzas para no levantar una mano y frotarla contra el
centro del dolor, justo entre los ojos. Un dolor de cabeza pulsante.
—Estás oxidada —dijo, sorprendido—. Eso ha estado en el límite de lo lamentable. ¿Cuándo fue
la última vez que lo intentaste?
«Cállate», pensé, intentando mantener mi orgullo bajo control.
«¿Prefieres que conversemos de este modo?». Su voz se filtró en mi mente, pero él ni siquiera
movió los labios. Clancy ya me había hecho esto antes, en East River, a modo de desafío amistoso; la
sensación era exactamente la misma. Notaba como si tuviera un millar de mariposas atrapadas
debajo de la piel, rozándome y golpeándome con las alas, hasta que sentí la necesidad de quitármelas
arrancándome la epidermis.
Yo estaba oxidada, sí, pero había una diferencia entre estar débil y estar fuera de juego. Clancy
debía alimentar su confianza constantemente con momentos como este para soportar el peso de su
ego. Yo contaba con esa petulancia, con su negación a aceptar que él no era la persona más poderosa
en esa habitación. «Ven, imbécil».
Yo quería que él creyera, aunque solo fuera un instante, que mis poderes no eran como un
músculo que simplemente no había ejercitado en semanas, quería que él creyera que yo era una inútil.
Sacudí la cabeza, esforzándome por adoptar lo que esperaba que fuera una expresión de
frustración y alteración. Yo tenía una ventaja: que él suponía que su golpe resultaría letal para mi
propio orgullo. Podía vérselo en la cara, pensaba que me estaba torturando al obligarme a usar mis
aptitudes, y se regodeaba al verme intentarlo y fracasar.
Supongo que era una forma de sentirse poderoso estando encerrado tras diez centímetros de
cristal a prueba de balas.
Mis aptitudes casi ronroneaban dentro de mi cráneo, ansiosas. Tuve que echar mano de una fuerza
que no sabía que tenía para no reírme, para mantener la expresión de furia y enfado. Solo necesitaba
un instante en que él estuviera desprevenido. Solo uno, pero era como encontrar la forma de asestarle
un golpe a un tipo situado detrás de un muro de bloques de hormigón. Como en todo combate, sin
embargo, independientemente de lo injusto que fuera que uno se encontrara contra las cuerdas,
siempre había trampas. Trucos sucios.
Y yo no era distinta. Ni de lejos.
—Perdona, no he podido resistirlo. ¿Estás lista para intentarlo otra vez? —dijo Clancy, mientras
se cruzaba de brazos y me fulminaba con la mirada desde el otro lado del cristal—. Lo único que
pido es que realmente finjas intentarlo.
Cuando me sonrió, le devolví la sonrisa.
Esta vez lancé mis poderes contra él como si fueran un puño, dirigiéndolo a la cortina blanca que
había levantado para proteger sus pensamientos. Ralenticé mi ataque y permití que interpusiera la
misma cortina para empujarme fuera de su espacio mental. Su poder rozó el mío como la suave
caricia de unos nudillos contra una mejilla.
Me lancé hacia delante, abrí la puerta de la celda y la mantuve abierta con el pie. Clancy retrocedió bruscamente, sorprendido por mi movimiento, y esa gran nada blanca que cubría todo lo
que estaba detrás de sus ojos se levantó el tiempo suficiente para dejar que me deslizara dentro de
los serpenteantes pasadizos de su mente. De repente, los colores eran brillantes como joyas: prístinos
prados de color verde esmeralda, una casa junto a un mar de color zafiro, un vaporoso vestido de
noche de color amatista… Fogonazos de cámaras, como cuando el sol ilumina un diamante, que
disolvían el mundo en destellos de pura luz.
Lo hice más rápido de lo que imaginaba, revisando cada recuerdo mientras retrocedía, cerraba la
puerta de la celda y volvía a echar el pesado cerrojo. La victoria fue efímera. Los recuerdos y
pensamientos de Clancy siempre habían pasado por mi mente como nubes de tormenta, expansivas,
vibrantes de oscuridad y siempre a punto de estallar. Ahora eran excesivamente brillantes y
cristalinos, como si estuviera ojeando una pila de fotografías y no intentando orientarme en los
interminables senderos serpenteantes hacia los que me conducía cada recuerdo. Sentí que iba a la
deriva, que alguien más me conducía con firmeza. Era otro el que llevaba el timón.
La celda y el corredor de detención desaparecieron de los contornos de mi visión con un brusco
tirón. Una capa de realidad que se esfumaba en un santiamén. En su lugar quedó una imagen antigua y
conocida.
Clancy estaba de espaldas mientras yo me acercaba a él y la habitación se iba materializando a
nuestro alrededor. Madera oscura por todas partes. Las estanterías estaban repletas de libros y
archivos. En el rincón surgió una televisión que se encendió con un destello de color silencioso. Un
escritorio apareció delante de Clancy, que estaba sentado con las manos alzadas en el aire, hasta que
se materializó un portátil debajo de unos dedos que tecleaban. De la superficie del escritorio
surgieron ordenadas pilas de papeles.
Debía de haber dejado la ventana abierta. La cortina blanca que solía separar su cama del resto
de la oficina se agitó a mis espaldas y el recuerdo fue lo bastante nítido como para que me llegara el
sonido de los chicos que estaban abajo, alrededor de la fogata. Una brisa suave me trajo el aroma
húmedo y terroso de los árboles cercanos.
Me estremecí. Estábamos en East River.
