Capitulo 5

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CAPÍTULO CINCO
A pesar de todas las esperanzas que tenía de encontrarla, no estoy segura de haber pensado alguna
vez qué ocurriría con Zu cuando la encontráramos. Pero se hizo obvio, desde el instante en que Liam
la vio, que ese era el único pensamiento que le ocupaba la mente.
—Pensaba que estarías en casa de tu tío —dije—. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué te has marchado?
—Él no estaba en casa. Igualmente nos habríamos quedado, pero hubo… un incidente justo
después de que llegáramos —nos explicó Kylie mientras caminábamos.
Los árboles retrocedieron para revelar un pequeño claro rodeado de oscuridad. Habían apagado
las fogatas al oír que se aproximaban nuestros coches, pero el claro todavía olía a humo.
—¿Qué clase de incidente? —preguntó Liam.
—Uno malo. Había un tío, resultó ser un buen tipo. Él…, olvídalo, no importa. —Kylie sacudió
la cabeza poblada de rizos negros, al tiempo que se alisaba la parte delantera de la camiseta rota—.
Desde entonces, hemos estado viajando de ciudad en ciudad. Cuando vi la ruta marcada con códigos
la seguí con la esperanza de encontrar a otros chicos, pero ellos tampoco lo están pasando bien.
Abrí unos ojos como platos al ver las improvisadas tiendas que habían montado con sábanas,
ahora empapadas, las viejas latas de comida y los cubos que habían dejado fuera para recoger agua.
—Habéis venido en coche, ¿verdad? —preguntó Liam—. ¿Dónde lo habéis escondido?
—Detrás del cobertizo, en la parte de atrás de la casa.
Kylie intentó escurrirse la camiseta sin mucho éxito. Los otros chicos, de pie a su alrededor, ya
se habían presentado, visto y no visto. No reconocí a ninguno. Lucy se había apresurado a aclarar que
dos de ellos, Tommy y Pat, habían abandonado East River pocos meses antes de que nosotros
llegáramos. Los otros tres miembros de su tribu se habían separado cuando el viaje se hizo
demasiado duro para ellos y desde entonces no habían sabido nada de ellos. Los otros diez
adolescentes, todos de alrededor de quince años, eran chicos aislados que habían ido recogiendo a
medida que cruzaban el país.
Tommy era tan alto y delgado como los otros tres que tenía al lado y llevaba la cabeza, poblada
de pelo de un sorprendente color cobre, casi oculta bajo un gorro de lana. Pat era casi una cabeza
más bajo, y caminaba y hablaba con una energía frenética y vacilante que hacía casi imposible
seguirle el ritmo.
—Bueno… —dijo Cole, observando el lamentable campamento montado a nuestro alrededor—.
Lo habéis intentado.
—Me pregunto… —dijo Lucy, al tiempo que daba un paso al frente. La trenza rubia se
balanceaba sobre uno de los hombros. Vestía una sudadera de los San Francisco Fortyniners
[2] que le
iba grande y unas mallas negras con las rodillas en jirones—. ¿Y vosotros qué hacéis aquí? ¿Cuándo
habéis abandonado East River?
Ah, maldición; claro que no lo sabían. No podían saberlo. Miré a Liam, pero él miraba a Zu,
quien le cogía de la mano.
—Dejemos esa historia para otro momento —dijo Cole—. Recoged lo que queráis traer con
vosotros.
—Espera, ¿qué? —dijo Liam—. Espera un segundo; ni siquiera saben en lo que se están
metiendo.
Cole hizo un gesto de impaciencia y se volvió hacia los otros chicos, dando unas palmadas.
—Os lo explicaré. Solíamos formar parte de un grupo llamado la Liga de los Niños. Después el
presidente decidió que quería destruirnos, a nosotros, a la Coalición Federal y a todo Los Ángeles.
Ahora nos dirigimos al norte, a establecernos y a inventar nuevas y divertidas maneras de patearles
el culo. ¿Alguna pregunta?
Tommy levantó la mano.
—¿Han destruido Los Ángeles? ¿En serio?
—Creo que ya no estamos hablando de manera metafórica —dijo Cole—. Los Ángeles es ahora
un montón de escombros ardientes. Podéis quedaros aquí, pero los militares controlan las fronteras y
las autovías, y es probable que hayan echado mano de todo el combustible y la comida que hay por
ahí. Lo que quiere decir que la vida se os va a poner más condenadamente difícil si no encontráis un
lugar seguro.
Creo que los chavales estaban demasiado conmocionados para llorar. Intercambiaron miradas en
un obvio esfuerzo para procesar lo que acababan de oír.
«El hambre tampoco ayuda mucho en este sentido», pensé, viendo cómo la lluvia hacía que a
Kylie se le pegara la camiseta a las caderas.
—Y ahí donde vamos, ¿es un sitio seguro? —preguntó Pat.
—Diles la verdad —dijo Liam con brusquedad—. Puede ser un lugar seguro, pero siempre
tendremos dianas pegadas en la espalda. Cole, tú nunca haces nada solo por amor al arte, así que
dime, ¿dónde está el truco? ¿Si vienen con nosotros tendrán que combatir? ¿Deberán trabajar para
ganarse la cama y la comida?
—Bueno, la verdad es que probablemente todos durmamos en sacos —dijo Cole, mientras la
irritación bullía bajo cada palabra—, pero no, no hay truco. Si desean que los entrenemos, los
entrenamos. Y si desean combatir, ¿quién diablos soy yo para detenerlos? Pero tengo la sensación de
que ellos tienen tanto interés como nosotros en averiguar qué causó la ENIAA y en saber más sobre
esa supuesta cura. Y también tengo la ligera sensación de que se las verán negras para encontrar otro
grupo que esté dispuesto a llevarlos con sus padres.
—No los manipules para que crean que esto es…
—¿Que esto es qué? —pregunté con tranquilidad, llevándolo a un lado—. ¿Una manera de
sobrevivir? Liam… Lo entiendo, combatir es peligroso, pero esta forma de vivir también es
peligrosa, ¿verdad? ¿Estar enfermo y huyendo siempre? No tienen por qué quedarse en el Rancho
para siempre. Podemos sacarlos de ahí una vez que hayamos encontrado la forma segura de hacerlo,
si eso es lo que quieren.
Parecía sufrir. Si había luchado contra la idea de que a mí me atrapara la Liga, ¿qué
posibilidades había de que aceptara lo mismo para Zu? No importaba cuánto deseara ver libres a los
chicos de los campos, ver la auténtica cura; su instinto siempre escogería el camino más seguro para las personas a las que quería.
—Cuando todo esto haya acabado —dije mirando cómo Cole ayudaba a los otros chicos a
recoger sus cosas—, podremos ir adonde nos apetezca. ¿No merece la pena? Que venga con nosotros
es la única manera de asegurarnos de que está a salvo. Nosotros podemos cuidarla.
«Jamás debimos dejar que se fuera, en primer lugar».
Liam dejó escapar el aliento.
—Oye, Zu, ¿qué te parece si nos ayudas a montar una pequeña guerra?
Ella lo miró y luego me miró a mí con el ceño fruncido, como si estuviera pensándoselo. Luego
se encogió de hombros como diciendo: «Vale. No tengo nada mejor que hacer».
—Muy bien.
Liam pronunció las palabras con el último aire de un suspiro y sentí cómo, al mismo tiempo, la
tensión abandonaba mi cuerpo. Con un brazo sobre mis hombros y la otra mano en la de Zu, Liam y
yo atravesamos el bosquecillo hacia donde estaban los demás. La familiaridad de la situación era
tranquilizadora, como si finalmente estuviera anclada en el mundo otra vez.
—Muy bien —repitió Liam.
Cuando llegamos a los coches otra vez, Chubs y Vida ya estaban ahí, apoyados contra el lateral
de la camioneta, pero mientras que Chubs prácticamente se balanceaba sobre las puntas de los pies y
le hacía a Zu miles de preguntas sin ninguna posibilidad de recibir respuesta, Vida le lanzó una
mirada, se cruzó de brazos y avanzó hacia nosotros.
—Hola, Vi, esta es…
Vida no se detuvo ni para dejarme acabar la frase ni para coger la mano que Zu le extendía.
Advertí un centelleo en sus ojos cuando cruzamos una mirada y una acusación tan silenciosa como
infundada. Tenía la boca tensa por el veneno que obviamente se esforzaba por contener.
—¿Ahora podemos largarnos de este jodido vertedero?
Y en un segundo, el sentimiento de seguridad desapareció. Una inquietud enfermiza tomó su lugar
y dividió mi atención en dos. Una mitad de mí quería meterse en el bosque, ir detrás de Vida; la otra
mitad, la más exigente y ruidosa, quería quedarse exactamente donde estaba, felizmente sumergida en
el amor de las tres personas que me rodeaban. Tenía el corazón lleno de ese amor; Zu rodeaba con un
brazo la estrecha cintura de Chubs y este le daba palmaditas en la cabeza, en su extraño estilo
habitual.
Liam se había girado para seguir con la mirada la silueta de Vida, que se perdía en la oscuridad.
Cuando se volvió tenía una expresión inquisitiva y mi propia confusión se reflejaba en sus facciones.
Pero yo no tenía idea de por qué se había enfadado Vida.
Ya habían pasado varias horas después de la medianoche cuando llegamos a Lodi y, en el horizonte,
la luna ya comenzaba a deslizarse hacia el oeste. Había dormido a ratos durante cuatro horas, pero no
me sentía mejor en absoluto. Mantenernos en las carreteras secundarias mientras recorríamos
tranquilamente la columna vertebral de California había añadido unas buenas cuatro horas más a un
viaje que de por sí era largo; la hora de más que nos llevó encontrar otro coche y suficiente gasolina
para seguir el viaje redondeó el tiempo hasta unas diez horas. Parecía como si estuviéramos
atrapados en una especie de realidad en la cual el tiempo se expandía y se contraía a la vez; los minutos volaban, pero en número interminable. Las rápidas oleadas de ansiedad y temor venían y se
iban, y me descubrí rezando oraciones silenciosas para encontrar a Cate y a los demás, que nos
esperaban. El día había ido demasiado bien y yo había aprendido a no esperar que se formara
ninguna especie de patrón. La vida tenía el desagradable hábito de levantarme el ánimo solo para
lanzarme de nuevo hacia abajo.
La ciudad era más rural de lo que yo había previsto; por lo menos así era en las afueras. Había
varios terrenos baldíos que en otros tiempos tal vez hubieran sido viñedos, pero que se habían
dejado marchitar y morir a la sombra de una serie de largas naves plateadas.
—Ahí está —dijo Cole, levantando la mano del volante para señalar. Me sorprendió que pudiera
distinguir una nave de otra, puesto que a mí me parecían idénticas, especialmente en la oscuridad.
—¿Están aquí?
—Lo sabremos en un segundo.