Ahora el recuerdo cambiaba y me lanzaba hacia delante, pero solo a media velocidad. Me
coloqué detrás de donde Clancy trabajaba, repartiendo su atención entre el rostro de su padre en la
televisión y el portátil que tenía enfrente.
Respiré hondo y, pese a que la parte racional de mi mente sabía que nada de aquello era real, que
yo no estaba allí ni Clancy tampoco, no conseguí obligarme a tocarlo, ni siquiera a asomarme por
encima de su hombro.
«¿Cómo lo hace?». Esto no era un recuerdo, era algo completamente diferente. Era como subir a
un escenario después de que hubiera comenzado la obra. Yo había cruzado las barreras que me
mantenían como observadora y ahora participaba.
Clancy respiró hondo y se desabotonó el cuello de la camisa con una mano mientras escribía una
dirección de Internet… Una clave…
El Clancy que estaba sentado frente a mí se hundió en su silla e inclinó la cabeza hacia atrás, casi
como si estuviera mirándome directamente…
—¿Has visto eso? —preguntó.
Salí disparada de su mente y corté la conexión antes de que pudiera…, de que pudiera…, no lo
sé, ¿encerrarme allí? ¿Era posible? ¿Podía…?
Las luces del corredor aparecieron con un chisporroteo, hiriendo mis ojos con su repentina
intensidad. Sabía que mi mente todavía estaba viajando, adherida al pánico inicial, porque todo lo
que podía oler era pino…, el humo de la fogata distante.
Clancy volvió a su cama y cogió la improvisada pelota de plástico. Y fue tan extraño… Cuando
me deshice del recuerdo y otra vez noté el suelo sólido bajo los pies no estaba asustada, ni siquiera
enfadada porque al final él había conseguido hacerse con el control. Sentía… curiosidad. Nunca
había vivido la experiencia de que me condujera por un recuerdo de ese modo; en East River me
había mostrado recuerdos que había combinado, pero esto era tan… diferente. Ni siquiera sabía que
pudiéramos hacer algo así. El dolor pulsante detrás de los ojos había desaparecido y, por primera
vez, el hecho de haberme sumergido en su cabeza no me había dejado agotada ni desorientada.
Todavía estaba embriagada por haber superado su barrera, aunque fuera solo durante un segundo.
—Nos vemos mañana, Ruby —dijo Clancy lanzando la bola de envoltorio plástico al aire. Y
mientras me retiraba, obviamente despachada de su presencia, una extrañísima sensación de ligereza
me inundó el pecho, chispeando, estremeciéndose y resplandeciendo. Aparentemente, había
contenido al monstruo durante demasiado tiempo. Necesitaba salir, estirar las piernas, recordar lo
bien que sentaba controlar a otro.
Ahora recordaba lo bien que sentaba tener el control.
Creo que hasta podría haberlo disfrutado.
Solo había quedado un portátil en el Cuartel General, y a pesar de la cantidad de Verdes ansiosos por
conseguir un turno en la máquina, su código de honor tácito parecía dictar que el chaval al cual Cate
se la había confiado tenía derechos de propiedad sobre la misma. O, por lo menos, prioridad.
Por tanto, a todas horas del día se podía encontrar a Nico trabajando en el escritorio situado en el
centro de la sala de informática, por lo demás vacía. En ocasiones había un pequeño grupo apiñado a
su alrededor, asomándose por encima de sus hombros y señalando la pantalla, tecleando algo en
cuanto Nico se reclinaba un poco.
—Esos chavales hacen que los buitres parezcan pollitos de peluche —dijo Cole. Estábamos
fuera de la habitación, observando a los chicos desde el otro lado de la gran ventana de cristal—. Si
cayera muerto, ¿apartarían, sencillamente, su cadáver y lo usarían como reposapiés? ¿Tú qué crees?
—Están aburridos —respondí resoplando—. Si no les damos alguna tarea, empezarán a arrancar
las cerraduras eléctricas de las puertas y a intentar transformarlas en móviles.
—Sí, bueno, se supone que Conner es la encargada de lidiar con ellos. No cabe ni la menor duda
de que ni tú ni yo no tenemos la paciencia necesaria para…
Una chica Verde lanzó un berrido cuando Nico le dejó el portátil.
—… Esto.
De alguna manera me las había arreglado para pasar el día sin dejar que mis pensamientos
volaran hacia Cate y la expresión de su rostro al percatarse de lo que Cole y yo habíamos hecho.
—¿Aún no ha llamado? —pregunté.
—No.
—Tendría que habernos escuchado.
Ni siquiera me había dado cuenta de que lo había dicho en voz alta hasta que Cole me apoyó una
mano tranquilizadora sobre la cabeza.
—Recuerda lo que te digo, Joyita. Conner volverá mañana, cuando la rechacen, arrastrándose
con el rabo entre las piernas. Será bueno para ella. Todo el mundo necesita que la realidad lo
abofetee de cuando en cuando. Te mantiene en guardia.
Pero de eso se trataba, precisamente. Yo no quería que ella cayera así. Mi irritación tenía raíces
superficiales. Me había dolido su partida; no tenía suficiente orgullo para actuar como si no hubiera
sido así. Pero podía entender su decisión, esa eterna necesidad instintiva de cerrar las fisuras y limar
los bordes ásperos. Cate no podía comprender que los demás estuvieran dispuestos a abandonarnos,
utilizarnos, hacernos daño, porque ella misma no lo había pensado jamás.