El cielo ya tenía un color azul pálido cuando entramos en la ciudad, y nuestros pequeños coches
parecían desfilar por las calles vacías. El humor de Cole cambiaba otra vez y parecía mejor y más
ligero a medida que el coche reducía la velocidad y entraba en una tienda de vehículos usados.
Condujo hasta uno de los espacios cubiertos vacíos, junto a lo que sin duda eran una vieja furgoneta
de una empresa de exterminio de plagas y la camioneta de una compañía eléctrica.
«No es una tienda de coches usados —pensé—. Por lo menos ya no lo es».
—Vale, Joyita. —Cole respiró hondo y elevó la mirada hacia el techo del coche, murmurando
algo que no conseguí oír—. ¿Lista?
—¿Y qué hacemos con él? —pregunté, indicando el cuerpo flácido de Clancy con la cabeza.
—De momento, déjalo ahí. Acabo de administrarle otra dosis. Volveremos a buscarlo cuando nos
hayamos asegurado de que todo está bien.
No me parecía la mejor idea, pero estaba tan cansada que de todas maneras asentí, demasiado
agotada para discutir. Además, el chico todavía respiraba lentamente y con regularidad, inclinado
hacia delante, inconsciente. Esta vez fui yo quien se aseguró de que tuviera las manos y los pies bien
amarrados. Al parecer, fue el último pensamiento completo y coherente que tuve.
Cuando salí del coche, me dolía todo el cuerpo por el agotamiento; podía sentirlo en el fondo de
la garganta y en la consistencia acuosa que habían adquirido mis ojos. Liam me encontró de
inmediato y miró de forma inquisitiva en dirección de la camioneta. Le indiqué que lo dejara con un
gesto de la mano y me apoyé en el brazo con el que me rodeaba los hombros. Intentaba contar los
niños empezando por Zu y Hina cada vez, pero no conseguía pasar de diez sin olvidar por dónde iba
y tenía que volver a comenzar. Concentrarme en una sola cosa, en la voz de Chubs que ametrallaba a
preguntas a Vida sobre las formas borrosas que veía a su alrededor, me ayudó a mantenerme alerta,
pero aun así a mi cerebro le llevó demasiado tiempo procesar el motivo de que estuviéramos
merodeando junto a la entrada de un bar.
Liam siguió la dirección de mi mirada.
—No le ha dicho una sola palabra a Zu —dijo en voz baja—. Ya sé que no es adicta a los
achuchones, pero ¿esto es normal? Porque si continúa así, voy a enfadarme.
Miré a Vida otra vez.
—Le lleva cierto tiempo entrar en calor. Hablaré con ella.
Cole se asomó por una de las ventanas, ignorando el cartel luminoso apagado que ponía
«Abierto». Comprobó la puerta del Smiley’s Pub mientras exhalaba largamente. Cerrada.
—¿Es un bar? —susurró Chubs detrás de mí—. ¿Se nos permite entrar? No tenemos veintiuno.
—Ay, Abu —suspiró Vida y, luego, dirigiéndose a nosotros—: Me supera.
Eché un vistazo por la ventana de la fachada. Había mucha madera clara pulida, repisas vacías
detrás de la barra y un vinilo rojo en cada sitio donde había un asiento. Entre las fotos de mujeres en
bikini reclinadas sobre coches deportivos, se veían viejos pósteres de giras de grupos de rock
clásico.
—¿Tenemos que colarnos? —le pregunté a Cole.
—No. Solo estaba comprobando la puerta para ver si todavía usaban este tugurio como fachada.
La entrada al Rancho está detrás del bar.
Me sentí confundida durante un segundo, pensando que se refería a detrás de la barra que estaba
dentro del bar. Pero él bajó del bordillo y señaló con la barbilla un pequeño callejón situado entre el
Smiley’s Pub y la tienda siguiente. Lo seguimos avanzando entre cubos de basura y pilas de cajones
vacíos hasta llegar a la puerta trasera. Cole se puso delante e introdujo seis números en el teclado
electrónico situado a un costado. El dispositivo se iluminó y emitió un pitido, y la puerta se abrió
mostrándonos lo que parecía ser una típica trastienda. Había repisas en cada pared, la mayoría de
ellas vacías.
—La bajada es larga —dijo Cole por encima del hombro—. ¿Alguno de vosotros tiene miedo a
las alturas? ¿A la oscuridad? No, claro que no. Sois unos campeones. Pero tened cuidado, ¿me oís?
«Una bajada larga». Dios… ¿otro túnel subterráneo? Y habría apostado a que era largo, teniendo
en cuenta el hecho de que estábamos lo bastante lejos del edificio principal del Rancho como para no
haberlo visto desde la puerta del Smiley’s. Teníamos una entrada parecida en el Cuartel General de
Los Ángeles. La entrada en sí era un aparcamiento con un ascensor que llevaba a lo que llamábamos
el Tubo. El hedor a cloacas del túnel y sus paredes llenas de moho eran tan infernales que casi
esperábamos encontrar al diablo aguardando al final.
Para acceder a la trampilla que conducía al túnel del Rancho tuvimos que apiñarnos todos en el
pequeño dormitorio que ocupaba la parte trasera del bar y levantar la cama y la alfombra que habían
colocado encima. Cuando Cole abrió la trampilla, un aire rancio y frío se nos coló por la nariz.
—Guay —dijeron Tommy y Pat, inclinándose para mirar aquel espacio débilmente iluminado.