El que aquella fuera nuestra primera y única conversación desde nuestra llegada al Rancho me
estaba matando silenciosamente. La había decepcionado de una forma horrorosa en Los Ángeles,
había traicionado cada muestra de confianza que ella había depositado en mi capacidad para proteger
a nuestro equipo. Tendría que haberme obligado a mí misma a decirle algo antes de que se marchara,
a iniciar una conversación por trivial que fuera para comenzar a acercarme otra vez a ella. Puede que
ya fuera demasiado tarde y que hubiera perdido la oportunidad de intentar arreglar las cosas entre
nosotras.
Ese pensamiento, solitario y ponzoñoso, me hacía sentir como si me hubieran dado la vuelta
como a un guante y luego me hubieran arrastrado por el suelo. Sencillamente, no sabía qué decir, ni
qué disculpa podría ser suficiente para que me perdonara. ¿Cómo se expresa en unas cuantas
palabritas el peso que le oprime a uno el pecho? «Lo siento, lo siento, lo siento, lo siento».
«Lo siento» no era suficiente. No lo era por haberlo perdido a él. Producía un eco vacío en el
espacio que él había dejado. «Lo siento» no compensaba todas las cosas que podría haber —y habría
— sido.
Cole le dirigió un saludo amistoso con la mano a una de las Verdes que lo miraba, Erica. La chica
se puso de un rosa intenso y se encogió detrás de Nico, para ocultarse a la vista. La fantasmal luz
azul de la pantalla del ordenador le daba a Nico la apariencia de un cadáver a medio congelar. Las
arrugas de su rostro parecían más profundas, más duras cuanto más se concentraba.
—No creo que sea buena idea permitirle el acceso al servidor de Clancy —dije con calma—. Se
le nubla el juicio en todo lo relacionado con Clancy.
—Tomo nota de tus reservas, Joyita. Pero en esto, él es nuestro hombre. Estoy dispuesto a apostar
por él. Nico es quien más tiene que demostrar. No os volverá a decepcionar ni a Cate ni a ti, no si
puede evitarlo.
—Si puede evitarlo es parte del problema.
—Venga ya. Tú has intercedido en el caso de Liam. Ahora me toca a mí hacer lo mismo por Nico:
es tu turno de negociar.
—Liam no le dio información confidencial sobre la organización al hijo del enemigo, la misma
persona que después no solo nos traicionó a nosotros y a él, sino que también puede que haya
destruido la única posibilidad que teníamos de encontrar una cura —dije.
Volví la espalda a la escena que tenía delante, apoyándome en el cristal.
—Vale, pero si él no hubiese metido a Clancy en esto, si no te hubieran engañado para que
volvieras, ni siquiera sabríamos que existe una cura.
Clavé en él la mirada, sin saber qué decir por el momento.
—No lo habías visto desde esa perspectiva, ¿verdad? —dijo Cole, mientras se encogía de
hombros—. La pérdida… abre un hueco en tu interior, un maldito agujero negro en el centro de tu
mundo. Te succiona los pensamientos antes de que tengas tiempo siquiera de detenerte a examinarlos,
y siempre quiere más. Ponderar lo que pierdes en relación con lo que ganas no hace que la pérdida
sea menos dolorosa, ¿verdad?
Sacudí la cabeza. Tras un momento, me separé de la pared con un empujón y extendí la hoja de
papel donde había escrito la información sobre el servidor y la clave que había visto en la mente de
Clancy. Cole la cogió sin decir palabra, mirando mi letra manuscrita.
—Oye, Ruby —dijo en voz baja—. La cuestión es que… lo que no te dicen sobre el perdón es
esto: no lo haces por el bien de la otra persona, sino por tu propio bien.
—¿A quién le has robado eso? —pregunté.
—Una gentileza de haber vivido y aprendido.
Hice un gesto de impaciencia.
—Ah, sí, seguro que…
Mi mente no pudo acabar el pensamiento. Estaba ahí y un momento después ya no estaba, como
las sombras que pasaron por sus ojos. La recuperación fue igual de rápida: Cole apartó de mí la
mirada y la desvió al suelo. Luego se obligó a dirigirme una sonrisa realmente penosa de contemplar.
Tras un momento, encogió los hombros y se cruzó de brazos. Me estaba retando a decir algo al
respecto, y cuanto más tiempo pasaba más difícil era para él quedarse ahí, inmóvil. Vi el instante en
que la vulnerabilidad afloraba a la superficie, en su interior. La incertidumbre del momento lo hacía
parecer joven, como un chaval a la espera de recibir un castigo.
—¿A quién has tenido que perdonar? —pregunté.
No era asunto mío, yo lo sabía, pero su reacción me había dejado un vacío en el pecho. Quería
saberlo; quería que me lo dijese, que aliviara solo durante un segundo una parte del peso, fuera cual
fuera, que lo estaba oprimiendo.
—No es… Oye, no importa, es que… tú solo piénsalo, ¿vale?
Buscó a tientas las palabras y se pasó la mano por el cabello corto. Había tantas respuestas
posibles a mi pregunta: a sus padres por no haber reconocido quién era él, a Liam por ponérselo
difícil, a lo que quedaba de la Liga por darle la espalda… Yo sabía todo eso y el hecho de que no
dijera nada, de que ni siquiera me mirara, me indicaba que debía de tratarse de otra cosa, de otra
persona. Debía de ser algo mucho peor de lo que yo había imaginado.
Cole había adquirido tanta destreza metiéndose dentro de la armadura encantadora que siempre
llevaba puesta que yo había permitido que me distrajera lo suficiente como para ignorar los signos
del auténtico torbellino que había debajo. No confiaba a nadie la verdadera profundidad de su
sufrimiento, ¿verdad? Puede que con el tiempo pudiera fiarse de mí y que yo pudiera ser para él lo
que Liam y los otros habían sido para mí. Ellos no habían permitido que la garra de Thurmond, de lo
que yo era, me arrastrara nuevamente a una existencia minúscula y solitaria.