Kylie le dirigió una mueca a Lucy, pero fue la tercera en bajar, después de Cole. La mayoría de
los adolescentes iban detrás de ella, demasiado cansados para cuestionar lo que estaba sucediendo o
adónde los conducían. Fue peor para los más pequeños. Zu e Hina eran imágenes especulares del
agotamiento más total y absoluto. Se balanceaban sobre los pies, como si se hubieran tomado unas
cuantas copas a escondidas en el bar, y no conseguían enfocar los ojos en Liam ni siquiera mientras
las ayudaba a poner los pies en la escalerilla que bajaba al túnel. Liam y yo tuvimos que ayudar a
Vida a lograr que un Chubs medio ciego e increíblemente cascarrabias bajara a continuación. Luego
fue el turno de Liam.
Sabía que era irracional la forma en que el miedo parecía caminar detrás de mí y ponerme un
puñal en la garganta. Sabía que no estábamos siendo atacados, que los otros chavales ya habían
pasado por ahí y estaban bien, que debía avanzar si quería llegar alguna vez al Rancho. Sabía todo eso y, a pesar de todo, no conseguía moverme.
Liam captó mi expresión y en su rostro apareció una sonrisa tranquilizadora. Pese a todas las
palabras que no nos habíamos dicho, él podía ver mis temores. Me pasó una mano por la cabeza, me
cogió la mejilla y me besó la sien.
—Distinto túnel, distinto destino, distinto final —prometió—. ¿Vale?
Tragué y me obligué a asentir mientras él iniciaba el descenso por la escalerilla. En el instante en
que sus cabellos rubios desaparecieron, sentí que la piel se me encogía contra los huesos y se me
contraía el estómago. «Distinto final». Me repetí mentalmente esas palabras. «Un final».
Aquello fue solo el comienzo.
Me erguí, me alisé la cola de caballo sobre el hombro y di el primer paso. El segundo. El
tercero. Intenté no pensar en la oscuridad que parecía brotar por todo mi alrededor, tragándome. En
el preciso instante en que estuve segura de que seguiría bajando para siempre, encontré suelo firme.
El resto de la mañana adquirió un tono extraño, casi irreal. El túnel estaba alumbrado con
guirnaldas luminosas de Navidad, algunas de ellas parpadeantes, otras completamente apagadas,
pero que siempre iluminaban un pequeño tramo de la senda. Era todo de cemento puro y despiadado.
El techo bajo y las paredes estrechas amplificaban todas y cada una de las voces, transportando
susurros y suspiros en la oscuridad, como fantasmas. Yo respiraba de forma superficial y rápida, una
y otra vez, sintiendo que la sangre comenzaba a palpitarme con un ritmo lento detrás de los ojos. Este
era, realmente, el prototipo del Cuartel General de Los Ángeles, solo que a una escala mucho menor
y parcialmente en la superficie —si lo que Cole había dicho era verdad—, pero lo bastante parecido
como para darme escalofríos.
Mi mente jugaba al pillapilla con las visiones y los sonidos que surgían a mi alrededor,
filtrándolo todo con una lente lechosa. Me hacía sentir casi como si lo estuviera viendo todo a través
de los recuerdos de otra persona. El olor del sudor y de las ropas mojadas. Un gruñido de dolor de
Vida. La expresión sombría y desesperanzada de Chubs con los ojos clavados en la oscuridad. Zu,
dormida sobre la espalda de Liam, los brazos alrededor de su cuello. Anduvimos tanto tiempo que
por momentos olvidaba adónde nos dirigíamos.
Delante de nosotros, Cole subió hasta la mitad de una escalerilla y golpeó contra algo de metal,
un cuadrado grande y oxidado que debía de ser una puerta. No había tiradores a este lado del túnel.
Necesitábamos que nos dejaran entrar desde el otro lado.
—¿Y si no hay nadie? —preguntó Chubs. Fingí, por el bien de mi corazón, que no había oído
nada.
Cole golpeó la puerta con los puños durante otro minuto antes de que los chicos, apiñados detrás
de él, comenzaran a golpearla también.
«Aquí no hay nadie —pensé—. No lo han conseguido».
No podía respirar. No había otro lugar adonde ir; las paredes estaban tan cerca a cada lado, los
chicos a mis espaldas me bloqueaban la salida. Sentí que Liam me rodeaba los hombros con un
brazo, pero el peso no hizo más que aumentar la opresión que sentía en el pecho. Retrocedí y se me
enredaron los pies en el preciso momento en que se oyó un fuerte chirrido y la luz inundó el espacio.
«¿Cate?».
Me protegí los ojos con la mano intentando reconocer de quién era la silueta cuando oí a Cole cantar:
—¡Hello, Dolly!
—¡Dios mío! —Percibí una especie de sutil acento en aquella voz; tal vez de Nueva York o de
Nueva Jersey—. De prisa, subid. ¡Dios mío! Creíamos…, nos preocupaba tener que salir buscaros.
Liam nos guio hacia arriba por la escalerilla, hacia la luz. No advertí cuánto frío tenía hasta que
nos envolvió una delicada oleada de calor. Entré, parpadeando por la luz del tubo fluorescente que
colgaba sobre nuestras cabezas.
Dolly exhaló un suspiro exasperado, mientras recorría la fila que formábamos, y parpadeó
cuando llegó donde estábamos Liam y yo. Miró a Liam y a Cole.
—Dios mío, ¿hay otro tú? ¿Cómo ha sobrevivido tanto tiempo el mundo?
—Pura casualidad —dijo Cole—. ¿Estáis todos aquí?
Dolly dudó visiblemente.