—Vale —dije, quitándole el papel de las manos y empujándolo dentro de la habitación—.
Vamos.
Nico tuvo que levantar la vista y volver a mirar para que su mente aceptara que quien estaba de
pie frente a él era yo.
—¿Puedes bajar unos archivos de este servidor? —le pregunté.
Se me quedó mirando lo suficiente como para que yo sintiera la necesidad de moverme.
—Sí, claro, no hay problema —farfulló Nico, cogiendo el papel.
Los Verdes se habían distanciado de la silla de Nico para dejarnos espacio, pero se acercaron,
curiosos, cuando Nico abrió una serie de pantallas. El extraño código que formaba el lenguaje
informático empezó a pasar hacia arriba.
—Escuchad, tíos —dijo Cole con su mejor voz de colega—. ¿Puede alguno de vosotros ir a
buscar a la senadora a su habitación y decirle que venga? El resto de vosotros, os convertiríais en
mis héroes absolutos si fueseis a echar una mano a la pobre Lucy para preparar la cena.
Eran demasiado listos como para no darse cuenta de que los estaba invitando a abandonar la sala,
pero a ninguno de ellos pareció importarle. En la pantalla se abrió una ventana y aparecieron una
docena de carpetas.
—¿Por qué has hecho eso? —pregunté cuando el último de los Verdes salió y cerró la puerta tras
de sí.
Cole señaló en silencio a Nico, quien se había quedado tan inmóvil en su silla que no estaba
claro si respiraba o no. Tenía los hombros encorvados hacia delante, como si no quisiera otra cosa
que plegarse hasta juntar los dos extremos de su cuerpo y desaparecer.
—Nico, colega —dijo Cole con la misma voz despreocupada—. ¿Crees que podrías…?
—No lo haré.
Tuve que aguzar el oído para entender lo que decía.
—Tal vez podrías…
—No lo haré —dijo Nico con firmeza, y pinchó la primera de las carpetas de archivos.
Solo cuando se abrió la carpeta más grande leí el nombre: «Thurmond». Había, en total, unos
cincuenta archivos dentro, una mezcla de vídeos, fotografías y documentos escaneados. Nico recorrió
la página, al tiempo que expulsaba el aire con fuerza. Detuvo el cursor sobre una de las imágenes.
De algún modo, aun antes de que lo abriera, una parte de mí ya sabía qué rostro aparecería en la
pantalla. Siempre había parecido más pequeño de lo que era, pero la imagen de un Nico niño, un
niño pequeño de verdad, se me clavó con toda la delicadeza de una espina. Le habían afeitado el
pelo oscuro hasta dejarle una pelusa negra y su piel, habitualmente bronceada, tenía el color del
polvo de cemento. Contrastaba intensamente con sus ojos oscuros, inexpresivos, y con las heridas no
del todo cerradas de su cuero cabelludo.
«Dios mío —pensé, y me invadió una sensación de repulsión—. Oh, Dios».
Nico, a los diecisiete, miraba fijamente al niño de la fotografía como si fuera un extraño. Aquel
era el infierno del que había tenido que escapar, pero ahora no salía huyendo. Ni siquiera le daba la
espalda. Un respeto lento y creciente me fue invadiendo mientras lo observaba mantenerse impávido,
cuando yo estaba a solo una imagen de derrumbarme.
Thurmond. Aquel era Nico en Thurmond. Los primeros años de los campos se habían dedicado a
la investigación de las causas de la ENIAA, pero después se habían expandido. Antes de que yo pusiera un pie allí por primera vez, Leda Corporation se había hecho cargo de aquella línea de
investigación y había trasladado a los sujetos de estudio originales, los chavales, a sus instalaciones
de Filadelfia. Cole estaba infiltrado en Leda, buscando información valiosa sobre la investigación
que habían realizado con los chicos, y era él quien había conseguido sacar a Nico, suministrándole
en secreto a Alban el método para hacerlo. Eso después de que Clancy consiguiera salir de
Thurmond abandonando a los demás chicos.
—¿Estás bien? —dijo Cole, mientras arrastraba una de las sillas cercanas para sentarse junto a
Nico. Tras un instante, yo hice lo propio con una silla del otro lado—. No es necesario que veas esto
—añadió Cole—, Ruby y yo podemos revisar los archivos…
—Estos son… suyos, ¿verdad?
Cole y yo intercambiamos una mirada. Él asintió.
—Si tiene los archivos del programa de pruebas de Thurmond —dijo Nico—, puede que haya
información sobre la causa de la ENIAA. O, por lo menos, sobre lo que han descartado. Esto es… —
dijo Nico. Luego respiró hondo, estremeciéndose, y expulsó el aire antes de cerrar la foto y salir de
la carpeta para volver a la lista completa—. Está bien. Si conseguimos algo con todo esto, está bien.
La senadora Cruz asomó la cabeza y Cole le hizo señas de que se acercara, a la vez que le dejaba
libre su asiento y le explicaba rápidamente qué era lo que estábamos viendo.
—Dios mío —exclamó ella, inclinándose sobre la carpeta titulada Coalición Federal.