—Bueno, no exactamente.
—¿Cate?
Era Vida quien había pronunciado aquella palabra, en un arrebato de pura esperanza.
—Conner está bien. Estaba muy preocupada por vosotros.
Liam me apretó aún más los hombros con el brazo y me miró. Pareció tan sinceramente contento
por mí cuando me apoyé en él que la débil sonrisa que le devolví fue casi un reflejo de la suya. Me
sorprendió, sin embargo, que los primeros sentimientos que llenaron el hueco dejado por el miedo no
fueran de gozo y el alivio. Estos solo llegaron después de un agudo dolor que se irradió desde mi
corazón. «No lo sabe». Cate había sobrevivido, había llegado hasta allí a pesar de tener poquísimas
probabilidades, y había estado esperando. El único mensaje que Dolly le daría era que habíamos
llegado; no sabría nada de Jude. Tendría que evitar abrazarla y llorar lo suficiente como para poder
contárselo. «Ella no sabe nada».
Y ahora lo sabría.
—¿Qué significa «no exactamente»? —preguntó Cole, mirando alrededor—. Diez de vosotros
habéis venido a abrir el lugar, ¿no es así? Y Conner trajo su docena…
Las zapatillas de Dolly chirriaron suavemente cuando arrastró los pies por el suelo, incómoda. El
ruido de unos pies desnudos sobre las baldosas la salvó de tener que dar una respuesta. El corazón se
me subió a la garganta al ver una cabeza con cabellos claros que giraba a toda velocidad por la
esquina de la habitación: Cate.
Vida se lanzó hacia ella a través de la masa de chicos que las separaba y casi acabaron las dos
por el suelo.
—Lo siento, lo siento —decía Cate—, estábamos fuera de la zona de ataque y no podíamos
cruzar todas las barricadas para volver…
Cate miró por encima del hombro de Vida, hacia donde estaba yo, y sonrió aliviada cuando
nuestros ojos se encontraron. «Oh, Dios, oh, Dios mío, no lo sabe». No podía pronunciar ni una
palabra, no podía moverme. El calor aumentó debajo de mi piel y el sudor hizo brotar la culpa, la
vergüenza, la ira y la tristeza por cada poro de mi cuerpo. Y entonces vi que Cate no nos miraba a
ninguno de nosotros, sino que contemplaba el espacio vacío que había junto a mí. Recorrió con la
mirada toda la habitación, pasando de una persona a otra, abrazando a Vida cada vez con mayor fuerza. Lo estaba buscando.
Finalmente, no me hizo falta decir nada en absoluto. Debió de advertirlo en el instante mismo en
que me vio la cara.
Liam me aferró una mano con fuerza y me atrajo hacia sí. Apoyé el rostro en su hombro sano y oí
el latido de su corazón junto a mi oído, mientras intentaba respirar y contener las lágrimas que ya
brotaban.
—¿Qué os parece…? —Dolly apoyó una mano en el hombro de Tommy—. ¿Qué os parece si os
enseño dónde están los lavabos y dónde podéis dormir? Todas las habitaciones están abiertas,
escoged la que más os guste. Lo de las sábanas y las mantas tendremos que resolverlo mañana, lo
siento.
—¿Qué ha pasado con las que teníamos? —preguntó Cole en voz baja.
—Ellos se las llevaron. —Dolly levantó un hombro, dirigió su mirada a los chicos y después de
nuevo a él; Cole no preguntó más.
Dolly nos condujo a otra habitación muy iluminada en la cual las luces del techo nos volvían la
piel muy blanca, haciendo más evidentes el polvo y la suciedad que nos cubrían. Las fotografías
pegadas a las paredes con cinta adhesiva se estremecieron con el paso de tantos cuerpos. Un intenso
olor a lejía. Una habitación amplia, del tamaño de un gimnasio escolar, abierta de par en par y
repleta de sacos de dormir y ropa de cama.
«Descansar —pensé—. Por fin puedo descansar».
—Oye, Joyita —dijo Cole—, ¿puedes venir con nosotros un momento? Quiero dar el parte a Cate
para que tenga el panorama completo.
Liam me apretó la mano con más fuerza y estuve a punto de responder que no; no me creía en
condiciones de estar cerca de Cate hasta tener oportunidad de recargar las energías. Pero él y yo
estábamos en esto juntos. Y yo quería saber dónde estaban los demás agentes.
—Vuelvo dentro de un momento —le dije a Liam—. Escógenos una buena habitación.
—Vale… —comenzó a decir indeciso, pero siguió a los demás escaleras abajo tras dirigirme una
última mirada por encima del hombro.
Cole me hizo señas de que lo siguiera a la habitación situada a la izquierda de la entrada del
túnel, pero me detuve un instante para echar un vistazo al lugar. Y quedé… muy poco impresionada.
Allá en Los Ángeles, el Cuartel General tenía aspecto de ruina, como si alguien hubiese excavado
un agujero en el suelo, hubiera echado un poco de hormigón y hubiera metido dentro baldosas que no
encajaban entre sí, escritorios y mesas para decorarlo. Los cables y las tuberías estaban expuestos, y
nunca podíamos fiarnos de que el agua saliera caliente. El Rancho tenía el aspecto de haber sido
olvidado. A pesar de que los agentes habían estado allí por lo menos una semana, el suelo estaba
tapizado de lamparones de polvo gris y suciedad. Las manijas de las puertas colgaban medio rotas.