Su incomodidad aumentó de forma exponencial cuando Nico abrió el documento que llevaba el
nombre de la senadora. Había cientos, realmente cientos de perfiles dispersos entre las carpetas:
FEP, hombres y mujeres del círculo íntimo del presidente Gray, agentes de la Liga de los Niños,
Alban y muchos chicos, incluidos yo misma, Liam y Chubs. En este último caso, era obvio que había
extraído los archivos originales de las redes de rastreadores y los había ampliado con su propia
sección nueva: «Observaciones».
Sus observaciones sobre mí: «Poco resuelta cuando debe decidir algo que la afecta solo a ella.
Mayor confianza cuando se trata de personas cercanas, hasta el extremo de ser sobreprotectora. Sin
auténticos vicios; no le gustan las comidas dulces, le gusta la música antigua (relacionada con el
recuerdo de su padre). Se permite la esperanza poco realista de encontrar a su abuela. La
desesperación por la cercanía y la intimidad significa respuesta a los acercamientos amistosos.
Desenredar el hilo de la atracción física. Crédula, no vengativa, perdona con demasiada
facilidad…».
Tenía la mandíbula tensa por la irritación y la vergüenza con mi valoración tan poco halagadora.
¿Perdona con demasiad facilidad? Ya lo veríamos.
—Ahí, es ese, Tribus —dije—. Abre ese.
—¿Tribus? —preguntó la senadora Cruz.
—Así llamaba Clancy a los grupos de chicos que abandonaban East River, el refugio…, bueno,
al final no era un refugio, pero eso era lo que él decía. Cada vez que un grupo de chicos se marchaba,
él les entregaba provisiones.
Y un código de señales para comunicar las rutas seguras a los demás. Me había preguntado más
de una vez cuántas de esas «tribus» habrían abandonado East River antes de que llegáramos, y ahora
tenía mi respuesta: doce, en grupos de cinco o seis.
La parrilla estaba dividida en columnas por grupo, con fechas y localizaciones listadas debajo de
cada título. Le pedí a Nico que bajara hasta encontrar el listado del grupo de Zu. Había dos
actualizaciones en él: una de Colorado, otra de California. La última era de hacía un mes.
«Él sabía dónde estaba». O, por lo menos, que había viajado al oeste. Me cogí las manos por
detrás de la espalda, esforzándome por no descargar un puñetazo sobre la pantalla. Él lo había
sabido durante todo el tiempo en que yo me había desesperado por volver a encontrarla.
—¿Cómo consiguió estas actualizaciones? —preguntó Cole—. Esto es oro en polvo, pero solo si
la información es verdadera.
—Una vez me dijo… —comenzó a decir Nico. Percibí, más que ver, que desviaba rápidamente
hacia mí la mirada, durante un segundo. Cuando continuó, su voz era suave otra vez—. Había un
número telefónico al cual llamaban y dejaban mensajes sobre su estado. O pedían ayuda. Dijo que a
veces había ayudado a un grupo a encontrar a otro, en los casos en los que temían salir siendo muy
pocos. Lo sabía todo.
Yo no tenía dudas de eso. Allí había tanta información que tendríamos que haber pasado los
siguientes cinco días revisándola. Nuestra rápida ojeada, sin embargo, no había conseguido nada
sobre Lillian, aunque tampoco esperaba lo contrario.
—¿Puedes volver a la carpeta de Thurmond? —pregunté.
Vi con el rabillo del ojo que la senadora Cruz se llevaba una mano a la boca y empezaba a
levantarse.
—Todos los campos…, ¿son todos así? —preguntó.
—Es como comparar manzanas podridas —respondió Cole, y yo sabía que él estaba evaluando
la reacción de la senadora, al igual que yo—. Son todos malos, pero algunos de ellos hacen que los
demás parezcan apetitosos.
—¿Cuál es el archivo más reciente en esa carpeta? —le pregunté a Nico—. ¿Puedes verlo?
—Sí, es este…
—¿El plan de evacuación en caso de incendio? —aclaró la senadora Cruz.
Ya habíamos revisado aquel documento y habíamos visto los mapas señalados con el orden en
que las FEP y los controladores del campo debían evacuar las cabañas en caso de emergencia. Los
otros archivos eran sobre el personal de las FEP, además de material sobre la investigación realizada
en lo que yo sabía que llamaban la Enfermería. En ninguno de los ellos aparecía Clancy, desde luego.
Si había habido pruebas, él ya habría encontrado la forma de destruirlas antes de que alguien pudiera
verlo tan indefenso.
—Clancy daba indicios todo el tiempo de que se estaba tramando algo…
—¿Y estás seguro de que no os estaba tendiendo una trampa para que os rebelarais? —dijo la
senadora Cruz, dándome unas palmaditas en el hombro—. A su padre le encanta jugar a ese juego.
Nico estaba a punto de cerrar la ventana del archivo cuando Cole aspiró de repente una gran
bocanada de aire y dijo:
—Espera. Vuelve hacia atrás.
Entrecerró los ojos y se pasó la mano por la mandíbula sin afeitar. Los miré a él y a la pantalla
alternativamente varias veces, intentando descubrir qué era lo que había visto.
—Maldición —dijo en voz baja.
Sentí que algo pesado me bajaba por el estómago.
—¿Qué?
—Según esto, sacan a los chicos del campo. Pero si hay un incendio, ¿por qué no los trasladan a
los círculos interiores del campo hasta haber controlado el fuego? O… ¿por qué no los conducen
hacia los límites del campo? Tiene como un kilómetro y medio de ancho, ¿no? ¿Y por qué solo tienen
en cuenta una hipótesis? ¿Qué sucede si el incendio es en el comedor o en los talleres? Hemos dado
por sentado que se trata de un plan de emergencia basándonos en un montón de flechas y números,
pero aquí no hay nada que indique que lo es.
—Si no es un plan de emergencia, ¿entonces qué es? —pregunté.
—Creo que era un plan de evacuación, en caso de que la localización del campo quedara
comprometida o de que sacaran o derrocaran a Gray. Pero mira…
Me incliné hacia delante. Cole señalaba un pequeño texto situado al principio de la página. La
palabra «Modificado» estaba anotada junto al 10 de diciembre del año anterior. La fecha del sello
era de cinco años atrás.
Cole se hizo con el ratón y bajó otra vez.
—A este le han puesto el nombre operativo Cardenal. Y aquí…, pensaba que los números
anotados junto a cada cabaña se referían a los minutos que necesitaban las FEP para llegar hasta ahí,
pero cero uno tres puede ser el uno de marzo, ¿no es así?
—Espera… —dije yo—, espera. Entonces, ¿qué significa?
—Significa que no van a evacuar el campo —dijo Nico, con su vocecita—, sino a trasladar a los
chicos, cuatro cabañas cada día.
—¿Me equivoco al suponer que la única razón para trasladar a los chicos es que están cerrando
el campo? —preguntó la senadora Cruz.
—Había otro archivo con el título Cardenal —dijo Cole—. Sí, ese, la lista de campos pequeños.
—Y la lista de transferencias de personal de las FEP —dije yo—. Dios mío.
Me llevé las manos a la cara y me obligué a respirar. A mi alrededor, la habitación se contrajo y
se fue estrechando cada vez más sobre mis hombros, mientras la posibilidad se materializaba. «Están
cerrando el campo».
—¿Cariño, estás bien? —preguntó la senadora Cruz—. No lo entiendo…, ¿no es algo bueno? Por
lo que me habéis explicado sobre las condiciones del campo…
—Si se mira así es una bendición —dijo Cole—. Pero arrasar el campo también supone trasladar
o destruir todos los registros físicos que hay en el lugar, por no mencionar que el campo ya no puede
servir como prueba de la crueldad del programa de rehabilitación. Este campo es… un símbolo
poderoso. Es el mayor y también el más antiguo. Y me arriesgaré a lanzar una conjetura: es el que
pone el listón del abuso y del maltrato.
—Separar a los chicos…, las cabañas —dije.
Tenía la garganta seca. La mayoría de aquellos chicos habían estado juntos más de diez años.
Cada uno era la familia del otro. ¿Y querían quitarles eso?
—Vale, entonces ese campo queda fuera de la cuestión. —La senadora Cruz se echó hacia atrás
en la silla y juntó las manos sobre su regazo—. ¿Cuáles son los otros grandes blancos potenciales?
—No hay otro gran blanco —dijo Cole—. Pese a todo, iremos a por Thurmond. Es nuestro destino.
Levanté la vista. La conmoción se me debió de ver en la cara, porque en el rostro de Cole
apareció una expresión confusa.
—¿En serio, Joyita? Debo de haberlo dicho diez veces esta mañana. Thurmond, a pesar de todo.
¿Por qué me miras así?
Repasé las horas anteriores, intentando recordarlo. Debió de haber sido después de entrenar… ¿o
fue antes de que regresaran Liam y los demás? Toda la mañana tenía un matiz brillante, extraño, como
si el agotamiento nublara mis recuerdos igual que el vapor en un espejo.
—Maldición, chica —dijo Cole, como si siguiera el hilo de mis pensamientos—. Necesitas
dormir más.
—¿Cinco semanas bastan para sacar adelante algo así? —dijo la senadora Cruz, con una
expresión de preocupación en el rostro.
—Haremos que funcione —respondió Cole, con sencillez.
—Les habéis pedido que escribieran propuestas para una misión, ¿verdad? —preguntó la
senadora Cruz—. No es mi intención ofenderos, pero ¿cómo diablos se supone que estos chavales
van a idear los planes para operaciones militares exitosas y, después, llevarlos a cabo?
—Hemos recibido entrenamiento —le respondí— para hacer exactamente eso. Por lo menos los
que estuvimos en la Liga. Necesitamos tiempo para trabajar con los otros chicos, traer más chicos y
asegurarnos de que puedan trabajar bajo presión.
Cole cogió la pequeña pila de papeles que le habían entregado los distintos grupos y se los pasó
a la senadora.
—Me ha impresionado su ingenio —dijo—. Aquí hay mucho material bueno. Los Verdes
realmente dejan en ridículo a lo mejor de la Liga con algunas de estas cosas… Ciertamente yo no
esperaba probabilidades estadísticas de éxito ni… —dijo, pero se interrumpió y entornó los ojos
para mirar la página que sostenía—. Jesús, ni siquiera sé qué significa esa palabra. En todo caso,
antes de atacar Thurmond tendremos que hacer un ensayo con un campo más pequeño y asegurarnos
de que el plan es factible.
La senadora se irguió en su silla.
—¿Cualquier campo?
—Preferentemente uno que esté en esta costa, pero sí, claro. Intentaremos encontrar un campo
menor con la estructura de Thurmond, obtener una experiencia lo más parecida posible al ataque real.
—¿Nevada?
Cole se reclinó sobre el escritorio con un destello de entusiasmo en los ojos.
—¿Está pensando en Oasis?
«¿Oasis?». La Liga tenía un mapa en la pared de uno de los corredores, con todos los campos
conocidos, grandes y pequeños, señalados con chinchetas. Cerré los ojos, intentando representar
mentalmente la extensión de colores pastel de los estados, de este a oeste. Estaba… en la esquina
noreste del estado. Alejado.