La pintura de las paredes estaba descascarillada y la madera de varias de las puertas astillada. Las
bombillas eléctricas estaban inservibles o bien faltaban por completo, lo que dejaba a oscuras
algunos lugares del pasillo. Las placas del falso techo estaban deshechas y los grandes trozos que
habían caído al suelo sencillamente habían sido apartados. Era como si no les importara. Una oleada
de ansiedad me atravesó el cuerpo. Aquel era el modo en que se trataba un lugar en el que uno no
tenía intención de quedarse, ni de hacer suyo.
—¡… Es mentira! ¡Es una puta trola!
La voz de Vida me condujo hacia la habitación en la que habían entrado los demás. Entré, cerré
bien la puerta a mis espaldas y a punto estuve de darme de narices contra una pared de archivadores.
La habitación era apenas lo bastante grande para un único escritorio, tres sillas y unos cuantos mapas
enmarcados de Estados Unidos.
«Esta debe de haber sido la oficina de Alban —pensé— cuando aún estaba aquí». No estaba ni
por asomo tan llena de basura como su oficina del Cuartel General, pero podía reconocerlo en
ciertos toques, incluida la bandera estadounidense que colgaba flácidamente de la pared.
—En cuanto abandonaron Los Ángeles, Sen se puso en contacto con el Rancho y les dijo que se
dirigían a Kansas —me explicó Cole desde donde estaba, reclinado sobre el escritorio con Cate.
Cate mantenía la cabeza gacha y los brazos cruzados; era obvio que tenía la mente en otra parte.
Vida caminaba por el escaso espacio que había para moverse, con los brazos en jarra.
—Y se han marchado todos —finalicé yo. Maldición.
Cole estaba convencido de que los agentes que había dejado en el Cuartel General con Cate para
buscarnos transporte eran, como mínimo, lo bastante leales a Cate como para quedarse y ayudarnos.
—Y se han llevado todo lo que no estaba clavado, incluida la mayor parte de la comida —dijo
Cole. Me sorprendió lo calmado que estaba—. Cate y Dolly estaban por salir a buscarnos,
aparentemente les hiciste creer que nos dirigíamos a Kansas. Tendremos que comenzar de cero para
reconstruir este lugar, pero puede hacerse.
Cate levantó la cabeza súbitamente.
—¿Qué quieres decir con eso de que ella «les hizo creer»?
—Lo sabías —dijo Vida en tono cáustico—. ¿Los has enviado en otra dirección?
Levanté las manos, conteniéndome para no retroceder hasta la puerta y alejarme todo lo posible
de aquellas miradas furiosas.
—Sí, lo hice. Influí en ellos para que fueran directamente a Kansas con el fin de que nosotros
pudiéramos separarnos de ellos al salir del estado. Sin embargo, tenía que haberme asegurado de que
no se pusieran en contacto con los agentes que estaban aquí antes de que llegáramos.
—¿Qué diablos? —dijo Vida furiosa.
—Apoyo esa moción —dijo Cate, dirigiéndole a Cole una mirada fría—. Explícanos qué es
exactamente lo que pretendías conseguir.
—Ah, sí, ¿qué os parece intentar salvarles la vida a todos estos chavales? —le espetó Cole. Se
abrazó las rodillas—. ¿Quieres saber lo que planeaba hacer tu amiguita Sen? Iban a distribuir a los
chicos en los coches, llevarlos fuera de Los Ángeles hasta un lugar que creyesen que era seguro y
entregarlos a cambio de dinero.
Cate se puso aún más pálida, si eso era posible. Vida por fin dejó de caminar.
—No lo puedes saber… —comenzó a decir Cate.
—Yo lo vi en su mente —dije, dejando que el ácido que sentía en el estómago tiñera mis
palabras—. Lo tenían todo planeado al detalle. Querían el dinero para comprar armas y explosivos
en el mercado negro. Querían atacar Washington D. C. No tenían ningún interés en ayudarnos a
liberar los campos.
—Nuestro plan funcionó tal como lo habíamos previsto —dijo Cole—. Casi todo. No armes tanto escándalo, Conner. Nadie ha salido herido. Ha sido un corte limpio. El hecho de que los otros
agentes se hayan marchado no hace más que probar que nuestras intuiciones eran correctas. Nadie
desea ayudar a los chavales. Por lo menos así tenemos el Rancho y los hemos confundido respecto a
nuestros planes. Si los amigos del presidente Gray los detienen o los atrapan, les darán información
errónea sobre nosotros. Esta es la base de operaciones adecuada para nosotros, no para ellos. Es
tranquila, tenemos electricidad y agua y, ahora, mucho espacio para trabajar.
—Sí, y mira lo que no tenemos —dijo Cate, explotando al fin. Su rostro pálido se puso rojo y
apenas pudo contener la irritación que la estremecía—. ¡Os habéis deshecho de profesionales
entrenados, de los que os podrían haber guiado en esos ataques a los campos que queréis realizar, de
los que podrían haber protegido a estos chicos! Deberíamos haber invertido el tiempo en
convencerlos para ponerlos de nuestro lado, no en manipularlos para que pensaran que querían
marcharse. ¿Y cómo os atrevéis a tomar este tipo de decisiones sin siquiera consultarme? No
puedo… —Sacudió la cabeza; me miraba con una intensidad tan feroz que tuve que apartar la mirada
—. Ruby, ¿qué está sucediendo?
—Déjala en paz, Conner —dijo Cole—. El plan es entrenar a los chavales para combatir. Darles
poder.
—Darte poder —lo corrigió bruscamente Cate. Si Vida no hubiera estado en la habitación, no
tengo idea de lo que Cole habría dicho o hecho como respuesta. Apretó los puños—. Lo entiendo,
Cole…, de verdad. Pero esa no era la manera correcta. Se llevaron los servidores. Tengo un portátil
y eso porque me lo llevé a mi habitación para hacer un trabajo y lo escondí cuando empezaron a
hablar de marcharse. Nos bloquearán el acceso al sistema. ¿Qué haremos entonces? Has quemado las
naves y nos has dejado sin forma de volver.
La Liga había invertido casi una década en desarrollar una red de información sobre todo lo útil:
localizaciones de expolíticos, acceso a las bases de datos de los rastreadores y de las FEP, planos de
edificios, centros de detención clandestinos… Yo había contado con tener acceso a esa red para
atacar todos y cada uno de los campos. Aunque solo fuera porque necesitábamos las escasas
fotografías satelitales conocidas que se habían tomado de los campos de rehabilitación.
—Los Verdes pueden entrar en la red de la Liga, eso ni se duda —dijo Cole—. La han
desarrollado ellos. Y yo he tomado medidas para garantizar que podamos copiar la investigación
sobre la cura. Mi única pregunta es: ¿dónde está el lápiz de memoria con la información que robé a
Leda Corporation? El que contiene el estudio sobre las causas de la ENIAA.
Cate apretó la mandíbula al tiempo que apartaba la mirada. Tragó con dificultad y permaneció en
silencio el tiempo suficiente para que un temor frío se apoderara de mí.
—En la basura. No nos habíamos alejado mucho de la ciudad cuando activaron el pulso
electromagnético. El pulso lo borró completamente…, lo siento. Ojalá… —Sacudió la cabeza y se
interrumpió.
Ante eso, me dejé caer en una de las sillas, con la sensación creciente de que avanzaba por un
túnel en sentido contrario a todos los demás. Casi ni oí el sarcástico «Oh, estupendo» de Cole. No
me percaté de que Cate se había puesto de pie y de que ya se dirigía hacia la puerta, rodeándome.
—¿Dónde vas? —le preguntó Cole—. Deja que los chavales duerman un rato más.
—No voy a por los chicos, voy a por los otros agentes para arreglar este lío en que nos habéis metido. A hacer que regresen para que podamos resolverlo juntos.
La frialdad de su tono me llegó hasta los huesos. Nunca la había visto así, o por lo menos nunca
había sentido toda la intensidad de su ira dirigida hacia mí de ese modo. Pero yo también estaba
enfadada; furiosa. Ella nos había abandonado, no había estado ahí cuando yo la necesitaba, mientras
que yo había hecho todo lo posible para ayudar a todos a sobrevivir.
—¿Quieres que regresen? —pregunté—. ¿Quiénes? ¿Los que te abandonaron con la más mínima
excusa para irse a jugar a los terroristas o los que querían entregarnos a las FEP?
Cate ni siquiera pudo mirarme.
—Estoy segura de que ha habido un malentendido…
—Sí, claro —dije yo—, he malentendido tu negación respecto a quiénes son esos agentes…
—¡Ruby! —gruñó Vida—. Cierra la pu…
—No sé cuántas veces tienen que demostrártelo, pero a esos agentes jamás les ha importado la
Liga a la que tú te uniste, la que realmente se preocupaba por los chicos que aún están atrapados en
los campos, esos mismos chicos que siguen muriendo cada día de algo cuya cura tenemos casi al
alcance de la mano. ¡No los necesitamos! ¡No tenemos por qué tolerar que ensucien lo que estamos
intentando hacer! ¡Espabila!
—No estoy interesada en enviar a unos chavales a jugar a los soldados —dijo Cate.
—Pues hasta ahora no has tenido ningún problema con eso —repliqué con acritud.
—Estabas bajo la supervisión de agentes entrenados que lideraban los equipos tácticos…
—Ya. ¿Te refieres a los agentes que cambiaron de opinión y empezaron a cargarse a los chavales
uno por uno? ¿Qué hay de Rob? El que intentó matarnos a Vida y a mí en un «accidente». ¿Acaso
sabes que después nos persiguió? ¿Que nos cazó? ¡Me puso un bozal!
Vida estaba petrificada en su sitio, con la cara del color de la ceniza. El instinto de proteger a
Cate de cualquier ataque estaba en evidente guerra con su lado que sabía la verdad. Cole extendió
una mano para apoyarla sobre mi hombro, pero yo la esquivé, a la espera de que Cate me mirara. A
la espera de una respuesta.
—Dolly y yo nos marcharemos mañana a primera hora —dijo con voz queda—. Los demás
agentes partieron hace solo unas horas. Todavía podemos alcanzarlos.
Sentí como si me hubiera dado una bofetada en la cara.
—Vale. Pues vete.
—Buena suerte —añadió Cole, con un leve vestigio de burla en el tono.
Cate fijó en mí sus ojos claros una última vez antes de salir de la habitación, abriendo y cerrando
bruscamente la puerta. Vida salió pisándole los talones; yo las observé marcharse a través de las
ventanas de la sala de informática hasta que, finalmente, desaparecieron. Ya no podía soportarlo más
y di un paso para ir tras ellas.
Cole me cogió de un brazo y me retuvo.
—Deja que se les calmen los ánimos. Solo están alteradas, pero tenía que suceder así.
—¿Ah, sí? —dije. La pregunta se me escapó antes de que pudiera contenerme; la duda se colaba
por las grietas de mi corazón.