Nico no apartó la vista de la pantalla del portátil.
—Ahí es donde están los hijos de los de la Coalición Federal.
La senadora Cruz asintió, tragó con dificultad y se pasó una mano por la garganta. Miraba hacia un punto que estaba detrás de nosotros, hacia el reloj de pared quizá.
—Mi hija Rosa está entre ellos. La oculté con su abuela, pero… Gray estaba decidido. Contrató
a hombres y les asignó la tarea específica de encontrar a nuestros hijos. Para convertirnos a todos en
ejemplo. Sé que al menos otros diez funcionarios de la Coalición Federal piensan que sus hijos
fueron conducidos a ese campo. Es decir, sabía. Dios. ¿Hay alguna posibilidad de que algunas de
estas personas todavía estén vivas en uno de los centros de detención? ¿Volverán a ver a sus hijos?
—Claro —dijo Cole, sin sonar del todo convencido—. Siempre hay una posibilidad, ¿no es así?
Pero estén o no vivitos y coleando sus padres, esos chicos tendrán un lugar entre nosotros. Una
oportunidad para luchar, si así lo desean. Dios sabe que en Los Ángeles ya no tienen ningún lugar al
que regresar.
Nico retiró la silla y se puso de pie, cogiéndose los codos con las manos. Su mirada iba y venía
rápidamente, trazando un recorrido por toda la habitación en busca de algo sobre lo cual posarse que
no fuéramos nosotros.
—Me voy a… Me voy a dar… ducha…
No habría dejado la sala con mayor rapidez si hubiese habido un incendio. Me pregunté si al
menos habría sentido una punzada de dolor al chocar con la cadera contra uno de los escritorios y
salir despedido hacia delante, tambaleándose.
Di el primer paso para seguirlo, pero me contuve. Cole alzó las cejas y cruzamos una mirada que
encerraba una pregunta silenciosa. Negué con la cabeza. No. No iba a ir detrás de él. Podía sentirme
culpable por obligarlo a revivir esa época de su vida durante unos minutos, pero no iba a ir a
consolarlo ni a intentar protegerlo de los horrorosos recuerdos de Los Ángeles que él mismo
conservaba. ¿Cómo podía hacerlo si parte de mí se alegraba de que se sintiera tan destrozado por
ello como yo?
«Tú no lanzaste las bombas sobre la ciudad», me dije.
Pero tampoco lo había hecho él. Nico no había planeado el ataque llevado a cabo por los
militares. Él no era responsable de los agentes que depusieron a Alban mediante un golpe en una
medianoche sangrienta que fracturó la Liga para siempre. Él no…
Me puse la mano en la frente. Ahora no quería pensar en eso. Era como pinchar una ampolla
hinchada y roja que aún no se había reventado. Necesitaba concentrarme en Thurmond, en el hecho
de que, en apariencia, disponíamos de menos de dos meses no solo para reunir suministros, sino
también para encontrar más chicos, entrenarlos, resolver el problema del transporte, llegar a Nevada
y volver de Nevada. La imposibilidad de todo ello se alzó delante de mí. Una montaña que no hacía
más que crecer y crecer en altura mientras yo intentaba acercarme a ella, hasta llegar al cielo.
—Nos reuniremos todos esta noche para fijar el plan —decía Cole—. Aclararemos cuál es el
objetivo para el cual estamos trabajando, concentraremos la energía de todos. Mientras tanto…
—Sí, sí, claro. Me pondré en contacto con los canadienses y veré qué estarían dispuestos a hacer
por nosotros en lo que respecta a la munición y el combustible —dijo la senadora Cruz, mientras me
pasaba una mano tranquilizadora por el brazo y luego me apretaba la mano. Apenas lo sentí.
—Es usted la reina de mi corazón, señora senadora —le dijo Cole, con una sonrisa
devastadoramente atractiva.
—Oasis —le recordó ella, y se dirigió hacia la puerta.
—Nos veremos aquí a las siete en punto —dijo Cole—. Tendré un plan listo para usted.
Ella se detuvo y se volvió para mirarlo. Duró menos de lo que dura un parpadeo, pero vi el
instante en que ella se permitió tener esperanzas.
—Gracias.
Esperé hasta que se hubo marchado antes de inclinarme hacia delante para apoyar la cabeza en
uno de los escritorios vacíos. Cerrar los ojos no hizo que la cabeza me doliera menos en absoluto. En
realidad, la película vidriosa extendida sobre mis pensamientos se hizo más gruesa al dirigir mi
atención a Thurmond. Sentí que me sentaba, súbitamente invadida por imágenes de hombres con
uniformes negros que destrozaban el campo antes de que lo hiciera yo, que destruían hasta el último
fragmento de cada prueba antes de que el mundo pudiera saber qué había sucedido realmente allí.
—¿Esto? ¿Ruby? —Cole me estaba haciendo señas desde el otro lado de la fila de ordenadores
con una expresión incómoda en el rostro—. ¿Estás bien?
—Sí —respondí, frotándome los ojos irritados—. ¿Por qué?
—Porque te has… quedado mirando la habitación, pero no…
Yo estaba alerta otra vez, tratando de alejarme de los pensamientos lentos, opacos y amorfos en
los que me había sumido.
—Estoy bien —lo interrumpí—. Entonces, los planes, los que han diseñado los chavales, ¿los
has leído?
—Sí —dijo, dejándose caer en la silla de Nico, frente al ordenador, y moviendo el ratón—. No
están mal, pero creo recordar uno mejor.
—¿De quién?