Se oyó otro sonoro chirrido de protesta de la puerta que conducía al túnel. El ruido hizo que me
pusiera de pie y ambos salimos al pasillo a la carrera. Estaba tan segura de que veríamos a Cate abalanzándose hacia la oscuridad, cumpliendo su promesa de marcharse, que ver las caras sucias y
cansadas de los ocho chavales que estaban allí de pie fue como un puñetazo en el pecho.
Cada uno de ellos parecía un poco más aterrorizado que el anterior. La senadora Cruz cerraba la
retaguardia, al tiempo que trataba de apartar todas las manos que se extendían hacia ella para
ayudarla a subir los últimos escalones. Miró a su alrededor y evitó la mirada inquisitiva de Dolly,
que apareció a mi izquierda.
—¡Lo habéis conseguido en tiempo récord! —dijo Cole, dándoles palmadas en la espalda a cada
uno, cosa que provocó algunas sonrisas y hasta algunos abrazos de alivio—. ¿Habéis tenido algún
problema?
—No, estábamos un poco confusos respecto a las instrucciones que nos dejaste acerca de cómo
bajar al sótano desde el bar, pero cuando vimos el lugar, nos las arreglamos. —Zach, un líder alto y
moreno de los equipos de Azules de la Liga, parecía tan imperturbable como siempre. Se pasó la
mano por el cabello oscuro y examinó el lugar.
Si Zach se veía relajado y confiado, Nico estaba en el otro extremo del espectro de
posibilidades. Parecía pequeño y aterrado, y tenía el pelo enmarañado, como si hubiera estado todo
el día pasándose la mano por la cabeza, angustiado. Nico cruzó los brazos y se cogió los codos, al
tiempo que respiraba hondo. Por lo menos, hasta que vio a Cate. Ella avanzó hacia él, abriéndose
paso entre los otros agentes, pero en lugar de lanzarse hacia ella como había hecho Vida, Nico se
cubrió el rostro con las manos y se echó a llorar.
Es la única palabra para describir los sonidos que salían de él. Se elevaron por encima del
entusiasmado parloteo, ahogaron cada pregunta y acallaron las risas hasta que se acabaron
convirtiendo en un susurro. Me dio un vuelco el estómago hasta el punto de que finalmente tuve que
desviar la mirada y dejar que la estática me llenara los oídos. Ninguno de los otros chicos se acercó
a él, solo la senadora Cruz, quien dejó muy claro —a través de la expresión de su rostro— lo que
pensaba de nosotros por ello. Lo abrazó incluso antes que Cate.
Me volví hacia Dolly y le pregunté dónde estaban las duchas y las habitaciones, agradecida por
tener una excusa para escapar de los horribles sonidos que emitía Nico al llorar, de la decepción de
Cate y del inconsciente entusiasmo de los demás por un lugar que había sido desmantelado hasta el
extremo de dejarlo casi inhabitable.
Por lo que podía ver, el Rancho estaba dividido por dos pasillos que corrían paralelos entre sí y
estaban conectados por puertas dobles en cada extremo. La planta inferior tenía la misma
distribución que la superior: dos estrechos pasillos iguales con una docena de puertas alineadas a
cada lado. Uno de los pasillos en los que desembocaba la escalera era poco más que una serie de
habitaciones con literas para dormir, la cocina y el lavadero. Habían dejado abierta una de las
puertas y eché un vistazo a las cuatro literas.
Las voces de la habitación de al lado llegaban amortiguadas, pero reconocí la voz de Chubs
cuando este dijo: «¿Qué?». Avancé los últimos pasos hasta la puerta y cogí el pomo, preguntándome
por qué la habrían cerrado.
—¿… y no nos los podría haber explicado? —despotricaba Vida—. Joder, es increíble. Si
nuestras vidas estaban en peligro, no debería haberse metido a hacer gilipolleces con Cole.
¡Deberíamos haber sido los primeros en enterarnos!
Apoyé la frente en la puerta y me quedé escuchando.
—Ella y Cole llevan un tiempo muy amiguetes —dijo Chubs—. No me sorprende que hayan
salido con algo así.
—No tiene sentido… —dijo Liam, que había bajado la voz lo suficiente como para que yo no
consiguiera oír lo que decía.
Sin embargo, yo ya estaba retrocediendo. La sangre me empezó a palpitar en los oídos al percibir
la ira que teñía sus voces.
Fui por el pasillo hasta el armario donde estaba la ropa de cama que Dolly había mencionado. Ya
se habían llevado todas las toallas, pero había una camiseta negra, suave y de talla grande metida en
una bolsa con ropa de calle que los agentes habían pasado por alto al limpiar el sitio. Me la llevé a
las duchas, agradecida por no tener que ponerme mi ropa sucia otra vez.
La mañana iba adquiriendo un matiz irreal mientras me desnudaba en uno de los compartimientos
de las duchas y me metía debajo del agua que aún no se había calentado. El chorro salió disparado
de la flor de ducha oxidada y fue como una bofetada fría en la piel que me refrescó al instante y
calmó el picor que sentía en la cabeza. Habían instalado dispensadores de jabón y champú —grandes
contenedores industriales que ya estaban medio vacíos— en cada cubículo. Dejé caer los hombros
mientras seguía con la mirada el agua que se arremolinaba bajo mis pies, alejándose, hundiéndose.
Respiré. Las manchas que no se iban, sobre mis costillas, resultaron ser moratones. Respiré. Respiré.
Solo respiré.

Mentes Poderosas 3: Una Luz InciertaWhere stories live. Discover now