—Tuyo —dijo con énfasis—. Montaste un plan para atacar Thurmond, ¿lo recuerdas? Se lo
entregaste a Alban a espaldas de Conner.
Sí, lo había hecho, ¿verdad? A aquellas alturas, tres meses atrás podrían ser perfectamente tres
años atrás. Cuando cogieron mi plan y lo tergiversaron con la intención de armar a los chicos con
aparatos explosivos y enviarlos a los campos, fue como si me hubieran cortado las piernas a la altura
de las rodillas. Habían convertido un sueño en una pesadilla.
—Esto, sobre Thurmond… es una mierda. Ya se que es una palabra patética para expresar la
magnitud de lo terrible que es, pero es exactamente una «mierda» y ahora debemos trabajar cada vez
más rápido. Tenemos hasta inicios de marzo para montar nuestro ataque. Sería útil disponer de un
plan completamente desarrollado para que pudiéramos pasar a la acción: el plan en el cual estuviste
meses pensando.
Cole levantó una pequeña libreta que había metido en el archivador de los planes escritos a mano
por los otros chicos y me la lanzó.
—Toma. Escríbelo. Todo lo que recuerdes de tu idea original. Yo me ocuparé de combinar las
ideas de los demás en un plan coherente y realista para la reunión de esta noche.
Encontré un boli en el cajón de uno de los escritorios y me senté a escribir. Las primeras
palabras fueron vacilantes, y me sentía acomplejada por los rizos y los renglones irregulares de mi
horrible letra manuscrita. Cuanto más escribía, más fácil me resultaba, pero las palabras volvían con
lentitud, como si no confiaran plenamente en que esta vez sería diferente. Que esto merecía encender
mis esperanzas otra vez.
«Esto es diferente». Un chico entra en el campo antes del ataque con una pequeña cámara
instalada en las gafas, lo cual le permite enviar imágenes del interior del campo al cuartel general y
trazar un mapa con la estrategia de la operación. «Cole prometió que esto sucedería». Nos
apoderamos de sus vehículos, pillamos desprevenidos a los rastreadores y a las FEP y los
sometemos sin matarlos. «Si tú no puedes creer en esto, entonces ellos tampoco lo harán».
Dejaremos un controlador de campo libre, bajo mi influencia, para transmitir las actualizaciones de
estado hasta que nos hayamos marchado todos.
Fueron necesarias diez hojas enteras, por ambas caras. Mi letra se volvía cada vez más ilegible a
medida que el entusiasmo comenzaba a bullir otra vez en mis venas y podía ver cada uno de esos
momentos desplegarse con perfecta claridad. Cuando terminé, se me había acalambrado la mano y
me sentía exhausta, pero tenía la cabeza clara. Me sentía realmente mejor. Serena, por lo menos, lo
que no era poco.
Me puse de pie y me volví hacia donde Cole seguía sentado. De vez en cuando me llegaban las
voces y los ruidos que provenían de donde estaba él y, gracias a la parte de mi cerebro que no estaba
distraída por el trabajo, supe que estaba mirando los vídeos que habíamos bajado. El llanto, las
débiles súplicas, las preguntas que nunca obtenían respuesta… Eran la clase de cosas de las que
había aprendido a desconectarme en Thurmond por el bien de mi instinto de supervivencia. No sé
qué me podría haber sucedido de haber tenido pesadillas todas las noches.
La luz de la pantalla resplandecía en su cara y se proyectaba en la pared a sus espaldas.
Permanecí junto a mi escritorio, atraída por su expresión impasible. Retrocediendo unos pasos pude
ver lo que miraba en el reflejo de las ventanas de la pared. El fuego cubría la pantalla. Cole
resplandecía en naranja, rojo y amarillo a medida que la luz del vídeo lo bañaba en sus mortíferos
colores. Y así, sin más, mi pequeña tajada de paz se evaporó, arrastrada por una comprensión fría y
repentina. Se me erizaron los pelillos de la nuca.
El vídeo enfocaba de cerca la cara de un niño que no tenía más de trece años, amarrado a una
suerte de poste de metal. Jadeaba con dificultad e intentaba liberarse de las ataduras que le sujetaban
los brazos a los costados. En su cabeza rapada se veían pequeños electrodos que le ceñían el cuero
cabelludo con una corona de cables. Noté una oleada de asco en mi interior y la irritación me quemó
la garganta. Me llevé una mano a la cara y tuve que reunir valor para mirar la terrible verdad que
mostraba la imagen.
Cole me dirigió una mirada cuando me puse a su lado y después volvió los ojos a la pantalla. Era
toda la invitación que recibiría. Puso el vídeo otra vez desde el comienzo y fue mucho peor escuchar
los sonidos guturales y los gritos del Rojo mezclados con los comentarios tranquilos y secos de los
científicos, dirigidos a la cámara.
—Estaban poniendo a prueba al chico para ver qué clase de respuesta emocional desencadenaba
sus poderes —dijo Cole, mirando fijamente el último plano corto, congelado, de la cara del chico
empapada de sudor y lágrimas—. Intentaban mapear la forma en que su mente la procesaba. Ruby —
dijo, girándose hasta quedar de perfil—, después de esta noche…, después de que tengamos nuestra
estrategia de operaciones…, quiero que hagas todo lo que esté en tu poder para encontrar a Lillian
Gray. Todo. ¿Lo entiendes?
—Sí —dije, encontrando finalmente las palabras mientras él ponía el vídeo una vez más—. Lo entiendo.

Mentes Poderosas 3: Una Luz InciertaWhere stories live. Discover now